Gerhard Schröder fue un político más bien peculiar. ‘Fue’ no porque ya no lo sea, sino porque por culpa de esa peculiaridad tuvo que acabar dejando la política. Ocurrió después de unas elecciones que, según los sondeos, iban a ser desastrosas y que no lo fueron tanto. Perdió, sí, pero por apenas cuatro escaños, lo que dejaba a los socialdemócratas como la primera fuerza en el Bundestag.
Eso de que un socialdemócrata vaya por delante suena a chiste en la Europa actual, pero en el caso de Alemania suena ya casi a milagro: podría decirse que Schröder fue un breve paréntesis entre los larguísimos mandatos de Helmut Kohl y Angela Merkel, ambos conservadores. Una excepción necesaria.
La peculiaridad de Schröder es que hizo casi siempre lo que se suponía que no debía. Hizo que Alemania volviera a participar en una contienda militar -en los Balcanes-, pero rompió la alianza atlántica al negarse a participar en la invasión a Irak de George W. Bush. Dividió a su partido poniendo sobre la mesa reformas económicas que el país necesitaba, pero provocó que Oskar Lafontaine y algunos fieles abandonaran la formación para montar un partido más a la izquierda. Forzó perder una moción de confianza contra sí mismo para poder convocar elecciones anticipadas y poner en marcha las reformas… y curiosamente acabó por no regresar nunca al cargo.
Ese proyecto que partió a la socialdemocracia alemana y que le costó la cancillería es, sin embargo, responsable de que hoy Alemania sea el motor económico europeo y el actual contrapoder a un EEUU imprevisible. Podría decirse que Schröder era un adelantado a su tiempo: un socialista menos de izquierdas de lo que los socialistas eran por aquel entonces. Lo suficiente, por ejemplo, como para acabar siendo amigo de Vladimir Putin y aceptar un puesto directivo en Nord Stream, la canalización que surte de combustible a Europa en una conexión directa desde Rusia… y que explica la permisividad continental con el molesto vecino del Este.
En lo único en lo que posiblemente actuó como se esperaba fue en la política de pactos: Schröder, como buen canciller alemán, no gobernó en solitario. Formó dos gabinetes con Die Grüne, los ecologistas, en una suerte de alianza inevitable habida cuenta de que no se hablaba con Lafontaine después de su espantada, así que no quedaban muchas alternativas a la izquierda.
Del mismo modo, Alemania también ha conocido dos gobiernos formados por otra alianza inevitable al otro lado del espectro, la formada por la democracia cristiana (de Merkel ahora, de Kohl antes) y los liberales del FDP.
Sin embargo, la Alemania unificada ha tenido siete gabinetes distintos… y algunos fueron algo menos ‘inevitables’ que estos explicados: hasta en tres ocasiones una gran coalición entre conservadores democristianos y progresistas socialdemócratas ha regido al país. Y, lejos de convertirse en un territorio débil e inestable, ha ido progresando en lo económico hasta ser lo que es hoy en día.
Pactar como forma de hacer política
Alemania, como Schröder, tiene varias peculiaridades que facilitan esa cultura de pactos. Para empezar, el número de asientos del Bundestag llega a ser -porque varía- casi el doble que el de nuestro Congreso. Para seguir, hay hasta seis partidos ‘relevantes’ para pactar, contando los cuatro que han participado en gobiernos (los conservadores de la CDU/CSU, los socialistas del SPD, los liberales del FDP y los Verdes) y los dos extremos (Die Linke a la izquierda y AfD a la derecha). Ambos factores hacen que la mayoría absoluta sea altamente complicada: Kohl la rozó en 1990 (48,1% de los escaños), igual que Merkel en 2015 (49,3%), pero ninguno la consiguió.
Sin embargo, hay un factor no numérico que es lo que influye de forma determinante en la política de pactos alemana: sienten la necesidad de hacerlo. Es sencillo, Merkel quizá no tenía mayoría absoluta durante la pasada legislatura, pero era más bien descabellado que un Bundestag tan diverso ideológicamente (aunque la ultraderecha aún no estaba presente) se pusiera de acuerdo contra ella de forma homogénea. Dicho de otra forma, aunque no tengan la mayoría, los cancilleres no suelen necesitar pactar. Pero lo hacen.
Eso explica no solo que todos los gobiernos de la Alemania unificada hayan sido coaliciones, sino también que la coalición más común sea la de CDU/CSU y SPD -traducido, conservadores y socialistas-. Y pactar en Alemania no es solo pactar: es montar un gabinete conjunto. Es decir, repartir carteras y cargos entre las formaciones, lo cual obliga a mucho más que un acuerdo puntual de estabilidad: necesitan hacer un programa de gobierno común y consensuado entre gente con ideologías diferentes.
¿Por qué hacen eso? Es difícil responderlo, pero la primera conjetura lleva a la manida expresión de ‘cultura democrática’. Las consecuencias de hacerlo son enriquecedoras para los partidos, aunque también arriesgadas: les resta poder y libertad, y les somete al escrutinio no solo de los ciudadanos, sino también de otras formaciones que son rivales antes que aliadas.
