Líderes políticos (Fuente: Montaje de elEconomista.es)
Líderes políticos (Fuente: Montaje de elEconomista.es)

¿Cómo se construye un líder político? Los nuevos partidos buscan el carisma igual que los tradicionales

En estos tiempos e apuesta por los candidatos televisivos… y por la dependencia del líder.

 

«Si Iglesias cae, Podemos cae», aseguran que dijo Juan Carlos Monedero en una de las múltiples refriegas internas que sufre la formación morada en los últimos meses. Los ‘críticos’ -que es como se suele llamar en los medios a todos aquellos que discrepan de los líderes- buscan introducir otras formas de hacer las cosas, lo que los ‘fieles’ -el bando contrario- interpretan como un riesgo potencial de debilitar al líder. La lucha entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón está servida, con Pablo Echenique como supuesto árbitro y voces como las de Juan Carlos Monedero o Rita Maestre como generales de sus respectivos ejércitos.

La dinámica, aunque distinta, tiene paralelismos en Ciudadanos: allí no hay escaramuzas, pero sí había temores por la dificultad de encontrar a un ‘partenaire’ que encabezara el partido en Cataluña, su punto de partida, y posibilitara la marcha de Albert Rivera a Madrid. Para evitar luchas internas debía ser alguien de plena confianza y cercanía, con carisma y fuerza para lograr buenos resultados, pero que no ensombreciera a la auténtica cabeza del partido. Un buen segundo que no inquietara al primero.

Inés Arrimadas resultó ser la elección perfecta para un tándem telegénico como pocos y la excepción -de momento- a la norma de que no se puede articular un partido con varias cabezas visibles. Ejemplos sobran: IU vivió una auténtica guerra civil para acabar confirmando a Alberto Garzón como líder, UPyD murió entre críticas de no haber encontrado liderazgos alternativos a los de Rosa Díez y hasta la enorme UCD se diluyó con el adiós de Adolfo Suárez. Casi parece que en política sólo puede haber un líder claro, que todo lo demás se interpreta como un contrapoder, y que tras la caída del candidato se abre un proceso de duelo y vacío hasta que se encuentra a alguien con galones suficientes para subirse al trono.

¿Cómo se construye un líder?

A grandes rasgos, la política depende de dos ramas distintas y necesarias de la labor del candidato: una, la capacidad de liderazgo y gestión; dos, el carisma y la capacidad comunicativa. Los mítines y la vida parlamentaria, incluso la orgánica, dependen de la capacidad de un político de aglutinar a los suyos, articular un mensaje adecuado y saber defenderlo de forma solvente. En este punto en los últimos meses se habla de la ‘personalización’ de la nueva política, según la cual ese proceso erige a un único líder especialmente carismático alrededor del cual se ‘crean’ esas nuevas fuerzas, uniendo esa definición a la idea de ‘populismo’ de una forma casi automática. Esa tendencia se da ahora en los partidos nuevos, y se desarrolla por los formatos televisivos actuales… pero lleva décadas dándose.

Hay investigaciones al respecto (por ejemplo ésta de Guillem Rico en 2002 o ésta de Danny Hayes en 2004) que señalan a la influencia de la política presidencialista de EEUU, donde se da un voto casi más personalista que partidista (el rechazo a Clinton en estas pasadas elecciones presidenciales da buena prueba de ello). La elección del líder sería, por tanto, igual o más importante que el propio programa electora o la adscripción del partido por el que se presenta.

A ese respecto Rico citaba en su investigación que la imagen del candidato «está unida irremisiblemente la de un partido desde el momento mismo en que se da a conocer (…) Normalmente, son conocidos en su condición de políticos, ligados a un partido y en defensa de unos determinados valores. Por tanto, la posición que ocupe el elector en relación a éstos va a condicionar la valoración que haga del candidato. En otras palabras, las predisposiciones políticas de los individuos influyen poderosamente en la forma en que son percibidos los líderes políticos».

El otro factor que moldea la imagen de un político es su exposición pública, que llega a través de los medios de comunicación -fundamentalmente la televisión-. Y no, no es que Iglesias y Rivera ‘nacieran’ en las tertulias televisivas, es que Kennedy ya ganó unas elecciones en un debate televisivo, igual que Aznar empezó a desmoronarse en una entrevista con Juan Pedro Valentín que superó el 30% del share. Y eso, citando de nuevo a Rico, no es tampoco casual: «La televisión ha sido uno de los principales vehículos del proceso de personalización», afirma.

