Es difícil entender que una organización que nace para batirse en duelo en las urnas de forma democrática no elija a sus propias estructuras de la misma forma. Es cierto que eso implica por lo general un alto coste: convertir a los compañeros de partido en rivales políticos a batir es la forma más fácil de desangrarse a machetazos -políticamente hablando-, ayudando más a tus rivales que a ti mismo. Pero también es verdad que ni siquiera las designaciones resultan pacíficas: Aznar eligió a Rajoy frente a Rato y con los años se convirtió en un rival interno, hasta el punto que ha acabado saliendo del PP y amenazando con crear un nuevo partido.
Ejemplos sobran. En EEUU a Obama le costó que Bill Clinton hiciera campaña por su reelección después del tormentoso proceso de primarias que el presidente saliente tuvo que pasar con Hillary Clinton, y poco importó que al final le integrara en su equipo como secretaria de Estado… a fin de cuentas, también a Obama le ha costado hacer campaña por ella en las recientes elecciones. Aunque mucho más les costó a los seguidores de Sanders, el último rival demócrata de la exprimera dama, y parte de ese desencuentro fue aprovechado por Trump para ganar. A río revuelto, ganancia de pescadores…
En Europa, más de lo mismo. Corbyn ha tenido que pasar dos primarias en un año para que dejen de moverle la silla en el Partido Laborista británico, y ahora las dos grandes alas ideológicas clásicas en Francia se baten en sendos procesos no siempre tranquilos. Que se lo digan si no a Fillon, Juppé y Sarkozy en la derecha, o a Macron, Valls y Montebourg en la izquierda. En Italia Matteo Renzi logró con estrategia lo que no consiguió en las urnas para desplazar a Pier Luigi Bersani.
En términos generales, las primarias son procesos traumáticos en los partidos, que sólo se curan -y no siempre- cuando se consigue que el vencedor acabe ganando también las elecciones
En términos generales, las primarias son procesos traumáticos en los partidos, que sólo se curan -y no siempre- cuando se consigue que el vencedor acabe ganando también las elecciones, y de eso en España hay varios ejemplos. Es cierto, eso sí, que hay menos casos de primarias, fundamentalmente porque es una figura que no existe en el partido del Gobierno -en el PP se designan los líderes y se votan, pero no hay proceso de primarias- y porque en el PSOE se celebran desde que se marchó Felipe González. Nuestra breve democracia no da para mucho más, pero en general los resultados siempre son igual de sangrantes.
Así, suceder a González trajo la bicefalia de Almunia como secretario general y Borrell como candidato. De hecho, el proceso no terminó hasta que en unas primarias entre cuatro candidatos, un sorprendente Zapatero derrotó a Bono por la mínima. Años después Rubalcaba ganaría no sin esfuerzo a Chacón, y Sánchez arrasó a Madina antes de que su valedora, Susana Díaz, le arrasara a él. En todos estos procesos se han dado dos tónicas comunes: la disputa entre la ‘alta alcurnia’ socialista y candidatos outsiders y trágicos finales. Borrell tuvo que dimitir. Chacón acabó marchándose de nuevo (para, de nuevo, volver y, de nuevo, marcharse). Sánchez fue descabalgado por el aparato.
En UPyD el final del partido sobrevino cuando la cúpula del mismo derrotó a los críticos, que comenzaron a abandonar en masa las filas de la formación. Algunos dejaron la política, otros se pasaron a la bancada socialista y muchos más, a la de Ciudadanos.
En Podemos la cosa no ha sido distinta: aún no se ha celebrado su segundo gran cónclave y existe una enorme ruptura interna entre los bandos. Si antes las divisiones eran entre anticapitalistas y el núcleo de Iglesias, ahora es entre ‘pablistas’ y ‘errejonistas’. Y eso por no hablar del rosario de primarias regionales que no siempre han acabado bien (el caso vasco es quizá el paradigmático).
En definitiva, parece democráticamente saludable poder elegir en las urnas a los líderes y candidatos de cada partido. La cuestión es si una estructura de poder tan larvada como una organización política está siempre tan bien empastada como para superar las tensiones internas que provoca el hacer de los compañeros de filas los rivales políticos a batir.
Quién vota, a quién y cómo
La cuestión es cómo hacer unas primarias para elegir a un líder y que eso no desangre al partido. El primer problema quizá viene de ahí: no se elige en realidad a un líder, sino a todo un equipo gestor. De esta forma, y salvo excepciones -como el reciente caso del PSC-, los perdedores acaban excluidos y el bando vencedor acaba controlando todo el partido.
