Fuente: Beth Kuchera (Shutterstock)
Fuente: Beth Kuchera (Shutterstock)

Lentes polarizadas para una sociedad en blanco y negro

Cada vez es más frecuente usar gafas ideológicas que no permiten apreciar matices. La realidad depende del cristal desde el que se mira, y en la de este mundo bipolar solo se tolera la diversidad cuando encaja con nuestro filtro.

 


✏️ Ilustraciones de Miriam Persand | 📄 Artículo publicado en formato digital y papel

A Ignacio Martín-Baró le mataron dos veces. Una, la literal, la madrugada del 16 de noviembre de 1989, de un tiro en la nuca. La otra, la política, cuatro años después, cuando la Ley de Amnistía de El Salvador impidió juzgar a quienes ordenaron su ejecución y la de los otros ‘mártires de la UCA’. Fueron ocho los asesinados: él, otros cinco jesuitas, una mujer y su hija menor de edad.

El impacto de aquellos hechos hizo posible que muchas de sus ideas sobre el conflicto social fueran conocidas más allá de hundir sus raíces en la Teología de la liberación. Esa fue su primera victoria tras morir. La segunda llegaría en 2020, cuando uno de sus asesinos pudo ser finalmente condenado a más de un siglo de cárcel por la Justicia española.

Discutir entre nosotros es algo que los humanos llevamos haciendo desde el inicio de los tiempos. Lo que ha ido cambiando es la forma de gestionar esa discrepancia: desde el primitivo uso de la fuerza hasta el sofisticado señalamiento social. La discusión nos ha hecho avanzar, a través del intercambio de ideas, pero también retroceder cuando ha acabado en conflicto.

La discusión nos ha hecho avanzar, a través del intercambio de ideas, pero también retroceder cuando ha acabado en conflicto

La discrepancia es el rasgo que mejor nos caracteriza. Primero, porque demuestra que somos racionales, y por lo tanto podemos tener visiones propias. Segundo, porque somos sociales y, en consecuencia, contraponemos esas visiones con las de los demás. Pensadores como Ralf Dahrendorf afrontaban la pregunta de por qué una diferencia puede acabar en conflicto con una respuesta doble: por los recursos, que es una lectura bastante económica de la realidad, y por la amenaza de perderlos, que es algo mucho más filosófico.

Según su ‘Teoría del conflicto’, habrá discusión si alguien ve peligrar su acceso a recursos que quiere, pero también puede haberlo si alguien siente que puede perderlos. Dicho de otra forma, el conflicto es tan humano que ni siquiera necesita un motivo real para darse; bastará con que alguien se sienta amenazado como para activar ese resorte. Y luego, en función del contexto y las circunstancias, hará uso de una herramienta u otra para afrontarlo.

Los militares salvadoreños, por ejemplo, se sintieron amenazados por la acción intelectual de aquellos jesuitas, que reclamaban un acuerdo de paz con la guerrilla. Su opción para dirimir la situación fue la más primitiva de todas.

Retrato robot del conflicto

Mireya Lozada, investigadora de la Universidad Central de Venezuela, recogió en uno de sus escritos algunas de las ideas que aquel incómodo jesuita compartió en una charla sobre la caracterización psicológica de la polarización social.

El retrato perfilaba a una persona que tenía una visión estereotipada de la realidad, que dividía todo entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, que aceptaba -o rechazaba- posiciones sin matices, que tomaba como algo personal cualquier discusión, que adquiría una posición intolerante frente a la que no cabía debate alguno y que se escondía en un grupo de visión homogénea desde el que se enfrentaba a colectivos enteros que no compartieran su visión. Era 1986 y él describía un El Salvador en guerra civil, pero en realidad trazaba un retrato válido para cualquier sociedad polarizada.

A ese perfil podrían añadirse dos factores que, en nuestra sociedad, han venido de la mano de la digitalización: por una parte poder disponer de un altavoz con el que difundir ideas desde el anonimato, y por otra poder encontrar de forma fácil otros con los que conectar y formar grupos de pertenencia cerrados.

Sobre lo primero, John Suler advertía hace 20 años del efecto de ‘deshinibición’ que causaba la red a la hora de gestionar el conflicto. Señalaba en concreto factores como el anonimato disociativo y la sensación de invisibilidad que generaba, la no sincronicidad en las respuestas o la percepción de falta de autoridad clara con capacidad para sancionar. La red ya parecía un lugar en el que hacer lo que uno quisiera sin que nadie pudiera decirle nada, o al menos no de forma inmediata.

Tres décadas después de la muerte de Martín-Baró, y ya contemplando el efecto catalizador de la tecnología en la polarización, otro filósofo desarrollaba la idea de ‘burbujas epistemológicas’. C Thi Nguyen hablaba no solo del problema de estar dentro de grupos en los que no hay diversidad de opiniones, sino de que hay quienes están preparados para descalificar argumentalmente a quien discrepa. Y eso vale incluso cuando las ideas del grupo van contra la razón y los hechos probados. Un rearme ideológico a prueba de toda discrepancia.

Sobre lo segundo, Lilliana Mason dibujaba en ‘Uncivil agreement‘ un retrato certero de las consecuencias de todo ello en la sociedad actual: profunda división política, incapacidad de diálogo con el oponente y un sentimiento de pertenencia exacerbado, cerrado en banda a toda argumentación. Las democracias occidentales son ya espacios en los que no solo no es fácil discutir de forma constructiva, porque ser de ‘los otros’ es ya motivo de descalificación intelectual por parte de los demás.

