Manifestación de las sardinas en Italia (Wikimedia Commons)
Manifestación de las sardinas en Italia (Wikimedia Commons)

La receta contra el populismo lleva un poco de sardina

El populismo ha emergido en los últimos años con fuerza en un mundo sacudido por el marketing político y la desafección. Enfrente, empiezan a florecer expresiones sociales como el movimiento de las sardinas en Italia, un posible síntoma de los movimientos sociales que pueden estar por venir.

 

‘La casa de papel’ es una celebrada producción española que ha acabado exportándose a varios países del mundo. En ella, una banda de ladrones idea un golpe imposible contra la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, poniendo en jaque a las fuerzas de seguridad del Estado.

El equipo técnico –por así decirlo– lo componen cacos de poca monta con vidas conflictivas, gente que a duras penas podría robar nada sin usar la fuerza bruta. Pero tienen la suerte de contar con un cerebro que hace las veces de un ideólogo que dota al atraco de algo fundamental en toda causa política: un relato épico, una narrativa, una historia que justifique lo que hacen. El Profesor, que así se llama, es en realidad un estratega político.

Por eso parte del plan, más allá de las vicisitudes de cómo hacer una cosa o la otra, depende que la banda de ladrones acabe siendo vista por la gente poco menos que como una guerrilla de liberación. No es que estén atracando el edificio con fines lucrativos, sino que están llevando a cabo una especie de protesta social contra el sistema. Por tanto, hacen parecer que no roban el dinero para quedárselo –que es lo que hacen–, sino para poner en evidencia los mecanismos de un sistema capitalista, liberal y violento.

Vamos, que usan la violencia para quedarse con el dinero de todos mientras simulan denunciar que otros usan la violencia para quedarse con el dinero de todos. La magia de las campañas políticas aplicada a la antipolítica.

El éxito de la serie ha hecho que se lanzaran versiones bailables del Bella ciao, que ha resonado en las discotecas y clubes de urbanitas entusiastas y gente bien, entregados con furor a la pista de baile mientras degustaban gintónics con botánicos. A muchos les hubiera dado un síncope si supieran de qué iba la canción que de pronto les parecía un temazo

Por eso la peculiar banda, formada por exmineros expertos en trapicheos, chonis de barrio, estafadores de medio pelo y hasta mercenarios del Este, acaba coreando el Bella ciao como liturgia para celebrar sus triunfos. El que fuera un himno de resistencia antifascista en la Italia de la Segunda Guerra Mundial, reutilizado como producto de marketing político para una serie sobre el blanqueamiento del latrocinio.

Es una ficción, claro, pero tiene ecos en la realidad que evidencian el extraño momento político que nos ha tocado vivir. Por eso el éxito de la serie ha hecho que se lanzaran versiones bailables del Bella ciao, que ha resonado en las discotecas y clubes de urbanitas entusiastas y gente bien, entregados con furor a la pista de baile mientras degustaban gintónics con botánicos. A muchos les hubiera dado un síncope si supieran de qué iba la canción que de pronto les parecía un temazo.

De la antipolítica al populismo

Es lo que tienen estos tiempos posmodernos. La política, criticada y denostada desde hace años, se ha vaciado de significado. Durante mucho tiempo los ciudadanos han ido perdiendo el interés y la confianza tanto en sus representantes como en las instituciones. La corrupción, la falta de soluciones ante la crisis y la sensación de que los intereses de los políticos no se corresponden con los de sus votantes han ido haciendo mella en la opinión pública de forma irrefrenable.

No solo ha sido culpa del mal hacer de algunos líderes, sino también de quienes reflejan sus errores. Los medios no cuentan las cosas que pasan, sino un resumen de lo que interesa, primándose siempre los hechos más llamativos. Así, un político corrupto es más noticioso que cien honrados. Es la lógica de los medios: siempre debe haber algo que contar, porque titular que en realidad hoy no ha pasado nada provocaría que nadie comprara el periódico al día siguiente. Y, quieras que no, este es un negocio basado en la atención que debe mantener la tensión de la actualidad, aunque no la haya.

