Entre la mayoría absoluta del PP en 2011 y el desplome del bipartidismo en 2015 hubo algo más que una legislatura: hubo un profundo cambio social. Empezó a hacerse visible precisamente en 2011, unos meses antes de las elecciones generales, en un 15M muy político, aunque no fuera político. La desafección en las calles no era solo contra uno u otro partido, sino contra todo el sistema.
Con el tiempo, ese desafecto fue agravándose por los efectos prolongados de la crisis, el enquistamiento institucional y los escándalos de corrupción. Aquel aquelarre político acabó con la resurrección de dos almas políticas que llevaban décadas sin vida: Podemos y Ciudadanos eran la reencarnación de los espacios históricos de IU y UCD, aunque renovados, que volvían para dar la batalla a PSOE y PP. Lo que pasó después es de sobra conocido: en 2014 saltaron al ruedo institucional y en apenas un año y medio se convirtieron en fuerzas necesarias para gobernar. Hasta hoy.
Con sensibilidades y casuísticas diferentes, lo que sucedió en España no es distinto a lo que sucedió en muchos otros países. «Responde a un fenómeno global de quiebra de confianza de los ciudadanos respecto del sistema político, y sucede en todo Occidente y en las Américas», explica Carlos Ruiz-Mateos, director senior de Asuntos Públicos en Llorente & Cuenca.
Siendo partidos de signo muy diferente, ambos compartían una misma visión: nueva política, renovación institucional y sustitución del bipartidismo, y eso les ha servido desde entonces para asestar un gran bocado electoral. De hecho, la tendencia de fragmentación que ellos iniciaron no se ha apagado con el tiempo si se atiende a qué cantidad de votos ha ido para los dos principales partidos y qué cantidad ha ido para el resto.
Así, desde 2014 se han celebrado ocho elecciones nacionales (contando europeas, generales y municipales) y el mejor resultado de la suma PSOE-PP ha sido un 55,6% (en la primera repetición de las generales, allá por 2016). Desde que España dejó atrás la dictadura, el peor momento había sido 1987, cuando sumaron un 57,4%, y hablamos de un año tan extraño como que HB sacó uno de cada tres votos fuera de Euskadi y Navarra justo cuando ETA más fuerte estaba. Ni el peor momento para el bipartidismo de entonces iguala con el mejor momento del bipartidismo en esta España reciente.
Pero Podemos y Ciudadanos compartían algo más, aparte de la idea de renovación. Ambas fueron, en origen, formaciones a la izquierda: una se hizo fuerte a la izquierda del PSOE y la otra a la izquierda del PP. Es verdad que con la perspectiva que da el tiempo habría que recolocar a Ciudadanos más en la derecha liberal que en el centro social, pero fue porque abandonó su posición, y bien que ha pagado por ello.
Podría decirse que el voto de protesta, la respuesta a la desafección, fue en principio hacia la izquierda. Pero pasados ocho años ese ciclo ha terminado: Ciudadanos cabalga hacia su desaparición definitiva y Podemos fía su futuro a una refundación en la que su marca se diluya junto a otras en una alianza tan difícil como inestable. La corriente política mira ahora hacia la derecha.
Atardecer naranja, eclipse morado
Hablar de lo sucedido hace ocho años es como hacer antropología política, y más cuando la realidad es capaz de reescribirse en apenas unos meses. A la espera de las generales que habrán de llegar el año que viene, y a pesar del derrumbe de Ciudadanos y Podemos, el bipartidismo no termina de recuperarse.
En gran parte se debe a que la ciudadanía ha invocado a otra alma que hace posible que siga la fragmentación: es el alma que encarna Vox, otro proyecto de protesta que recupera espacios del pasado, aunque en este caso con un signo marcadamente a la derecha.
