«Con el tiempo me he dado cuenta de que no me importa tanto cómo se lo vaya a contar yo a mi hijo sino cómo me lo cuente él a mí. Porque que se lo cuente yo a él es relativamente fácil: yo lo viví, yo lo sufrí. De la memoria y del olvido dependerá la posibilidad de reproducir algo como lo que vivimos». A partir de ahí, al citar a su hijo, la conversación empieza a cambiar. Han sido casi veinte minutos tensos, difíciles, en los que sus respuestas han sido firmes y rápidas, como con prisa por terminar, como sin muchas ganas de responder. No es un buen momento para hablar, pero aceptó hacerlo. Allá fuera, en los pasillos del Congreso, hay ruido de sables, con su partido revuelto y la prensa buscando en él una palabra o una mirada que poder utilizar contra su rival. Por eso Eduardo Madina hubiera preferido no hablar, aunque sea sobre algo mucho más lejano y doloroso.
Su despacho da a la calle, casi al nivel de la misma. Es amplio, con una mesa circular sobre la que apoya los codos y junta las manos. Lleva una camiseta fina de manga larga y con coderas, de color oscuro, informal, en uno de esos extraños días de invierno en Madrid en los que el frío no pasa por las calles gritando y a toda velocidad. El frío lo pone él, aunque su prosa elaborada lo disimule un poco. El tema de conversación no es agradable, porque le cambió la vida de una manera que sólo las víctimas de la desgracia saben medir. Antes de cumplir los cuarenta ya le ha tocado vivir varias vidas, y varias muertes.
Una de esas vidas es la de su hijo, el que cambia el tono de la conversación, que no está presente. Se llama Unax y apenas tiene seis años. Días antes, en la cita en la que se acordó la entrevista, enseñaba fotos suyas en el móvil a otros asistentes en la mesa, miembros del equipo con el que trabajó cuando presentó su candidatura a la secretaría general del PSOE y que son casi de su familia. Sobre la mesa había restos de una ensalada y una pizza compartida de la que apenas probó un bocado. Así es fácil entender su delgadez. De pronto dejó de pasar fotos deslizando el dedo por el móvil. Había encontrado lo que buscaba: una que le hizo el reportero gráfico del equipo después de un mitin. En ella sostenía al pequeño en brazos. «Estaba agotado, ese día fue muy duro», recordaba. «Y le echaba muchísimo de menos».
Eso que tendría que contar a su hijo es ETA. En 2002, cuando tenía veintiséis años, le pusieron una bomba en el coche. Si no hubiera sido porque no estaba del todo bien colocada estaría muerto. Por eso y porque mide casi dos metros, según dijeron los artificieros entonces. La explosión se llevó por delante parte de su pierna izquierda, que tuvieron que amputarle a la altura de la rodilla. Aún hoy tiene que tratarse la herida. Al verle caminar apenas se le nota cojera de ningún tipo, si acaso un pequeño contoneo que se podría achacar a la forma peculiar con la que se mueve alguien tan alto. El guion de su atentado lo escribieron dos chavales que hoy están en prisión. El primero, Iker Olabarrieta, cumple condena en Huelva, y el segundo, Asier Arzalluz, en Sevilla. Ambos en el extremo opuesto de la geografía ibérica, alejados de la tierra por la que empuñaron las armas. Pero Eduardo es de los que piensa que deberían estar más cerca del País Vasco, como se reclama en el mundo abertzale. «El Gobierno ha decidido no hacer nada, que es una manera de estar», dice, pero ve posible «una política penitenciaria más avanzada», que se traduciría en «acercamientos de presos, sobre todo de los que no tienen delitos de sangre, cumpliendo la ley penitenciaria, que dice que todo preso tiene derecho a cumplir su condena lo más cerca posible de su domicilio». Y eso incluye a Olabarrieta y Arzalluz. «No es ‘todos los demás sí pero los que intentaron matarme a mí no’. Es una ley para el conjunto. No vería mal que estuvieran más cerca, no».
