En nuestra política pactar es de débiles: se hace solo si no queda más remedio, y siempre buscando un bien mayor. Porque si la sociedad es líquida, la política más. En estos tiempos en los que nada dura para siempre, ni las relaciones personales ni las laborales, la política no es una excepción. No es casualidad que en cuatro años España haya visitado las urnas cuatro veces en lugar de una, que era lo que tocaba. Habiendo más partidos con representación de peso que nunca, ¿quién quiere cerrarse a un acuerdo duradero?
A decir verdad, la cultura de pactos nunca ha estado demasiado arraigada en nuestro país, al menos en lo que a la política nacional se refiere. Las esferas municipales y, en menor medida, autonómicas son otro cantar. Pero España ha tardado más de cuatro décadas en tener un Gobierno de coalición y solo ha sido posible cuando, a base repeticiones electorales, los políticos se dieron cuenta de que o aceptaban un match o no habría forma de sentar la cabeza en los despachos de la Moncloa.
Durante años nuestros líderes se acostumbraron a hacer las cosas solos. Fueron décadas de mayorías alternadas, a veces incluso absolutas, en las que apenas hacía falta un apoyo puntual para salir adelante. Un acuerdo rápido para un objetivo mayor: gobernar. Todo dependía de pequeños partidos externos, como explica Toni Aira, profesor de comunicación política e institucional de la UPF-BSM, «en su mayoría nacionalistas catalanes, vascos, o canarios o gallegos». Pero siempre con un mismo efecto: «Desde las filas de la oposición se acusaba al Gobierno de turno de ceder ante minorías, de ser débil».
Es decir, en la ‘gran política’ se pactaba poco, solo si era imprescindible, y era percibido como un signo de debilidad por los contrarios. «La cultura de gobierno de estas características es muy baja», reconoce Aira. «Todo depende de qué se considera una debilidad y qué una fortaleza», opina Juanlu Sánchez, subdirector de ElDiario.es. «Puede que haya líderes políticos que se sientan mejor dependiendo de socios de Gobierno que dependiendo de lo que diga el partido…». Y es que las presiones no solo vienen de la oposición, sino también de resistencias internas. Que se lo digan al presidente del Gobierno, que algo sabe de esto.
Hay, por tanto, cierta demanda de pureza ideológica: solo puedo llegar a acuerdos con formaciones que defiendan líneas muy similares a las mías, porque cuanta mayor sea la diferencia, mayor la inestabilidad. Y si no hay diferencia, entonces se intenta la absorción: «Tradicionalmente, el partido grande casi siempre se suele comer al pequeño en los pactos», explica Sánchez. Aunque algunos han sabido nadar contracorriente para sobrevivir.
Son los llamados partidos bisagra, que pactaban con unos o con otros sin que eso les supusiera mayor desgaste. En esos casos, «la acumulación de poder siempre es enorme, porque a izquierda o derecha ellos siempre están en el Gobierno cuando son necesarios». Ejemplos sobran, de nuevo, en País Vasco o Canarias, pero también en Cantabria o Aragón.
El ‘swipe’ catalán
En esto sí se puede decir lo de «Catalonia is not Spain». Porque si en un lugar se ha pactado entre diferentes es en Cataluña. Fue tras años de mayorías (muy) absolutas de Jordi Pujol, allá por 2004, cuando llegó el tripartito. «Cabe decir que decir hoy día aún tripartito en Cataluña es sinónimo de Dragon Khan. Es decir, de turbulencias, de sensación de crisis, de Gobierno convulso», comenta Aira. Y probablemente la animadversión general a experimentos así tenga que ver con cómo se vivió aquello, en gran medida -de nuevo- por las críticas externas.
«En Cataluña se han ido probando muchas fórmulas por la gran fragmentación que ha tenido siempre el Parlament, ahora con siete millones y medio de habitantes y hasta ocho formaciones políticas con representación», apunta. Es, en su opinión, algo muy coyuntural: igual que entonces fue posible una unión de diferentes contra un oponente común -décadas de ‘pujolismo’- en los últimos años el procés independentista ha dibujado metas que podían compartir partidos distintos.
«En su momento el objetivo común [de los independentistas] fue el referéndum de 2017 o, después, mantener viva esa llama con una posición unitaria estratégica del independentismo». Algo similar pasó también con aquel pacto de PSOE y PP que hizo lehendakari a Patxi López tras décadas de gobierno del PNV. En ambos casos el flirteo fue rápido y en poco tiempo se volvió a la rutina anterior: CiU al Govern, el PNV a la lehendakaritza.
