Que a la corona no le van bien las cosas en los últimos tiempos no es una novedad. Por más que la abdicación del Rey Juan Carlos I en 2014 fuera un intento de renovar la imagen de la institución e intentar pasar página, seis años después puede afirmarse que el objetivo no se ha logrado del todo.
Eso es así no porque el actual monarca haya incurrido en los errores de su padre, sino más bien porque sigue arrastrando los problemas del pasado. A saber, los desmanes del Rey emérito y las controversias de su entorno familiar, ya sea en forma de escándalos de corrupción de su hermana o su padre, ya sea en controversias por unos sobrinos menos discretos de lo que solía gustar a la familia real no hace tanto.
Dadas las circunstancias, la desafección puede ser complicada de controlar si al caldo de cultivo de los problemas familiares se le añade un creciente descontento social por las crisis
Puede decirse que en realidad Felipe VI ha heredado gran parte de sus problemas, pero eso sólo aminora el desgaste, no lo impide. Además, dadas las circunstancias, la desafección puede ser complicada de controlar: si al caldo de cultivo de los problemas familiares se le añade un creciente descontento social por las crisis -la antigua y la actual- y algún que otro error en la estrategia comunicativa en estos tiempos complejos, el resultado es un panorama delicado. No crítico, ni mucho menos, pero sí delicado.
Es paradigmático que Juan Carlos I viviera unos últimos años de reinado tan tumultuosos. Él, símbolo de la Transición y de la construcción del régimen democrático actual, tantas veces protegido por unos medios que amortiguaban su desgaste ante una opinión pública casi siempre permisiva, acabó dejando el cargo de forma precipitada ante la pujanza del descontento social y el fantasma del fin del bipartidismo. Se interpretó entonces que era mejor una renovación a tiempo, con un Congreso todavía predecible y estable, que demorar el final a riesgo de poner en riesgo la sucesión. Y la idea tenía sentido.
La ruptura con el discurso del ‘procés’
Si el Rey emérito, con toda la protección con la que contaba, no pudo sobrevivir al golpe se antoja difícil que el nuevo monarca pudiera hacerlo sin contar con un colchón similar. Eso podría explicar la controvertida reacción de Felipe VI ante la escalada soberanista catalana. Si bien fue muy aplaudida por los contrarios al ‘procés’, el hecho de que tomara partido en una cuestión política con un discurso tan agresivo y ataviado con el uniforme militar soliviantó aún más a quienes abogaban por una salida negociada a la crisis. Una tesitura inusual para la corona.
La estampa del monarca tenía un referente inequívoco: el discurso igualmente tajante y con galas militares de su padre durante el golpe de Estado fallido del 23-F. Buscaba un golpe de efecto institucional, un colchón de confianza y aceptación igual que el que logró Juan Carlos I y que durante tantos años le sirvió de escudo ante la ciudadanía. Pero erró el tiro.
Es difícil trazar paralelismos entre la desobediencia institucional catalana con un golpe militar pistola en mano pocos años después del final de la dictadura
El problema es que en este caso el contexto era muy distinto: es difícil trazar paralelismos entre la desobediencia institucional catalana con un golpe militar pistola en mano pocos años después del final de la dictadura. Y eso, por más que los argumentarios políticos de algunos partidos estatales lo repitieran, no cala de la misma forma que caló el papel de la monarquía el 23-F.
En cierto modo aquel día hubo una ruptura con una parte de la sociedad. Y aunque esa parte no fuera mayoritaria sí fue simbólica. Si el problema era de no sentirse parte de España la alocución del Rey contra una postura política hizo a muchos sentirse aún menos parte del Estado. No es que su postura fuera inesperada, pero sí lo fueron la puesta en escena y el tono.
Al margen del caso catalán, ha habido otros dos momentos críticos en los que el monarca ha podido significarse. El primero ha sido el dilatado bloqueo político, y el segundo el estallido del coronavirus. Y de nuevo ha habido errores de comunicación relevantes.
Bloqueo, corrupción y coronavirus
En el primer caso la Casa Real decidió no intervenir, lo cual encaja con el rol tradicional de neutralidad política de la institución. Hacer un llamamiento a los partidos a desbloquear el país se hubiera podido interpretar como decantarse en favor del candidato ganador -en este caso Pedro Sánchez-, lo cual hubiera sido un error.
El segundo caso, el del coronavirus, se ha visto empañado por la publicación en la prensa británica de un fondo con dinero de origen dudoso a nombre del Rey Juan Carlos. La rápida respuesta de la Casa Real, con medidas concretas y de calado, evidencia que estaban al corriente de la situación: sabían que el asunto se iba a hacer público y sólo cabe la duda de si también sabían el momento en que se airearía.
Existe la duda de si fue una voladura controlada o no. Es decir, si asumiendo que el escándalo se conocía, se eligió justamente el momento del coronavirus para que estallara
Ante esta situación hay dos cuestiones que clarificar para evaluar la respuesta del monarca. Primero, ¿favorece o perjudica la coincidencia temporal de ambos asuntos para los intereses de la corona? Segundo, ¿hizo bien en no mencionar el tema de su padre cuando habló del coronavirus?
Sobre el primer punto existe la duda de si fue una voladura controlada o no. Es decir, si asumiendo que el escándalo se conocía, se eligió justamente el momento del coronavirus para que estallara. Puede llamar la atención plantear algo así, pero en realidad es de primero de gestión de crisis política: que un problema grave tenga otro problema grave con el que taparse, y sucede de forma recurrente.
Sin embargo en este caso es dudoso que sea así, más que nada porque podría suponer un error de comunicación aún más importante que el del discurso del ‘procés’. Vale que la ciudadanía ahora tenga otros asuntos más importantes en los que centrarse, pero también es verdad que los ánimos están más exacerbados que de normal por todo lo que está sucediendo y que el impacto de la crisis económica que se acerca puede abrir una fase peligrosa en lo que se refiere a los afectos institucionales.
La segunda duda redunda en ese planteamiento: la percepción general de la ciudadanía es que ni el discurso del monarca ni las alocuciones del presidente del Gobierno aportan en sentido práctico sino sólo sentimental, y eso sólo llega a los afines. En tiempos de una emergencia como la actual sólo se valoran -a favor o en contra- el anuncio de medidas concretas o la publicación de nuevos datos, y ninguna de ambas cuestiones es competencia del monarca.
Muchos valoran un mensaje tranquilizador, pero para otros muchos pone en evidencia que en una crisis relevante la corona no aporta en términos prácticos para solventar un problema
Dicho de otra forma: muchos valoran un mensaje tranquilizador, pero para otros muchos pone en evidencia que en una crisis relevante la corona no aporta en términos prácticos para solventar un problema. No es su papel, claro, pero es lo que la ciudadanía demanda ahora de las instituciones.
Así las cosas, el peligro es latente por muchos factores. A saber, el contexto familiar es contrario, hay riesgo de desafección creciente y además se cometen errores comunicativos a la hora de hacer de la institución algo útil y necesario como lo fue en los albores de la democracia. No es que la monarquía esté en cuestión, pero sí es verdad que en estos últimos seis años al menos algunos sectores han verbalizado un descontento inédito durante décadas.
Hay herencias de las que no se puede renunciar aunque se quiera. Está por ver si eso no acaba con la única herencia que ahora mismo el monarca quiere mantener: la de su trono.