Si no hubieran estado poniendo bombas en Euskadi por una patria pura hubieran estado apaleando inmigrantes debajo de las Torres Kio en Madrid, también por una patria pura
Lo que no haría es reunirse con ellos. Sabe que lo han hecho otras víctimas, «y para mucha gente ha servido». Pero él no tiene interés en eso porque «intelectualmente me sugieren más bien nada», espeta torciendo el gesto. «Podría sentarme con otros miembros de ETA, pero con estos chavales…, ¿para qué?, ¿para tratar de diseccionar en qué están y en qué estaban? Creo que si no hubieran estado poniendo bombas en Euskadi por una patria pura hubieran estado apaleando inmigrantes debajo de las Torres Kio en Madrid, también por una patria pura. Me parece que no saben mucho de qué iba en realidad todo aquello. No me interesan, no me generan nada». No titubea al responder, ni desvía la mirada al hacerlo. Sus ojos se clavan tras las lentes de las gafas, que acentúan la fama de intelectual y leído que le precede. Sobre las patillas asoman las primeras canas. Entre aquel atentado y el final de ETA han pasado muchos años y muchas sombras. Quienes le conocen dicen que se refugió en la lectura, que pasaba gran parte del día leyendo y escuchando música. Especialmente después de que su madre, sumida en una profunda depresión, falleciera a los pocos meses de su atentado. En el juicio por el mismo, Eduardo relató al juez que no pudo superarlo. Él, hijo único, estaba profundamente unido a ella, y eso supuso un nuevo mazazo, otra muerte después de la suya, cuando había empezado a andar de nuevo. Y se marchó. Vivió otra vida que acabó siendo muy suya en Bruselas, en el equipo de Rosa Díez, que entonces era compañera socialista y no rival. Allí, alejado de bombas y tiros, conoció a Paloma, su mujer, y acabó por meterse de lleno en política, ya con rumbo a Madrid. Ese paréntesis gigante, de años de duración, acabó de alguna forma en 2011, cuando ETA anunció que lo dejaba.
Un tipo, me paró: ‘Hola, ¿tú eres ese chico del PSOE? Yo soy de Herri Batasuna’. Me dijo: ‘Para mí es un honor conocerte. Dale las gracias a Zapatero por todo lo que hicisteis y sigue así, no cambies nunca’
Desde entonces vuelve a menudo a pasear por las calles y pueblos de su País Vasco natal. Incluso por Arantzazu. «Era un sitio que le gustaba mucho a mi madre, no sé por qué. Fui el día en que se cumplían trece años de su muerte, estas navidades, casi peregrinando para recordarla un poco más. Llevaba también mucho tiempo sin ir porque durante los años duros de ETA yo no podía entrar en esa zona, en el corazón de Gipuzkoa, al lado de Oñati. Cuando bajé, me paré en un bar a comer. Al terminar vino un tipo, me paró: ‘Hola, ¿tú eres ese chico del PSOE? Yo soy de Herri Batasuna’. Me dijo: ‘Para mí es un honor conocerte. Dale las gracias a Zapatero por todo lo que hicisteis y sigue así, no cambies nunca’ «. Al recordar aquello, hace una breve pausa y toca el bolígrafo que hay sobre la mesa. «Es una anécdota, ya lo sé, pero no me había pasado nunca algo que se pareciera a eso en el corazón de esa Gipuzkoa más difícil de acceder para mí. Fue casi extraño. Yo hago una vida ya normal incluso allí…, pero fue sorprendente ese lenguaje, esa conversación. Hace seis o siete años hubiera sido imposible». Ahí, dice, está el cambio. «La conversación me pareció sintomática de un mundo, de un momento, de una época, de un instante histórico que Euskadi está viviendo. Vacunarse contra el odio que llevó a matar gente no me parece una mala manera de estar en el mundo», concluye.
La vida humana es intocable. Matar a alguien no es defender una idea: matar a alguien es matar a alguien
Su peregrinaje, no el de Arantzazu sino el personal, había empezado en un tiempo menos esperanzador. Militaba en Juventudes Socialistas, pero aún no tenía claro si dedicarse a la política o al voleibol, su pasión. El atentado despejó las dudas: el deporte profesional ya no era una opción, y la política parecía la mejor respuesta para él. La bomba, asegura, no hizo mella en sus convicciones. «ETA no tuvo acceso a nada de aquello con el atentado. Como mucho reforzó algunas certezas que ya tenía, como que la vida humana es intocable y que matar a alguien no es defender una idea. Matar a alguien es matar a alguien». Más o menos una década después de que ETA decidiera que Eduardo debía morir, las cosas habían cambiado mucho. El que fuera ministro del Interior y, por tanto, máximo responsable de la política antiterrorista, Mariano Rajoy, se convertiría en presidente del Gobierno, y él llegaría a acariciar la secretaría general del PSOE en la oposición. De haberlo logrado, seguramente hubiera aspirado a la presidencia del Gobierno. Él, una víctima de ETA, habría podido ser el encargado de gestionar el fin de ETA. Pero no, se perdió la oportunidad. «Me presenté a un congreso y perdí, y no voy a volver a presentarme», zanja. A veces la política está hecha de simbolismos, pero no contempla que ese vaya a tener lugar.