Pero aunque fuera de Cataluña no lo parezca, Esquerra y el mundo posconvergente no han estado, ni mucho menos, alineados. Y no es una cuestión de críticas desde la oposición ideológica centralista: es que, aunque compartan un objetivo coyuntural, han sido grandes rivales durante años. «Antagonizaban mucho», resume Aira, que formó parte del comité de campaña de Junts per Catalunya.
Fue un proceso que se fue larvando durante décadas: «ha habido siempre animadversión importante del universo de ERC hacia el convergente, al que acusaban de tratarles con condescendencia, como el hermano pequeño que nunca será mayor; y a la inversa, el mundo convergente acusaba a ERC de una inquina que no podían entender, y eso se fue enquistando», resume. Había, además, reticencias de que la fórmula funcionara: «la politología dice que a veces este tipo de sumas restan más que suman a nivel electoral». Y así fue.
El desgaste de las grandes fuerzas políticas y el surgimiento de opciones nuevas hizo posible que se repartiera más el poder: que hubiera más partidos relevantes implicaba más posibilidades de negociación
Entonces, ¿por qué fue posible un ‘match’? «Tiene que ver con que en Cataluña los ejes políticos se han superpuesto», explica Sánchez. «Está el eje izquierda-derecha, por el cual ERC y PSC podrían pactar, y el eje político del nacionalismo español versus independentismo, que hace posible algo tan loco como que ERC y el partido de Artur Mas puedan gobernar juntos o que haya una enorme presión política y social para que el PSC se acerque al PP, y viceversa».
La singularidad catalana acabó alcanzando también al resto de España, aunque por motivos distintos. El desgaste de las grandes fuerzas políticas y el surgimiento de opciones nuevas hizo posible que se repartiera más el poder: que hubiera más partidos relevantes implicaba más posibilidades de negociación. Más gente en el Tinder del Congreso.
«Las geometrías siempre son variables, pero no han cambiado tanto a nivel estatal», reconoce Sánchez. «Pasó durante un tiempo breve, cuando parecían posibles los acuerdos entre Podemos y Ciudadanos en un montón de cosas, y Albert Rivera y Pablo Iglesias lo escenificaban explícitamente», recuerda. El motivo está, de nuevo, en el cambio de ejes: «El eje que en ese momento operaba no era un eje izquierda-derecha, sino el eje de lo nuevo contra lo viejo, y en ese lo nuevo entraba la regeneración, la lucha contra la corrupción, una generación impugnando a la anterior… Y ahí Podemos y Ciudadanos podían pactar a pesar de ser ideológicamente diferentes». Luego llegó la carga ideológica de unos y otros y esa posibilidad se desvaneció.
Del poliamor alemán a la monogamia americana
Sin ánimo de parafrasear aquella célebre canción de Rafaella Carrà, se puede afirmar que en las relaciones personales, y también la forma de afrontar los pactos, la cosa depende de los países. Italia -por no abandonar la patria de Carrà- tiene un Parlamento aún más fragmentado que el catalán y el carácter más mediterráneo del mundo, así que ahí los pactos se tejen y rompen a velocidades de vértigo. La inestabilidad añadida por la política moderna, en la que surgen nuevas formaciones, y el nacionalismo, que también tienen, hace que las coaliciones sean la máxima habitual.
Ni siquiera países centrales como Bélgica escapan a esta política Tinder tan extendida en estos días. Incluso Suiza, que siempre ha sido de relaciones políticas perfectamente rutinarias y previsibles, ha acabado por sucumbir a la tentación de la canita al aire. Para gustos -en lo político como en lo afectivo-, colores. La cuestión es que hay países en los que encaja mejor esta tendencia de pactar o coaligarse con otros, mientras que hay países que son fuertemente monógamos. Es el caso de Francia, cuyo sistema electoral a dos vueltas hace que solo haya un ganador, sin posibilidad de pactos. Como el matrimonio, en teoría.
«Nunca diría que un modelo es mejor que otro, cada uno tiene su singularidad», apunta Aira. «Los sistemas políticos responden también a sistemas electorales, a sociedades determinadas, a culturas determinadas: la sociología ahí hace mucho», expone. Y funciona en ambos sentidos: en Alemania, por ejemplo, tienen tan arraigada la cultura de pactos que forman gobiernos plurales incluso cuando no lo necesitan. Sin ir más lejos, la legislatura que acaba de terminar ha sido liderada por una muy mayoritaria CDU/CSU (su versión del PP), que se repartió el Gobierno con el SPD (su versión del PSOE). «El caso alemán sí que es más singular, aunque evidentemente la mentalidad germánica dista mucho de la mediterránea en muchos aspectos y seguramente también en los que hacen referencia a la cultura política», concede Aira.