Al otro lado de la balanza, sin embargo, se suman cuestiones muy positivas. Por ejemplo, la representatividad: un Ejecutivo surgido de dos partidos representa a muchos más ciudadanos, a la suma de aquellos que votaron a ambos partidos. No es, por tanto, un gobierno únicamente de ganadores, sino de aquellos que consiguen llegar a un acuerdo. Eso, no obstante, también tiene sus riesgos: ni todos los miembros de un partido pueden estar de acuerdo con pactar con otro (muchos socialdemócratas no votaron a favor de investir a Merkel la primera vez) ni todos los ciudadanos estarán contentos de haber entregado su voto a una fuerza para que apuntale a otra.
Pero, ante todo y sobre todo, este tipo de acuerdos entre diferentes aportan estabilidad y mirada a medio y largo plazo: las reformas consensuadas son más difíciles de revertir y más fáciles de ser bienvenidas por los ciudadanos. No se trata por tanto solo de gobernar por el mero hecho de ejercer el poder, sino de gobernar como forma de introducir las reformas necesarias tengan el coste que tengan -que se lo digan a Schröder y al legado que dejó a su sucesora con unas reformas que a él le costaron el puesto-.
En autonomías sí, en el consejo de ministros no
Cambiemos de escenario. En España la decisión de abstenerse para investir a Rajoy provocó un terremoto jamás visto en el PSOE -y hablar de un terremoto jamás visto en el partido de mayores movimientos sísmicos del país es mucho decir-. En España la decisión de firmar un acuerdo con el PP hizo que arreciaran las críticas contra Ciudadanos. En España, el hecho de que Podemos se acerque a los nacionalistas hace que se hable de que amenazan poco menos que la legalidad constitucional.
En España, por tanto, parece difícil pensar en un pacto de gobierno así. Ha habido acuerdos, como aquel del PP de Aznar con la CiU de Pujol, pero no pactos. Lo más parecido a meter a alguien de otro partido en el gobierno fue cuando el socialista Zapatero hizo a Rosa Aguilar ministra, y ya hacía dos años que había dejado IU.
«No creo que haya aversión al pacto, lo que hay es miedo electoral al precio que haya que pagar por el pacto», explica Imma Aguilar. Y de puntos de encuentro entre diferentes formaciones sabe un rato, porque ha trabajado en los equipos del socialista Eduardo Madina y del líder de Ciudadanos, Albert Rivera. «La mirada de corto plazo y en votos impide mirar hacia el futuro con generosidad y responsabilidad. Es posible que la política de 2017 no esté a la altura de lo que requiere el momento», lamenta.
«Los pactos han sido concebidos como signo de debilidad y solo se han alcanzado cuando no quedaba más remedio para armar una mayoría estable que favoreciera la gobernabilidad, con el componente de ser partidos nacionalistas quienes prestaban dichos votos y, por tanto, ser percibida esa ayuda como una cara contraprestación», explica Ignacio M. Granados, miembro del consejo directivo de la Asociación de Comunicación Política.
Pero eso, aclara, no quiere decir que esa fórmula no exista en España: «Si nos fijamos en las comunidades autónomas y municipios, muchos están gobernados por coaliciones de partidos. Lo que sucede es que en la política nacional no estamos acostumbrados a los pactos, sino a que gobierne un solo partido. Casi el 40% del histórico de los gobiernos entre 1979 y 2011 han sido de coalición», comenta, citando el Observatorio de los Gobiernos de coalición en España.
En la actualidad, hay gobiernos plurales en lugares tan importantes como Cataluña (CDC y ERC), Euskadi (PNV y PSE) o la Comunidad Valenciana (PSPV, Compromís y ECP), por citar tres ejemplos distintos. ¿Es descabellado, por tanto, imaginar un consejo de ministros multicolor a corto plazo? «Ahora es cuando lo veo más claro. Lo que no veo es una gran coalición izquierda-derecha como en Alemania. Creo que los que lo tienen que ver son los partidos de izquierda, porque para gobernar la izquierda requiere de coaliciones. Así ocurre también en otros países en los que se construyen frentes amplios de mirada ambiciosa», opina Aguilar. Y movimientos como el de Podemos y las fuerzas nacionalistas en Zaragoza, reclamando una reforma acordada de la Constitución, pueden ser el primer paso.
«Será la única manera de facilitar la gobernabilidad», explica Granados. «La pérdida de relevancia de los partidos tradicionales ante el empuje de nuevas ofertas partidistas ha redistribuido el arco parlamentario, y para alcanzar gobiernos estables será necesario que dos o más partidos unan sus fuerzas», augura. «Hará falta pedagogía al principio, pero después nos acostumbraremos, como sucede en el resto de Europa. Y nos felicitaremos de que por fin conceptos como diálogo, negociaciones, consenso y pactos sean practicados de forma real y efectiva». Mientras ese momento llega seguiremos enfrascados en la dialéctica actual, donde acordar algo con un rival parece más algo negativo que un gesto de altura política.