Ese mismo poder ha servido para introducir la política como producto de consumo masivo gracias a tertulias y entrevistas en los últimos años. «De ella [la televisión] se suele decir que simplifica los mensajes y favorece el protagonismo de los líderes (…) Las imágenes se imponen a las ideas, las personas a las instituciones. Se tiende a dramatizar los contenidos, estereotipando los personajes, rehuyendo toda información que no sea fácil e inmediatamente comprensible. Las limitaciones de tiempo impiden profundizar mucho más allá de lo meramente superficial (…) Los partidos, si desean atraer la atención de los medios, deben plegarse a sus peculiares exigencias. El carácter de las campañas se transforma para tener cabida en los noticiarios. Hasta se fuerza un nuevo tipo de liderazgo, el ‘liderazgo de la visibilidad’: líderes que ‘quedan bien’ en televisión, que saben hablar frente a una cámara, capaces de transmitir mucho con muy pocas palabras», recoge Rico en su investigación.

La dependencia del líder

Una vez construido el liderazgo, éste parece difícil de borrar. De nuevo, la crítica sobre la dependencia del líder suele ser común para las formaciones políticas emergentes, pero esa dependencia es común a todos los partidos. Porque sí, esa dependencia existe en Podemos y Ciudadanos en España y en otros partidos en el ámbito internacional -Beppe Grillo en el M5S, Nigel Farage en UKIP, los Le Pen en el Front National o Geert Wilders en el PVV-. Pero también existe en los partidos clásicos: los laboristas británicos y los socialistas alemanes aún no se han recuperado de las salidas de Tony Blair y Gerhard Schröder, como la CDU tardó años en sustituir a Helmut Kohl con Angela Merkel.

En España siempre ha sucedido lo mismo, y no sólo ahora. Cuando Manuel Fraga dio un paso al lado y José María Aznar emergió como líder del recién constituido PP pocos sabían quién era. La mayoría de españoles le conocieron a través de aquellos debates sobre el estado de la nación en los que repetía de forma insistente aquel «váyase, señor González», y gracias a aquellos primeros cara a cara televisivos justo antes de conseguir derrocar a González.

Al alcanzar la presidencia muchos criticaban su falta de carisma, comparado con el del eterno líder socialista o con el de su antecesor en su partido, ya instalado en la Xunta de Galicia, de la que tardaría muchos años en salir. Dos legislaturas después nadie repitió aquella tesis y, junto a aquel enemigo que un día fue González, sigue siendo un fantasma recurrente moviéndose en las sombras de su partido.

Así, el carisma en política es algo intangible, pero va ligado de forma directa a la capacidad de influencia. Hay «aznarismo» como hay «felipismo». De hecho, a todo líder con predicamento o aliados le sucede su propia escuela. Hay «sanchismo» y «susanismo», «pablismo» y «errejonismo», y hubo «guerrismo» y «zapaterismo», aunque parece evidente que no todas las huellas son capaces de durar tanto en las arenas del tiempo de la política.

Aznar decidía hace unas semanas desvincular FAES del PP y, aunque no se produjo un enorme terremoto, las consecuencias de la onda expansiva se verán en los próximos meses. González señaló a Sánchez en una entrevista radiofónica y el secretario general que rozó la investidura meses antes acabó perdiendo el cargo en unos pocos días. La estela de los líderes carismáticos es tan grande que sustituirles siempre es un problema. Aznar salvó el paso designando de forma directa a su delfín, mientras que un PSOE más democrático prefirió desgarrarse tras un breve periodo de bicefalia para acabar proclamando a Zapatero.

El caso de Zapatero es quizá algo distinto: fue quizá el presidente que mayor carisma logró en el menor tiempo posible. El convulso final de Aznar, entre escándalos como el Prestige, el Yak-42, la guerra de Irak o el 11M encumbró de forma inesperada a un candidato joven y de buen discurso. Sus gestos, controvertidos a la vez que aplaudidos, apuntalaron sus primeros años de gestión y aglutinaron al partido a su alrededor: no levantarse ante la bandera de EEUU, aprobar el matrimonio homosexual o sacar a las tropas de Irak fueron un gran pegamento para los suyos.

Por su parte, Rajoy no es, ni mucho menos, un presidente carismático -ni tampoco pretende serlo-. Su juego es el de la previsibilidad, el huir de los medios y el trabajar con tranquilidad y constancia. Como él mismo presumía en su última campaña, él no corre sino que anda deprisa. Y es esa falta de carisma la que ha permitido que le surjan tantos contrapoderes internos a lo largo de los años, aunque todos bajo una misma ala -la del entorno de Aznar-. Sin embargo, sin carisma, ahí sigue, tras haber aglutinado durante su primera legislatura la mayor cuota de poder jamás vista en democracia -mayoría absoluta, control bicameral, autonomías, diputaciones y ayuntamientos-. Pero, como casi todo lo que sucede con Rajoy, más por demérito ajeno que por conquista propia.

El carisma no es por tanto imprescindible, aunque es cierto que facilita las cosas. Y en tiempos en que el carisma y la telegenia lo invaden todo, a veces lo más carismático resulta no tener carisma alguno.