«La palabra ‘cambio’ es imbatible. Y ahora ellos se han hecho con esa bandera, así que contra eso poco podemos hacer». La confesión la hacía en privado un alto dirigente socialista en las postrimerías del zapaterismo, consciente del naufragio que les esperaba. Las emociones son una fuerza poderosísima en política. Cuesta mucho despertarlas, y otro tanto controlarlas, pero cuando se consiguen manejar al servicio de una idea son imparables. Y, al poco, se agotan.
Eso es precisamente lo que consiguió Barack Obama. Lo hizo en aquel memorable discurso de la convención demócrata en 2004, y lo terminó de materializar cuando ganó las elecciones cuatro años después por una enorme mayoría y consiguió ser el primer presidente negro de la historia de EEUU. Entonces la palabra clave de su campaña fue «Hope» («esperanza»), y fue un arma imbatible.
El primer problema al que se enfrentó Obama fue él mismo. Eran tales las expectativas que él mismo había levantado que era prácticamente imposible no decepcionar. Por eso la de 2012 fue una campaña tan complicada. Ahí ya no valían los mensajes emocionales, porque ese potente recurso se había agotado. Entonces tocaba bajar a la tierra, patear lugares complicados, y enfrentarse más a los hechos que a las ideas.
Aquella campaña estuvo marcada por los efectos de la crisis económica y sus demoledoras consecuencias en el desempleo estadounidense, que estaba tocando techo. Obama centró su campaña no tanto en sus logros -eso lo dejó para las minorías- como en el impulso que estaba dando a la industria, especialmente a la automovilística, y a la protección a la minería de carbón. Y fue precisamente a por los Estados que han dado la espalda a Hillary Clinton y que han dado la presidencia a Donald Trump: el ‘rust belt’, allí donde la masa obrera blanca es dominante.
Obama supo pasar de la esperanza a las cifras, y así ganó cuatro años más para volver a las ideas. El carisma quedaba bien en la fotografía, pero no todo era marketing: supo llenar el mensaje con contenido poniendo en marcha políticas tan complicadas en EEUU como el matrimonio homosexual, la reforma sanitaria, la reforma migratoria, la salida de Irak y Afganistán, el vaciamiento de Guantánamo, la mejora de relaciones con enemigos tradicionales -como Cuba, Irán o China- o la caza de Bin Laden.
¿Gana Trump o pierde Clinton?
Entonces, ¿ha perdido Hillary Clinton porque descuidó esos Estados alejados de los titulares y el carisma? En parte sí. Las encuestas postelectorales muestran que las minorías han estado con ella, pero las mayorías no: los hombres varones, las clases medias y obreras y la población no urbana le ha dado la espalda. Ella no tenía el carisma de Obama, pero tampoco supo medir la fuerza de su rival. Pero con esa lectura no basta.
La realidad más complicada, y que podría explicar por qué todos -analistas, politógos, encuestas y medios- nos equivocamos, es que Clinton no podía ganar (fácil de decir a toro pasado, cuando hace unos días nadie pronosticábamos esto). Trump consiguió hacerse con una de esas armas invencibles, que son los sentimientos. Si el de Obama fue la esperanza, el suyo ha sido la rabia.
La victoria de Trump no hay que entenderla en clave ideológica, sino reactiva. La clave ideológica era la que decía que Clinton era mejor candidata que Sanders porque podía ganar el apoyo de los moderados. La clave reactiva es la que explica que haya sido la clase media trabajadora la que haya elevado a la Casa Blanca a un multimillonario excéntrico, misógino, racista y ultranacionalista, con total desprecio hacia lo diferente. No es el candidato que les representa, pero sí el que ha encarnado lo que muchos sienten.
La lectura, con enormes diferencias, es común a muchos lugares del mundo en un contexto de post-crisis. Una gran cantidad de gente está desubicada, desamparada. Hemos aprendido a desconfiar de nuestros representantes, a pensar que nos mienten, que sólo buscan poder, que incumplen sistemáticamente sus promesas y que todos -sin excepción- decepcionan. El voto no es tanto a favor de Trump y lo que él representa, sino en contra de lo que representaba su rival.
Porque Clinton era exactamente eso: sistema. Exprimera dama, candidata perfecta, con una potentísima maquinaria de marketing a su servicio, dos presidentes haciendo campaña a su lado, y todo el viento a favor. Los medios, los líderes extranjeros, los analistas. Hasta el ala ‘izquierdista’ de los demócratas -con Sanders a la cabeza- y grandes líderes conservadores republicanos se posicionaron de su lado -hasta Bush votó en blanco-. Ella, que ha pisado el Senado, que fue precandidata demócrata, que fue primera dama, que fue secretaria de Estado. Ella era el sistema.
La gente ha votado rabia, pero no contra los diferentes, sino contra el sistema. Igual que los nacionalistas y euroescépticos triunfan en muchos países europeos, que Reino Unido ha apoyado el Brexit o que movimientos radicales de izquierda y derecha se han hecho fuertes en los Parlamentos de muchos países.
La historia de un periodo de depresión y falta de representación, de desigualdades y crisis, no es nueva. Tampoco que surjan liderazgos mesiánicos que capitalicen ese descontento. Lo que sí es nuevo es el brutal cuestionamiento del sistema que ha encontrado en estas elecciones estadounidenses un nuevo hito.
No ha ganado Trump (que sí), ni ha perdido Clinton (que también). Es la ciudadanía silenciosa e invisible la que ha elegido derrotar al sistema por acción (votando esas candidaturas) o por omisión (no yendo a votar). Y nosotros (analistas, politógos, encuestas y medios) hemos sido cómplices de ese mismo sistema al no saber mostrar esa realidad. La política se ha convertido en espectáculo, platós de televisión y eslóganes que quepan en un tuit. Y todo eso, que se ha quedado a una enorme distancia de la vida real, es lo que Trump ha sabido pulsar.
Por eso las encuestas se equivocan tanto últimamente. Nadie pensaba que Cameron ganara con tanta mayoría, ni que el Brexit tuviera visos de salir adelante. O que Italia eligiera por tercera vez a Berlusconi. Tampoco que Rajoy sobreviviera a la corrupción, que Colombia rechazara el acuerdo de Paz con las FARC, que Sarkozy ganara a Royal o que Hollande ganara después a Sarkozy. Porque los votantes que eligen «contra pronóstico» no salen en televisión, ni tuitean en redes sociales. Los votantes que sienten rabia y deciden movilizarse la sienten en silencio. Hasta que llegan las urnas.
El ‘cambio’ en política no es ya una alternancia de ideas o propuestas. No es una cuestión de ideología, o no sólo eso. El cambio era esto, el cuestionamiento del sistema.