Cristina Cifuentes (Fuente: Wikimedia Commons)
Cristina Cifuentes (Fuente: Wikimedia Commons)

Primarias ficticias: aclamar a un líder sin apenas votarle

Las victorias internas de Cristina Cifuentes en la Comunidad de Madrid e Isabel Bonig en la Comunidad Valenciana esconden varios ‘peros’: sí, han ganado de forma clara… pero sin tener que competir contra nadie.

 

A veces los titulares pueden ser engañosos. Porque sí, es incuestionable que Cristina Cifuentes arrasó en las primarias del PP de Madrid (86,3% de los votos), como también lo es que Isabel Bonig hiciera lo propio en el PP de Valencia (97,4% de los votos). Sin embargo, ambos hechos esconden varios peros.

El primero, que apenas les votó gente: a Cifuentes 6.944 afiliados de los 94.000 inscritos, nada comparado con los más de 800.000 que asegura tener el PP madrileño; a Bonig le han votado 6.824 afiliados de los más de 150.000 que dicen contar en el PP valenciano. Al menos la primera sí tuvo rival -Luis Asúa, que sólo ganó en dos distritos de la capital y pasó inadvertido en la comunidad-, porque la segunda ni siquiera eso. La pregunta parece clara: ¿la baja participación es problema de que se hinchan los censos o de que el PP no arrastra a su militancia a participar?

Más allá de probar lo primero, y de si es más o menos difícil movilizar a un electorado conservador a un proceso de democracia interna, tampoco es que el partido haya puesto demasiado de su parte. Ciertas voces dentro del PP habían pedido aplicar la fórmula de que la militancia vote, pero el aparato, contrario a tal aperturismo, logró como punto medio una especie de ‘democracia tutelada’: los afiliados votan en una primera ronda y, en caso de ser necesario, los compromisarios lo hacen en una segunda.

En consecuencia, fuera de los grandes escaparates de Madrid y Valencia, las cifras de participación tampoco han sido brillantes en otros congresos regionales: en Castilla-La Mancha ha votado el 6,5% de los afiliados, en Andalucía el 8,5%, en Canarias y Asturias el 10,3%, en Cataluña el 10,4%, en Aragón el 11,4% y en Cantabria -donde hubo dos candidaturas igualadas- un destacado 24%. Primera conclusión: si al menos hay disputa, la participación sube.

A día de hoy, el PP es el único gran partido que sigue reacio a abrir los votos a sus bases. Sus líderes son designados, no elegidos -salvo las excepciones madrileña y cántabra, de momento, y la primera con ‘peros’-. Eso genera que sus candidatos obtengan impresionantes victorias en lo porcentual… aunque no tanto en número de votos.

De hecho, desde que AP se convirtió en el PP, siempre han aclamado al líder con más del 95% de los votos de los compromisarios… salvo en aquel tenso congreso de Valencia en el que Rajoy tuvo un inédito voto de castigo (409 votos en blanco), que le valieron la menos abultada de cuantas victorias ha habido en el partido: aquella vez ‘sólo’ fue elegido por el 84,24% de los compromisarios (un 82% si se computa el voto nulo).

Mucho más llamativo es el caso de Ciudadanos. La formación naranja ha abrazado la dinámica aperturista de que sean los militantes los que decidan… pero lo han hecho con cuotas de participación muy discretas. Porque sí -de nuevo el titular engañoso-, Rivera ganó con el 87,3% de los votos… pero en números reales obtuvo sólo 5.999 votos de militantes, por los 452 de Diego de los Santos y los 423 de Juan Carlos Bermejo. Así, en las primeras primarias de la historia del partido ha votado el 34,3% de los inscritos (unos 22.000, en un censo mucho más reducido del que presume el PP).

En Podemos los censos que se manejan son mucho mayores. No es tanto porque el partido tenga una base mayor -de lo contrario hubieran tenido mejores resultados electorales- sino porque reducen los requisitos de participación -en lo que al pago de una cuota se refiere, por ejemplo-.

Así, Pablo Iglesias ha ganado dos veces, la primera con el 88,6% de los votos y la segunda con el 89,08%. Porcentajes al margen, los votos absolutos lucen mucho más: en sus primeras primarias obtuvo 95.311 apoyos, a años luz del segundo candidato (entonces hubo 61 personas en la contienda y ninguno salvo el ganador pasó del 1%, mientras que el voto en blanco llegó al 8,47%). En las segundas primarias Iglesias sumó 128.742 votos, ocho veces más que Juan Moreno Yagüe, su único competidor -porque la lista de Íñigo Errejón también contemplaba a Iglesias como secretario general-.

Las guerras del PSOE

Ahora bien, para poner la emoción ya existen los socialistas. Desde el 34º Congreso, en el que Felipe González designó a Joaquín Almunia como sucesor, instauraron un sistema de primarias. Primero se llevó a cabo a través de delegados -y así sería durante cuatro congresos más- y más tarde, desde el último (que fue extraordinario), han sido abiertos a la militancia.

Y, salvo la balsa de aceite que fue la etapa de Zapatero en el Gobierno, todas esas citas han sido auténticas batallas por el poder. Así, mientras el expresidente cosechó victorias casi unánimes (95,81% en el 36º Congreso y 98,53% en el 37º), nadie ha logrado el liderato con más del 52% de los votos con este sistema.

La más reñida de las elecciones, aún con los delegados como votantes, fue precisamente la que encumbró a Zapatero por encima de Bono por sólo nueve votos (un 0,9% del voto). Rubalcaba, con el mismo sistema, se impuso a Chacón de nuevo por un margen irrisorio (22 votos, un 2,31% de los votos).

Las primeras primarias de verdad, con la militancia votando, mostraron una contienda más desigual, pero un músculo de participación muy superior al del PP o Ciudadanos y similar a las de Podemos. Al final, más de 120.000 personas votaron, casi la mitad de ellas a Pedro Sánchez, lo que le bastó para ganar a sus dos rivales -Madina y Tapias-.

Así las cosas, las primarias son a la vez una demostración de salud democrática con un posible alto coste en términos de unidad interna. Al menos, claro, cuando se abren a la militancia y no únicamente a un número limitado y controlado de representantes, ya sea de forma directa o indirecta.

La controversia entonces reside en la holgura de la victoria, en quiénes y por qué se oponen a candidaturas únicas y, sobre todo, en qué condiciona la participación. Y en ese sentido, lo abierto del proceso, lo hinchado del censo y la existencia de una contienda real entre distintos candidatos condiciona la credibilidad final del proceso (y la forma de enseñar los resultados).