Pero antes del encaje de los derrotados en el organigrama llegan los tres grandes problemas: cómo limitar quién se presenta, cómo limitar quién vota y cómo articular las listas.
La necesidad de limitar quién se presenta parece obvia. Un partido político es una organización que responde a ciertas ideas y postulados, que si bien pueden cambiar y evolucionar a lo largo del tiempo, tienen que moverse sobre ciertos raíles sobre los que se mueve su electorado. Es, en definitiva, su razón de ser. Por eso, y más allá de debates generacionales y de la experiencia de gestión, los partidos deben decidir cómo cribar las candidaturas.
Eso entronca con la siguiente cuestión: cómo decidir quién vota. En el espíritu de unas primarias reside la intención de abrir el voto a cualquiera… pero a cualquiera que pertenezca al partido. Haciendo el símil electoral, en las generales vota cualquier ciudadano del territorio a partir de cierta edad, de forma consciente, independiente y con ciertas garantías. En los partidos se busca lo mismo, pero cada uno lo hace de una forma.
La forma más común de hacerlo, además de elaborar un censo con datos reales de los participantes -para evitar infiltraciones interesadas- es la exigencia del pago de cuotas o el tiempo de membresía: sólo alguien que lleve cierto tiempo dentro del partido (normalmente no es más de uno o dos años) puede ser candidato o votar.
En este punto entran tres términos sobre los que ni siquiera hay consenso porque cada formación los define y utiliza de una forma. En términos generales se distingue entre simpatizante -alguien que participa de forma activa en el partido, al que apoya, pero sin obligaciones más allá- y militante -alguien que paga cuota al partido, tiene mayor voz y también mayores compromisos-. Luego estaría la difusa figura del afiliado, que en algunas formaciones se calcula sumando las dos anteriores.
En los grandes partidos se suele usar la figura de los delegados: en función de lo grandes o pequeñas que son sus organizaciones territoriales, cada una de ellas tiene cierto número de representantes que votan. Esa fórmula tiene una ventaja clara -reducir el censo y hacer manejable la votación- y varias desventajas -es difícil saber hasta qué punto un delegado vota por lo que sus bases quieren o por la tendencia a la que pertenece-. En un sistema delegado controlar a quienes emiten esos votos supone controlar el destino del partido.
De la misma forma, tampoco podría presentarse cualquiera, no ya por tiempo de pertenencia o por pago de cuotas, sino por poder presentar ciertos avales que muestren que cuenta con respaldo preliminar de cara a la campaña. Eso tiene como punto positivo el eliminar a candidatos excéntricos e irrelevantes, pero también fija una barrera de entrada quizá demasiado alta para los renovadores -porque, evidentemente, los candidatos ‘oficialistas’ no tendrán problema alguno-.
Cómo votar y cómo encajar
Una vez decidido esto queda el problema de las listas y los encajes. Porque si se vota a una lista se vota a un equipo, no a un candidato, y eso es bueno porque aporta más nombres y una idea de proyecto, pero malo porque deja poco hueco para visiones más plurales. Es cierto que hay candidatos vencedores que tienden la mano a algunos de los derrotados, pero también es cierto que suele ser un gesto más de cara a la galería que con efectividad real.
O hay una mayoría absoluta que tome decisiones y marque un liderazgo claro, o hay una mayoría diversa que obligue a la negociación y al pacto porque aglutina visiones distintas sobre un mismo enfoque
Una alternativa es la de las listas abiertas, que permitan por un lado elegir a un líder y por otro crear un equipo. Sin embargo a efectos prácticos eso puede tener dos consecuencias complicadas: una, que la mayoría de votantes en realidad van a votar en bloque a la lista a la que apoyen; dos, que en caso contrario se pueda dar una situación de bloqueo si el equipo resultante mezcla visiones enfrentadas.
Al final, en la política interna de los partidos sucede como en la política ‘real’ de la calle: hay dos alternativas, o una mayoría absoluta que tome decisiones y marque un liderazgo claro, o una mayoría diversa que obligue a la negociación y al pacto porque aglutina visiones distintas sobre un mismo enfoque.
Lo primero es gestión, y lo segundo es política. Y cabría esperar que se pudiera ejecutar lo primero haciendo lo segundo, especialmente en un partido donde se supone que las visiones son comunes… aunque no siempre lo parezca.