¿Han pasado los votos de Podemos y Ciudadanos a Vox? Parece poco probable. Pero el espíritu, en cuanto a combatir al sistema, sí. Vox no es, como sus antecesores, un partido a la izquierda de nada, todo lo contrario. Pero es un partido, como ellos, del desafecto. Aunque en este caso es un desafecto distinto, mucho más radical y enquistado: no es la reacción de los desplazados, sino de los perdedores del sistema y la globalización. Aquellos que ven en la inmigración una amenaza, en la pérdida de tradiciones una afrenta y en la discusión sobre las estructuras y límites del Estado una traición. Muchos votantes han pasado del desamor a la ira.
«Nos equivocamos en anticipar que este movimiento de quiebra de confianza tenía una sola oleada», explica Ruiz-Mateos. «Desde 2011 hemos visto sucesivas oleadas. ¿En qué se diferencian? En que en esta volatilidad de los ciudadanos, y por tanto de los votantes, se van acercando a diferentes soluciones cortoplacistas que a veces tienen un marchamo más de derecha o un marchamo más de izquierda». Y ahora, tras un periodo más hacia la izquierda, España en particular y Europa en general miran más hacia la derecha. No sucede lo mismo en América Latina, advierte, donde es la izquierda la que va ganando terreno.
El cambio tiene que ver con el sentido del voto, pero no tanto con la participación. Basta echar un vistazo a la participación electoral para descubrir que no ha variado tanto en las generales hasta ahora: en los cuatro comicios celebrados desde 2015, la abstención ha estado entre el 28% y el 33%, cuando antes llegó a oscilar entre el 20% de 1982 y el 31% de 2000.
Dicho de otra forma, la abstención se derrumba cuando hay cambio político y repunta cuando hay continuismo. No es que ahora se vote más, es que se vota a más partidos. Y ese cambio parece que sobrevivirá al destino de Ciudadanos y Podemos.
Apunta Ruiz-Mateos que quizá la clave esté en cambiar el criterio que define a los distintos grupos de voto. «Posiblemente no esté basado en la ideología, sino en un nuevo clivaje de moderación contra radicalismo sobre el que está pivotando el sistema de partidos. Es decir, aquellos ciudadanos que están cansados del sistema buscan líderes con soluciones radicales, y por tanto más sencillas, frente a otros que apoyan a líderes que plantean soluciones más moderadas porque probablemente siguen teniendo mayor confianza en el sistema», explica.
Pero si entendemos que el voto de Podemos y Ciudadanos no ha ido a Vox, ¿dónde ha ido? «Creo que hay un efecto, como pasa siempre después de las convulsiones, según el cual la gente vuelve a lo conocido», considera Stéphane M. Grueso, activista social muy vinculado al 15M. «Creo que hay gente que ha vuelto al PSOE, toda vez Pedro Sánchez ha demostrado una enorme resiliencia, igual que el PP se ha comido a Ciudadanos», reflexiona dejando grandes pausas entre sus frases.
Su lectura es más personal, humana, que política: «Creo que sencillamente la gente ahora no está. Yo creo que volverán, pero ahora no está», reflexiona. «¿Dónde estamos?», se pregunta, dejando unos segundos antes de responder. «No tengo una respuesta clara. Creo que estamos sobreviviendo. Han pasado muchas cosas que nos afectan mucho. La pandemia, por ejemplo, ha tenido un enorme coste personal y ha hecho que estemos todos sin la fuerza que teníamos antes», reconoce.
«Creo que la mayor parte está en la abstención, pero no solo en una abstención de votar, política, porque desde el 15M estamos participando de muchas más formas que votando, sino en una especie de abstención vital», apuntilla. Él mismo, por ejemplo, ha sido muy activo en lo social pero, como muchos otros, no ha tomado parte nunca en ninguna estructura política clásica o de partido.
Tantos bloques como identidades
En términos generales, la contestación poscrisis se centró en movimientos más sociales de contestación, que reclamaban más representatividad y renovación en clave de crítica al sistema. Pero con el tiempo todo eso ha perdido el poso social para quedarse solo con el cuestionamiento del sistema, ahora sí, revestido de visión nacionalista y de ruptura global.