ETA quería que todos muriéramos y viviéramos como ellos decían que había que vivir y morir
En ese mismo lapso de tiempo que le llevó desde sus inicios en política al casi liderazgo en el PSOE, ETA ha desaparecido. «Yo creo que toda la democracia es un enorme proceso de paz. Desde Adolfo Suárez hasta Zapatero. Suárez lo empezó y Zapatero lo terminó», asegura. «No, ETA ya no está. Hemos ganado». Lo que ha acabado es, en sus palabras, una imposición, «la que los terroristas tuvieron cuando trataron de elevar su mirada particular, la misma que tenemos cualquiera de nosotros, a categoría de total. ETA quería que todos muriéramos y viviéramos como ellos decían que había que vivir y morir». Y en el guion de ETA él debía haber muerto.
En ese final de ETA Eduardo da muchos nombres. «No creo que tenga un nombre propio exclusivo. Tiene varios. Tiene muchos. Ha sido una obra colectiva de paz que afortunadamente permite que las nuevas generaciones de vascos y vascas nazcan con ETA en las páginas de nuestra historia, no en las páginas de nuestros periódicos». Pero no evita barrer para casa y dar nombres de gente de su partido. Habla de Txiki Benegas, «firmante del pacto de Ajuria Enea en 1988, sin el cual no estaría pasando casi nada de lo que ha pasado desde ese año hasta aquí». Habla de Zapatero, «un presidente que le echó valor para abrir un proceso dialogado en un momento oportuno, sabiendo lo que hacía y con todo en contra». Habla de Rubalcaba, «el ministro de Interior que operó aquel proceso». Habla de Jesús Eguiguren, «que trabajó mucho, muy a fondo, en aguas muy profundas, difíciles de entender para los que nunca entendieron prácticamente nada de lo que estaba pasando allí». Varios de esos nombres a los que él reconoce su acción para terminar con ETA fueron precisamente quienes le dieron la espalda cuando dio el paso adelante para presentarse al congreso. Zapatero, el mismo que le colocó como secretario general de su grupo en el Congreso, pidió avales para su rival. Rubalcaba, quien le confirmó en el puesto, intentó desanimarle en su candidatura. Pero Eduardo de eso no habla. Ni una palabra. El pasado es pasado, aunque una de las muertes que le ha tocado vivir de cerca, la política, fuera a manos de gente tan cercana.
No tengo nada que ver con algunas víctimas que han dirigido la AVT. Sí tengo que ver en que he sufrido un atentado como ellos, pero no tengo nada que ver en el enfoque
Vivió la vida del inicio en política y la muerte del atentado; la vida de la vocación socialista y la muerte en política. Y, aunque no la quiso, le tocó vivir la vida de víctima. En ella ha tenido que escuchar críticas despiadadas de gente que, como él, han hecho de su vida un campo de batalla contra ETA. Era una guerra de relatos, y en algunos esquemas ideológicos no gustaba que una víctima de ETA tuviera un discurso distinto al suyo. «ETA fue un intento de exterminación de la pluralidad y estos tipos han tratado de monopolizar lo que significa ser español, lo que significaba España, lo que significaban las víctimas, lo que significaba la violencia terrorista», responde. «Lo siento, yo no tengo nada que ver con algunas víctimas que han dirigido la AVT. Sí tengo que ver en que he sufrido un atentado como ellos, pero no tengo nada que ver en el enfoque». El enfoque, el relato, la forma de contar la historia. «Es verdad que soy una víctima de ETA, pero al igual que las demás no soy sólo eso. Nadie tiene una identidad unívoca en ningún sentido, yo tampoco».