El mal hacer político, por tanto, se ha visto amplificado por la labor de los medios, que han acabado por hacer resúmenes diarios de hechos inusuales. ¿Hay políticos corruptos e ineptos? Claro que sí. ¿Lo son todos? Claro que no. Pero la gente cree que sí, y los efectos son devastadores.

No solo los políticos y los medios tienen que ver con este proceso. Los profesores de turno, estrategas políticos que han convertido la política en espectáculo y estrategia aunque sea a costa de vaciar significados, también tienen parte de culpa. Todo vale: puños en alto, himnos libertarios, señalar al rival como un golpista, trazar líneas rojas, alentar vetos ideológicos, debatir en términos maniqueos, azuzar miedos al otro, profetizar la liquidación de la identidad nacional…

Para poner en riesgo la democracia pocas cosas hay tan efectivas como sembrar las dudas sobre su funcionamiento. Erigirse en defensor de un sistema que se bordea, y hacerlo casi siempre señalando a un enemigo que –argumentan– es precisamente el que amenaza con acabar con el statu quo. Que la gente pierda el interés y el afecto por unas instituciones que antes eran garantes de libertad y ahora se perciben como élites poderosas y corruptas es solo el paso previo a proponerse como alternativa.

Es de manual de gestión de poder: tras cada amenaza temible aparece un liderazgo carismático capaz de devolver la confianza perdida. Un outsider crítico con cómo funcionan las cosas que prometa, en función de la ideología opositora, devolver la grandeza al sistema o su manejo a la gente. Quizá hasta ambas cosas a la vez.

Es lo que explica, por ejemplo, que en España se haya vendido el nacionalismo como solución a otro nacionalismo –de hecho, da igual en qué orden del espectro ideológico leas esa frase porque es válida igualmente–. O que un movimiento popular que critica al sistema acabe cristalizando en un partido que forma un gobierno de coalición con el partido que gobernaba cuando tuvo lugar la protesta original.

El líder salvador

El populismo es en sí una consecuencia de la antipolítica. ‘Como todo funciona mal yo traigo soluciones’. A veces el líder ha planeado el proceso, o al menos ha permanecido agazapado mientras se iba larvando, esperando el momento adecuado para emerger. Otras, sin embargo, un movimiento sin líderes visibles ha contribuido a generar el estado de opinión perfecto para que alguien tome las riendas llegado el momento.

Hay miles de ejemplos en los últimos años. Donald Trump en Estados Unidos, Emmanuel Macron en Francia o Nigel Farage en Reino Unido serían tres de ellos: aparentes outsiders que encuentran una corriente favorable y se ven aupados por la desafección que sufren sus rivales. Trump canibalizó al Partido Republicano para emerger contra el sistema vendiéndose como independiente. Macron usó al socialismo para formar un partido personalista vendiéndose como transversal. Farage pulsó el latente euroescepticismo británico para hacerse fuerte en Bruselas vendiéndose como opositor. Los dos primeros llegaron al Gobierno y el tercero ha sido clave para la consecución del brexit.

Ninguno de los tres es un líder antisistema, más bien lo contrario. Pero el discurso con el que emergieron iba justamente en ese sentido: Hillary Clinton era una burócrata corrupta frente a un candidato que costeó su propia campaña; los líderes políticos franceses no podían plantar cara a los ultras del Frente Nacional; la UE esquilmaba el dinero británico. El sistema fallaba y ellos tenían la solución.

Pocos países han evitado sucumbir a esa dialéctica. Tampoco España, como se mencionaba antes, ni mucho menos Italia, que en ciertos sentidos supone un reflejo exagerado y extremo de muchos de nuestros propios impulsos nacionales: nuestra fragmentación política palidece con su dinámica de bloques; nosotros temimos tener una economía intervenida y a ellos les impusieron a un tecnócrata como presidente; nuestro Jesús Gil no fue nada comparado con su Silvio Berlusconi.

