Pedro Sánchez y Carlos Lesmes, presidente del CGPJ (Fuente: Europa Press)
Pedro Sánchez y Carlos Lesmes, presidente del CGPJ (Fuente: Europa Press)

Partidos políticos e instituciones públicas, la separación de poderes pendiente

Las televisiones autonómicas o la Justicia son campos de batalla políticos habituales. El debate es consustancial al sistema democrático: ¿deben las instituciones públicas remodelarse para responder a la voluntad popular, o deben regirse por criterios específicamente técnicos?

 

El sistema político europeo es, en su mayoría, de corte partidista. Las formaciones políticas son el centro de la vida pública del país, articulando argumentarios a sus miembros e imponiendo directrices y disciplinas de voto. La idea es que más allá de quién esté al mando de la nave, ésta sea reconocible a través del tiempo. Puede haber variaciones de rumbo, pero se presupone que el PSOE o el PP siempre serán coherentes con la inercia de su trayectoria histórica.

Es cierto que esa lógica no aplica en algunos países, como EEUU, y que por culpa de la desafección política ha empezado a romperse en otras latitudes. Es el caso de Francia, donde Emmanuel Macron desafió la línea tradicional de partidos para crear a su alrededor una formación a medida, del Reino Unido donde han nacido formaciones ‘ad hoc’ para una eventualidad política -como es el Brexit Party- o Italia, donde una formación independentista como la Lega Nord ha acabado reconvertida en proyecto ultra nacional de la mano de un partido antisistema como el M5S.

Este PP de Pablo Casado poco tiene que ver con el PP de Mariano Rajoy, o que el PSOE de Pedro Sánchez no es como el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero

En España, a pesar de las turbulencias, el sistema ha seguido funcionando igual. Hay nuevos actores, que han ido emergiendo y cayendo a lo largo de la última década, pero a grandes rasgos las posiciones dominantes del tablero siguen en manos de los mismos. También es verdad que este PP de Pablo Casado poco tiene que ver con el PP de Mariano Rajoy, o que el PSOE de Pedro Sánchez no es como el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero. Es inevitable que haya cierto sesgo personal, cierto estilo de pilotaje, que acabe afectando a la forma en que funciona la nave. Pero nunca se pasan de frenada.

Ser ‘independiente’ a veces implica ser un ‘outsider’ casi peligroso para los intereses de la formación, ya que a fin de cuentas no debe obediencia a las líneas del partido

Es un camino de dos sentidos: la gente se afilia al partido porque comparte sus valores y el partido impone la observancia de esos valores a los miembros mientras están dentro. Tanto es así que se hace rara -aunque ahora es más frecuente- la presencia de ‘independientes’ en las listas, hasta el punto que muchas veces acaban afiliándose a la formación para no levantar suspicacias entre la militancia. Ser ‘independiente’ a veces implica ser un ‘outsider’ casi peligroso para los intereses de la formación, ya que a fin de cuentas no debe obediencia a las líneas del partido. El caso de Manuel Valls con Ciudadanos es quizá el más notorio de los últimos años, pero hay muchísimos más.

En cierto modo, los partidos actúan como garantes de una ortodoxia concreta para que los votantes -que a fin de cuenta son el quid de todo el asunto- se sientan en su mayoría cómodos y en gran parte voten por inercia. Nadie se fija demasiado en los apellidos del piloto salvo si se sale demasiado de la trazada esperada.

El problema es que en España toda la acción política se ha articulado a través de los partidos. Se entiende que ellos son los depositarios de la voluntad de los ciudadanos, entendiendo que a más votos más apoyo ciudadano, así que son las organizaciones que legítimamente articulan el poder. Por eso gran parte de las instituciones públicas dependen de ellos y sus equilibrios de mayoría: se homologa la representación de cada partido a la voluntad de la gente, lo que se entiende como un mecanismo de defensa del sistema. Ahora bien, ¿tiene sentido el manejo de ‘lo público’ por parte de una lógica tan privativa como es un partido político?

El manejo de la comunicación institucional

La mecánica expuesta provoca disonancias importantes, por ejemplo a la hora de separar lo partidista de lo institucional. Es frecuente que los partidos caigan en la tentación de usar las cuentas de redes sociales de ministerios, ayuntamientos o incluso de La Moncloa con mensajes de corte electoral cuando se acercan citas importantes. Cuando uno es representante público y a la vez depende del aparato de un partido resulta complicado separar una cosa y otra.