Un chaval que va a una manifestación un día para que los presos de ETA estén más cerca del País Vasco… ese tío no es ETA
Pero no sólo han sido otras víctimas, o sus rivales políticos. A Eduardo también se le ha criticado duramente desde otros foros, ya sea por la indemnización que recibió tras el atentado, ya sea por algunas declaraciones. Las hay sobre Bildu, del que asegura que «está alejado de la violencia terrorista, no hay conexiones directas con ETA -o sobre ETA-, que cesó en su actividad violenta», dice sin rodeos. «Cualquiera que dude eso sólo tiene que pasear un día por Euskadi. Es otro país, no tiene nada que ver el Euskadi de mi infancia, de mi juventud, o incluso la Euskadi de hace siete años. Es otro País Vasco». Y, precisamente porque es otro País Vasco, ahora intenta pasar todo el tiempo que puede allí. Ese País Vasco previo, el que vivió antes del trauma, era una mezcolanza intensa y dura. «Recuerdo ir en el instituto con gente que terminó formando parte de grupos de lucha callejera, alguno incluso dentro de ETA. Uno de los que tuve en la clase de al lado en BUP terminó en ETA; lo detuvieron en un aeropuerto con destino a Venezuela, o Asia, no recuerdo. Y sí, he conocido a gente que más o menos estaba de acuerdo con unas cosas o con otras». Pero eso último, bajo su punto de vista, no implica estar en ETA. «El todo es ETA fue ridículo, sobre todo porque le quita valor a la parte. Todo no es ETA: ETA es ETA, y punto». ETA, bajo su visión, la formaron «militantes activos que empuñaron armas, colaboraron, financiaron, dieron cobertura, espiaron a otros y pasaron información, construyeron los comandos y dirigieron la organización. Eso es ETA. Pero un chaval que va a una manifestación un día para que los presos de ETA estén más cerca del País Vasco… ese tío no es ETA por mucho que se empeñe quien quiera empeñarse en eso».
Cuando un director de un medio de comunicación con mucha trayectoria en España dice que yo estoy más cerca de ETA que del PP, no habla de mí, habla de él. Un tipo que en una manifestación dice que yo soy un etarra y un no sé qué no habla de mí, habla de él, nos cuenta qué es
Frases como esas le han costado caras. Al mencionarlo alza la mirada y cierra la mano, apuntando con el dedo a la mesa al referirse a lo que un director de ABC le espetó años atrás. «Mira, cuando un director de un medio de comunicación con mucha trayectoria en España dice que yo estoy más cerca de ETA que del PP, no habla de mí, habla de él. Un tipo que en una manifestación dice que yo soy un etarra y un no sé qué no habla de mí, habla de él, nos cuenta qué es». Entonces se lleva la mano al pecho y termina: «Yo reivindico su derecho a pensar distinto a mí. Nunca insulté a ninguna víctima y estoy orgulloso por ello». El error, quizá, está en hablar de víctimas como algo monolítico, como un solo mundo. «Hay víctimas que hablan mucho y víctimas que no hablan nada, víctimas muy recordadas y víctimas muy olvidadas. Momentos que ha vivido Euskadi muy famosos, que acaparan mucho espacio mediático, y otros momentos que han pasado más desapercibidos».
El hermano de ‘Yoyes’ votó en contra de la condena del asesinato de ‘Yoyes’
Esas dicotomías también las ha vivido él con sus posiciones, y un ejemplo fue la aprobación de la Ley de Partidos. «He tenido dudas con algunas marcas ilegalizadas de última hora y fui muy crítico con la ilegalización de Batasuna en el momento en que se estaba discutiendo aquí en el Congreso. Pero no me ha costado nada reconocer tiempo después que ha sido una ley útil en la lucha antiterrorista, que ha acelerado el fin del terrorismo y que ha clarificado el posicionamiento político de los partidos que jugaban dentro del espacio electoral». Esa ley cambió muchas cosas y posibilitó, años después, que hubiera un lehendakari no nacionalista, del Partido Socialista y, además, amigo suyo. Esa ley impuso el silencio en las urnas para la izquierda abertzale. El silencio al otro lado era el de la sociedad vasca, un silencio que Eduardo reconoce. «Recuerdo bien el asesinato de ‘Yoyes’. Fue en un pequeño pueblo de Guipúzcoa, con su hijo en brazos, durante las fiestas, en la plaza. Recuerdo bien que su hermano, cuando el Partido Socialista llegó al Pleno a condenar aquel atentado, votó en contra». Toma aire, pasan dos segundos, e insiste: «El hermano de ‘Yoyes’ votó en contra de la condena del asesinato de ‘Yoyes’ «.
Entonces él era un niño, pero ese era el País Vasco en el que creció, como tantos otros. «Recuerdo bien lo que aquello detonó. Que los primeros intelectuales, profesores y militantes pacifistas antifascistas en Euskadi, que eran muy pocos en el ’86, se fueran a ese pequeño pueblo de Guipúzcoa a protestar contra el asesinato de ‘Yoyes’ por haberse reinsertado a través de los primeros canales puestos en marcha por el Gobierno de Felipe González, tras su viaje a México y Francia. Y recuerdo bien un artículo de Juan Mari Bandrés en El País del País Vasco en el que decía: ‘Ha comenzado en Euskadi una nueva lucha antifascista’ «. De nuevo, un breve silencio tras el que vuelve a repetirlo: «Antifascista». Vuelve a tomar aire y sigue. «Recuerdo bien aquel momento, donde gente de muchas miradas, muy plural, que no había tenido nada que ver con la militancia activa en ETA, fueron a jugarse la cara a aquel pequeño pueblo de Guipúzcoa contra aquel atentado de ETA. Mi sitio es ese. Yo me encuentro cómodo ahí, en ese relato que defendió la pluralidad, que luchó contra ETA sin miedo y que supo poner la vida humana por encima de las ideas políticas de un tipo o de otro. Sé que hay otros que han hecho otras cosas. Cada cual que mire atrás».