Quizá por eso en Italia Matteo Renzi, una especie de Pedro Sánchez adelantado a su tiempo, acabó fracasando como líder político. Y quizá por eso su 15M particular sí haya servido de contrapoder. Y lo ha sido contra un partido que hasta hace bien poco era una formación independentista del norte pudiente –he ahí otro reflejo– y que ha evolucionado a una formación ultraderechista de escala nacional.

Lo popular frente al populismo

Matteo Salvini, líder de esa Liga Norte que antaño quería una Padania independiente y ahora busca una Italia sin inmigrantes, es otro ejemplo de advenedizo reconvertido. Otro Trump, Macron o Farage. Un animal político capaz de reubicarse y aprovechar el momento adecuado para dar el salto al poder. Y como sus adláteres, cabalgaba triunfante ante la incapacidad de sus opositores.

Para alcanzar el éxito necesitó, sin embargo, de unos cooperadores necesarios. En el caso italiano, merced a ese reflejo exagerado, fueron otros antisistema emergidos del ocaso institucional. El Movimiento 5 Estrellas, creado por el cómico Beppe Grillo como crítica al sistema, acabó siendo ya sin él un partido de Gobierno: primero gobernó con Salvini girando a la ultraderecha y después le hizo descarrilar aliándose con los socialistas para mantenerse en el poder.

El precio a pagar por juntarse con los ultras es enorme, como ya vislumbran por su desplome en los sondeos y como se ha comprobado también en España. Solo los populistas de pura cepa, capaces de sobrevivir a sus propias contradicciones, tienen vidas suficientes para cambiar de piel en política y no dejarse la influencia por el camino. Y por eso Salvini, el exindependentista y exmiembro del Gobierno, tenía en su mano una nueva oportunidad para llegar al poder.

Pero, en su enésima exageración argumental, la política italiana ha introducido un giro inesperado en el guion: el temido líder populista de ultraderecha al que ningún otro liderazgo hace sombra ahora mismo perdió las elecciones estratégicas de la Emilia Romaña. Se trataba del bastión norteño de la izquierda que amenazaba con ser la atalaya ultra, igual que en España el sur siempre socialista se ha convertido en el cantón ultra. En ambos casos, la conquista de ese territorio daba alas a su proyecto de país.

La derrota de Salvini en los comicios regionales no ha venido de la mano de ningún líder opositor, sino de un movimiento social que salió a las calles para remover conciencias y movilizar al voto. El movimiento de las sardinas, que así se llama, se ha convertido en el nuevo fenómeno político del país, y muchos auguran si puede ser la medicina contra el populismo rampante. Un movimiento horizontal, transversal, sin liderazgos visibles y que renuncia a convertirse en una formación política –y ahí radica su diferencia con el 15M, al menos de momento–.

Algo espontáneo, no dirigido, contra una corriente que ningún partido ha sabido contener. Algo simbólico, por aquello de elegir a un animal sin épica, común, asequible y ante todo gregario: las sardinas nunca nadan solas, sino en grandes grupos. Un movimiento popular contra un líder populista. Un colectivo de fuera de la política como herramienta para llamar la atención sobre la importancia de la política.

Las sardinas no migran, sino que se esconden en los fondos o emergen a la superficie según la calidez de las aguas. Aprovechan las corrientes y mareas y se reproducen en los sitios donde comen

Las sardinas no migran, sino que se esconden en los fondos o emergen a la superficie según la calidez de las aguas. Aprovechan las corrientes y mareas y se reproducen en los sitios donde comen. Una vida sencilla, cercana, cotidiana. Sin relatos, sin grandezas, sin marketing, sin profesores.

Como todo en Italia, las sardinas son algo apenas exportable. Es más, es difícilmente repetible y posiblemente acabe corrompiéndose en forma de movimiento –político o antipolítico, sistémico o antisistémico, pero corrompido a fin de cuentas–. No son una vacuna, pero sí han señalado el síntoma de la enfermedad que aqueja a las democracias occidentales: la desafección genera monstruos que crecen gracias la pasión de unos y la dejación de otros.

Al menos esta vez han servido para salvar un punto de partido. Y, cosas de la posmodernidad, ellos también entonan el Bella ciao para celebrarlo.