Y dentro de esa cultura política ningún sistema es más monógamo que el estadounidense, espejo en el que se miran muchas democracias del mundo. «Ese modelo está muy sobrevalorado, básicamente porque EEUU hoy en día no puede dar casi ninguna lección de representatividad democrática», discrepa Sánchez. «Sus índices de participación son ridículos: en unas elecciones presidenciales participa el 40-45% del censo, en unas locales el 15-25%. Se jactan de elegir por democracia más o menos directa a concejales, al sheriff, al fiscal del distrito… pero en esas elecciones participan muy pocas personas, que son quienes tienen intereses en el asunto o son ‘superfrikis’ de la participación», explica.
Esta baja participación se debe, en su opinión, a que no hay «mecanismos para compensar la falta de representación del resto hasta el punto de que hay gente desenganchada del sistema a unos niveles que aquí no conocemos». Y ahí sí se notan las diferencias culturales: «tiene que ver con el sistema del ‘winner takes it all’ [no se reparte la representación, sino que se asigna por completo a la candidatura ganadora], ya que conforme va avanzando el proceso electoral, va quedando siempre el más fuerte y no queda nada del más débil; y al no quedar nada del más débil hay mucha gente que se queda sin representación y se queda desenganchada del proceso», expone. «Prefiero lo que tenemos aquí o lo que hay en otros países, sabiendo que hay mucho por mejorar en los procesos democráticos internos de las organizaciones y en la confección de las listas electorales».
La crisis de los 40 (años de democracia)
¿Y qué tenemos aquí? Un modelo bipartidista de toda la vida a lomos de un sistema electoral pensado para favorecer mayorías y dar estabilidad, con dos grandes repartiéndose el poder y un mosaico de fuerzas minoritarias pugnando por hacerse visibles. En ese anhelo, muchas accedieron a apoyar a los grandes si estos los necesitaban, a veces logrando picotear las migajas, a veces muriendo aplastados -habiendo, o no, logrado lo anterior-.
Y así fue hasta que se derrumbó la confianza en el sistema después de que la corrupción y el estallido económico se la llevaran por delante. Una crisis de los 40 (años de democracia) que acabó con la estabilidad e hizo que empezaran a aparecer más partidos políticos, si bien no con fuerza para gobernar, sí para ser imprescindibles. Los grandes necesitaban, sí o sí, salir a buscar parejas (o tríos).
Un gobierno de coalición o con varios socios siempre ayuda a una mayor observancia entre unos y otros, a una mayor auscultación de lo que se hace, a una mayor sensación de exposición, a una cierta sana competencia…
Está claro que ninguna relación es perfecta, como ningún sistema político lo es. Aquí hemos sido de grandes mayorías, lo cual da estabilidad… pero hace que se enquisten los problemas. «Las mayorías absolutas no son especialmente buenas, sobre todo si son duraderas», expone Aira, «por cómo dejan clavadas unas dinámicas que pueden viciarse con el paso del tiempo, con poca transparencia, con un cierto monopolio del poder y de sus mecanismos, una cierta sensación de patrimonialización de esas instituciones…».
Con todo lo malo que pueda tener, un gobierno de coalición o con varios socios «siempre ayuda a una mayor observancia entre unos y otros, a una mayor auscultación de lo que se hace, a una mayor sensación de exposición, a una cierta sana competencia…». Más vigilado, pero más limitado y lento en la toma de decisiones, y posiblemente más convulso. «Peligros siempre hay, aunque siempre se ha dicho que es un modelo más sano democráticamente», concede Aira.
Pero claro, nadie tiene el secreto de la relación ideal. Siempre está el riesgo de los desencuentros, de la falta de compromiso, de mirar más por el interés de uno que por un incierto futuro en común. Es lo de siempre: quien tiene pareja estable le ve las ventajas a la libertad, y quien tiene libertad para buscar acercamientos con quien quiera echa de menos la estabilidad. En la política, como en la vida, hay momentos para hacer ‘swipe’ y momentos para el ‘match’. La cuestión es no confundirse y mezclar ambas cosas, que de ahí vienen todos los problemas.