Ha habido un enorme sector de la sociedad vasca que ha comprendido las razones de ETA. Es algo que no está tanto en el corazón podrido de las malas personas, sino en el silencio cómplice de las buenas
Atrás lo que hubo fue silencio. «Ha habido un enorme sector de la sociedad vasca que ha comprendido las razones de ETA. Es algo que no está tanto en el corazón podrido de las malas personas, sino en el silencio cómplice de las buenas, que durante mucho tiempo dijeron que todo aquello que signifique matar y morir en las calles de Euskadi no va conmigo porque yo no soy periodista, yo no soy político, yo no soy empresario, yo no estoy señalado por ETA y, por tanto, toda esta película no va conmigo. Durante mucho tiempo hubo un espacio social de apoyo y un espacio social de indiferencia», asegura. Ese espacio social de indiferencia se construyó, en su opinión, con miedo. «El atentado no es el inicio de nada, sino el final de una cadena que comienza mucho antes, con la señalización política del extraño, del distinto. Tú dejas de ser un ciudadano o una ciudadana y empiezas a ser un español, un colaborador, un ‘maketo’, da igual, pon el concepto que quieras. Esa señalización política del extraño ya reduce el espacio donde ETA mira». Eso labrado a fuego lento durante décadas. «Hay una cierta construcción política de la distancia. Hubo mucha gente en Euskadi que no tenía problemas en vivir en su comunidad de vecinos con un chaval que llevara una camiseta de ‘Gora ETA’, pero a la que le generaba una cierta distorsión vivir con un guardia civil o con un policía nacional que pudiera ser objeto de un atentado en un momento determinado. Eso está en la base de lo que después sucede: cuando saltaba la noticia de la explosión de un coche bomba o el tiro en la nuca a alguien eso no era el principio de nada, sino el final de una cadena que comenzaba mucho antes».
Mucha gente en Euskadi que no tenía problemas en vivir en su comunidad de vecinos con un chaval que llevara una camiseta de ‘Gora ETA’, pero a la que le generaba una cierta distorsión vivir con un guardia civil o con un policía nacional
ETA, según su razonamiento, sería la expresión de algo intrínseco al ser humano. «Nos cuesta seguir aceptando la idea de Dios si no es el nuestro, nos cuesta seguir aceptando la idea de patria si no es la nuestra, nos cuesta seguir aceptando al extraño, al diferente, si distorsiona, amenaza o cuestiona siquiera alguna de las certezas con las que nos explicamos a nosotros mismos». La tolerancia al otro, dice, «es algo casi excepcional». Eso es así de forma especial para gente que tiene una visión particular del mundo. «Recuerdo a Arnaldo Otegi en ‘La pelota vasca’, donde dice algo como que el día que los jóvenes vascos estén en internet, hablen en inglés y vistan ropa americana, la vida habrá perdido su sentido tanto que no merecerá la pena vivirla. Vincula el hecho de la vida humana sólo a un determinado modelo de entenderla. Para él, si no cumple con determinados requisitos, es mejor morir. Es la búsqueda casi de la excelencia en el pensamiento romántico, una idea de pueblo vasco mitológico de leyendas, invariable en el tiempo, una proyección casi de la idea de Dios en forma de identidad colectiva o de idea de patria. Para esos aceptar la pluralidad es muy difícil».
Pero las cosas acabaron cambiando. Al pedirle una pregunta para otro entrevistado apenas lo duda: quiere mandársela a quien es amigo y estrecho colaborador de Otegi, uno de los rostros más reconocibles de la Herri Batasuna de hace años y ahora parte de Sortu. «Se la voy a mandar a Joseba Permach», dice. «Es un tipo muy listo». Y empieza a escribir. Le pregunta por un libro y por una opinión, y lo hace con la normalidad que décadas atrás hubiera sido impensable. Desde aquel 19 de febrero de 2002, la fecha que ETA escribió para su muerte, han pasado mucho más que años. Han pasado vidas. «Costó, se pagó un precio altísimo. Pero ganamos».