El hecho de gobernar una región otorga al vencedor de una potente maquinaria mediática, con enorme capilaridad por aquello de la información de cercanía, que hace llegar su mensaje a muchos hogares de los que depende al final su reelección

Ha sucedido también con los medios públicos. Las autonómicas han sido en su enorme mayoría herramientas de propaganda al servicio no ya de las instituciones, sino de sus dirigentes. El hecho de gobernar una región otorga al vencedor de una potente maquinaria mediática, con enorme capilaridad por aquello de la información de cercanía, que hace llegar su mensaje a muchos hogares de los que depende al final su reelección. La tentación es difícil de resistir.

En menor medida también ha sucedido esto con RTVE o con la Agencia EFE. El hecho de que a cada cambio de gobierno le suceda un relevo generalizado en los puestos de gestión editorial evidencia que el mensaje que se emite con determinados gestores no es el mismo que con otros. Es cierto que en la escala nacional el fenómeno se diluye porque hay mayor competencia de ámbito privado, y eso hace que tengan que competir y hacer menos descarado el sesgo, pero se produce igualmente. No hay un ‘lo público’, sino un ‘lo de quien gobierna’.

Es como aquel juego infantil del teléfono roto, en que se va compartiendo un mensaje en cadena hasta que al final el mensaje poco tiene que ver con el emitido originalmente. En este caso, los ciudadanos votan en unas circunstancias muy concretas y respondiendo a unas querencias determinadas, que luego se ven amplificadas por unos mediadores -los partidos- que no siempre reflejan esa idea original si las circunstancias cambian.

Bloqueo institucional

El caso de los medios de comunicación es quizá el más evidente, pero ni mucho menos es el único. En las instituciones judiciales se lleva años debatiendo cómo reformar las fórmulas de elección para que no sean los partidos sino los propios jueces quienes lo hagan.

El debate, de nuevo, gira en torno a la misma idea: los partidos tienen más o menos poder de elección en función de los votos recibidos, de forma que se supone que su posición de dominancia responde al reflejo de la voluntad popular. Por tanto, si se deja a los jueces decidir -desde su condición de expertos en la materia- quizá sus criterios, aunque profesionales, respondan a voluntades que no son las del votante. Es decir, podrían renovarse y mantenerse instituciones de espaldas a la voluntad popular.

Por obra y gracia de la atomización política y la pérdida de mayorías eso ya está pasando, y las disonancias que genera evidencian que hay un problema de politización evidente. Por ejemplo, sucede con el CGPJ, pendiente de renovación desde hace dos años. Ahora mismo lo forman once miembros a propuesta del PP, siete del PSOE, uno del PNV y otro de IU. Evidentemente, poco tiene que ver ese reparto con la confección actual del Congreso. Y se supone que bajo esa lógica ideológica deberán nombrarse a los miembros del Tribunal Supremo, al presidente de la Audiencia Nacional y a más de la mitad de los miembros de la Junta Electoral Central.

Malas prácticas aparte, ¿es realmente cierto que la presencia de los partidos en las instituciones públicas sea garante del control ciudadano?

El mismo esquema se repite en el Tribunal Constitucional, con siete magistrados considerados ‘conservadores’ y cinco ‘progresistas’, idéntico reparto que en el Tribunal de Cuentas, por citar los otros dos casos más notorios.

Sucede por tanto en materia comunicativa y judicial, pero también en lo económico, en ocasiones con resultados desastrosos. Fue el caso de la gestión de las Cajas de Ahorros, entidades sin ánimo de lucro y evidente interés territorial, que fueron manejadas en gran parte por afines a formaciones políticas y acabaron siendo los principales vectores de una profunda quiebra del sistema financiero.

Malas prácticas aparte, ¿es realmente cierto que la presencia de los partidos en las instituciones públicas sea garante del control ciudadano? En cierto modo puede parecer poco transparente que instituciones tan sensibles estén sujetas a criterios ideológicos, de forma que sus decisiones puedan variar en función del punto de vista, pero a la vez se presupone que eso otorga cierto ‘control’ al ciudadano a manejar todos los resortes del aparato.

La cuestión es si es en realidad el votante a través de su decisión quien condiciona el proceso o si, por contra es el partido -depositario de ese voto- el que lo hace, imponiendo su ortodoxia. La mayoría de los jueces elegidos por jueces podrían tener un sesgo ideológico concreto y contrario a la voluntad popular si la elección no estuviera mediada por los partidos, eso es cierto. Pero quizá si los partidos no controlaran las instituciones bajo su ortodoxia podrían funcionar de una forma menos ideológica y más institucional, que a fin de cuentas es de lo que debería ir el sistema.