Tecnología, digitalización y ataques al discrepante

El desarrollo tecnológico ha hecho posible alinear todos esos males e intensificar sus efectos, dando lugar al auge de la desconfianza en las instituciones comunes, la desinformación, las teorías de la conspiración y la argumentación contracientífica.

En lo social se ha pasado de la discrepancia a la visión de conflicto, y de la búsqueda de identidad a la proliferación de discursos de odio. Ante un panorama lleno de incertezas y posibles amenazas muchos han buscado un refugio de respuestas fáciles en el que protegerse, transformando miedo en odio.

¿Odio contra quién? Contra quienquiera que sea distinto a lo que cada uno entienda como ‘normal’, por común, o ‘normativo’, por lo que ‘debería ser’. Abundan los ejemplos actuales de discursos de odio por motivos de índole sexual, de identidad de género, de discapacidad o, con especial auge en los últimos años, racial. Incluso, en un efecto contrario, quienes perteneciendo a élites privilegiadas y protegidas sienten que su entorno es, en realidad, el amenazado. Vale con la religión, los idiomas o incluso las opciones sexuales hegemónicas.

Bajar a las aulas para ver que el fenómeno de la intolerancia a la diversidad es tan antiguo como el conflicto en sí, y sin necesidad de que medien amenazas, reales o percibidas, ni peligre recurso alguno

De la intolerancia al racismo hay muy poca distancia psicológica, porque quien no tolera a los discrepantes siente eso porque considera que el ‘otro’ es una amenaza para lo que entiende que es suyo -la tierra, la nación, el trabajo, los recursos-. En una visión extrema, el ‘otro’ es inferior en tanto en cuanto no merece lo que ‘nosotros’ sí.

Esa lectura, por ejemplo, es la que se esconde detrás de la lógica de los ‘perdedores de la globalización’. Son todos aquellos a quienes el panorama geoeconómico actual les supone una amenaza -o así lo sienten- y, por norma general, consideran que beneficia a ‘otros’, pero no a ellos. Por ejemplo, un trabajador poco cualificado que cree que un inmigrante tendrá más oportunidades que él. O, en otro extremo, un autónomo que siente que paga demasiados impuestos que revierten más en ‘otros’ que en él.

Pero basta bajar a las aulas para ver que el fenómeno de la intolerancia a la diversidad es tan antiguo como el conflicto en sí, y sin necesidad de que medien amenazas, reales o percibidas, ni peligre recurso alguno. Así, tener gafas o aparato dental, ser más alto o bajo, más grueso o delgado, pueden ser causas suficientes, en un determinado contexto, para recibir un trato violento del entorno.

La competencia aquí se da por la notoriedad social, que tiende a premiar al fuerte que impone su visión ‘normativa’ de una realidad en la que no cabe la diversidad. Los humanos, en cuanto sociales, son a la vez profundamente antisociales.

La guerra, en versión civilizada

Fuente: Miriam Persand para Yorokobu

La violencia también ha sido inherente al ser humano como forma de gestión del conflicto. De ahí la prevalencia de las guerras, aunque con menor peso según avanzamos como sociedad. O de la necesidad de recrearlas, aunque de forma más civilizada, replicando sus características en espectáculos deportivos de masas en los que hay banderas, grupos de pertenencia, disputas, vencedores y vencidos. Es la sublimación del ‘nosotros’ contra ‘ellos’ que, en consecuencia, deja ver algunas de las caras menos agradables de la conflictividad humana.

Tampoco son nuevas las preocupaciones a ese respecto. Más de un siglo atrás Gustav Le Bon esbozaba las bases de la teoría de masas, que venía a decir que el individuo perdía su capacidad de razonar cuando su identidad se diluía en grupos.

Es decir, que cualquier persona era capaz de ‘dejarse llevar’ por la voluntad de los que tenía alrededor, llegando a hacer cosas que no haría nunca sin esa protección. Una especie de mezcla entre anonimato -ya no soy yo, somos todos- espoleado por el sentimiento de pertenencia. Eso explicaría, por ejemplo, que una manifestación pacífica pueda devenir en un tumulto, o que un respetable padre de familia pueda acabar insultando a gritos en un estadio de fútbol. Incluso que chavales que, de forma individual, no harían nada malo, puedan acabar haciendo la vida imposible a un compañero de clase por cómo viste o qué hace.

Cualquiera a nuestro alrededor es ya esa persona con una visión estereotipada de la realidad, que distingue entre los ‘suyos’, a los que acepta sin matices, y los ‘otros’, a quienes rechaza sin dudas

La cuestión no es ya qué se dice -que posiblemente muchos ni siquiera piensen-, sino por qué esa intolerancia a los ‘otros’. Por qué esa incapacidad manifiesta de aceptar la diversidad de quien no es como ‘nosotros’. Y por qué pervive esa idea de ‘nosotros’ y los ‘otros’ en una enorme cantidad de planos, algunos tan peregrinos como ser de un partido político o un equipo de fútbol.

Cualquiera a nuestro alrededor es ya esa persona con una visión estereotipada de la realidad, que distingue entre los ‘suyos’, a los que acepta sin matices, y los ‘otros’, a quienes rechaza sin dudas, que se siente agraviado por argumentos contra sus ideas, que es incapaz de abrirse a realidades ajenas a las propias y que se parapeta en la aprobación de otros miembros de su grupo de pensamiento.

El ciudadano medio es ya alguien incapaz de tolerar la diversidad porque se siente amenazado por aquellos no comparten su visión. El perfil que trazaba Martín-Baró ya no corresponde solo con el del paramilitar en un larvado conflicto bélico, sino con de cualquier ciudadano polarizado en una sociedad -en teoría- avanzada.