No solo fue Trump, o el ‘brexit’, sino también han sido los chalecos amarillos en Francia, los antivacunas en Canadá, los paros patronales de terratenientes que bloquearon la logística en España o la escalada nacionalista de Rusia. Manifestaciones muy heterogéneas que esconden una reacción similar: la crisis y sus múltiples efectos han reanimado pulsiones que se creían extintas en Europa y que nunca habían dejado de existir.
Cada país es un mundo, pero en términos generales, se observan tendencias similares a la de España también ahora. Francia vivió la pujanza de Emmanuel Macron (el equivalente a nuestro primer Ciudadanos), que ha tenido que enfrentarse a una Marine Le Pen en crecimiento (nuestro equivalente a Vox). En Italia, el Movimento Cinque Stelle llegó al Gobierno apostando por la antipolítica, igual que en las recientes elecciones húngaras hubo un partido que se presentó bajo el nombre Perro de dos colas.
También ha habido países que no han necesitado nuevos partidos porque los tradicionales se avinieron a acoger liderazgos mucho más polarizados que antaño como respuesta a la crisis de representatividad. Así, los laboristas británicos tuvieron a Jeremy Corbyn igual que los demócratas estadounidenses casi auparon a Bernie Sanders, mientras que los conservadores tienen a Boris Johnson igual que los republicanos tuvieron a Donald Trump.
«Hay dos tendencias», explica Dídac Gutiérrez-Peris, director de encuestas europeas en Kantar Bruselas, en una línea similar a la de Ruiz-Mateos. «La primera es un ‘antiestablishment’ institucional. La idea era cargarse a los partidos clásicos o darles una buena reprimenda. Así, por lo menos, se explican Trump, el brexit… y también Macron. Para mí esa desafección sigue en muchos países», opina.
«La segunda tendencia sigue siendo la social: el poder adquisitivo sigue siendo la máxima preocupación de los electores, unas dificultades económicas que curiosamente van más allá del empleo, pues este ya no es prueba de sustento», concluye.
En su opinión, «las dos tendencias siguen muy vigentes, pero en particular la segunda. Es probable que estemos viendo una polarización creciente entre unos que se sienten cada vez más abandonados y los que no», generando una «ruptura en el seno de muchas de nuestras ciudadanías occidentales», según su punto de vista.
El problema es que esa situación es «peligrosísima«, a juicio de Ruiz-Mateos, llegándose a poner en cuestión incluso que la solución tenga que ser necesariamente democrática. «A lo largo de la historia, y a lo largo del siglo XX, estas situaciones son las que preceden a épocas muy convulsas. O devolvemos la confianza a las instituciones sobre un Estado de derecho que conceda mayor importancia a la igualdad y que luche contra la desigualdad, o vamos a seguir teniendo durante toda esta década una situación de volatilidad hacia un escenario casi peligroso», advierte.
Otros analistas apuntan a que, más que izquierda-derecha, estamos ante ese eje perdedores-ganadores de la globalización, y en eso liberalismo e izquierda urbanita quedan a un lado, mientras que la derecha reaccionaria gana en bastiones que antes fueron de izquierdas. Por eso ahora el entorno rural y el extrarradio de las grandes capitales mira hacia la derecha, porque se sienten desplazados, desatendidos.
Lo que no hace tanto era un voto de protesta, de desafecto, de voluntad de cambio, se ha convertido en muchos casos en un voto combativo en sentido contrario: de cierre frente a lo externo, de retorno a los valores, de crítica no ya al sistema nacional, sino incluso a la misma globalización.
Mientras, al otro lado, la vorágine de los últimos años pasa factura. «La gente ahora mismo está ocupándose de sí misma y de sus tragedias, con la hipoteca, el covid, la familia…», explica Grueso. «Estamos resistiendo, aguantando, y siguen pasando cosas».
Comenta que a cada cual le mueve algo, pero que a él le preocupa por encima de todo el auge de la ultraderecha: «No quiero que gobierne, no quiero que se legitime, no quiero que se normalice». El ritmo de las palabras sube de intensidad. «Creo que no estamos. Y habría que volver».