La política es un arma de doble filo. Eso es algo que hasta el más reciente de los líderes entre los grandes partidos tuvo que aprender para poder llegar al puesto. Porque precisamente fue Pablo Casado uno de los que acuñó aquello del «pacto de perdedores», allá por 2016, cuando España se preparaba para la primera repetición electoral de su historia. Después, tuvo que desdecirse en unas cuantas ocasiones.
La primera llegó un par de años después, cuando alcanzó la presidencia del PP gracias a uno de esos acuerdos de derrotados aglutinando a su alrededor a todos los enemigos de la exvicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, para acabar derrotándola. La segunda vendría meses después para apuntarse su primera victoria notoria en el cargo: el acuerdo mediante el cual los suyos presidirían la Junta de Andalucía por primera vez tras haber cosechado los peores resultados de su historia. La tercera, el acuerdo mediante el cual el PP recuperó el Ayuntamiento de Madrid tras ser derrotado por el partido de Manuela Carmena.
El acuerdo entre Sánchez e Iglesias no es un pacto entre perdedores, sino entre supervivientes. Ambos llevan años zafándose de enemigos, más internos que externos, e intentando seguir en pie
Quizá por eso esta vez se haya curado de recuperar la expresión que él y todos los dirigentes de su partido repitieron durante años, precisamente pensando en este momento: Pedro Sánchez y Pablo Iglesias anunciaban este lunes un acuerdo para formar el primer Gobierno de coalición de la historia de España. En lugar de eso el argumentario popular se ha centrado en estos días en la idea de que el PSOE ha perdido escaños tras la repetición electoral: no habrá perdido las elecciones pero -según su razonamiento- sí la legitimidad.
Por eso en realidad el acuerdo entre Sánchez e Iglesias no es un pacto entre perdedores, sino entre supervivientes. Ambos llevan años zafándose de enemigos, más internos que externos, e intentando seguir en pie. El último combate que libraron fue precisamente en de estas elecciones, el uno contra el otro, y ambos salieron escaldados. Y por eso es por lo que pactan ahora: para volver a sobrevivir.
Gobernar para sobrevivir
De sobrevivir sabe mucho precisamente el presidente del Gobierno. Fue el candidato desconocido en unas primarias en las que su rival atraía los focos. Las ganó siendo el hombre de trapo del auténtico poder fáctico socialista, Susana Díaz, que a primeras de cambio intentó debilitarle. Acabó siendo el candidato a La Moncloa cuando el PSOE tocó fondo en las elecciones generales de 2016, con 85 diputados y celebrando haber evitado el sorpasso de Podemos por menos de cuatrocientos mil votos. Parecía que la suerte estaba echada: la lideresa andaluza no tardó ni cuatro meses en orquestar el golpe a Ferraz, descabalgó a Sánchez y se dispuso a controlar el partido.
Pero el caído en desgracia en lugar de dar un paso atrás decidió plantar cara: dejó su despacho, dejó su escaño y se lanzó a recorrer España para preparar las primarias que habían de llegar. En contra de todo pronóstico volvió a ganar, esta vez contra quien fuera su valedora, y recuperaba el control del partido, esta vez sin oposición interna.
No había hecho todavía lo más difícil: en apenas un año, y contando con el menor grupo parlamentario del PSOE de la historia, se lanzaría a presentar una moción de censura imposible contra Mariano Rajoy. De nuevo, contra pronóstico, la ganó: la oleada de escándalos de corrupción -además del trabajo en la sombra de Pablo Iglesias urdiendo acuerdos- lograron la improbable unión de casi todos los partidos de la oposición. Sánchez llegó a La Moncloa y los socialistas retomaron el vuelo.
En apenas dos años, Pablo Iglesias pasó de ser el hombre de moda, el candidato al que las encuestas encumbraban, a convertirse en el representante de un partido al que se le había pasado el ‘momentum’
La historia de Iglesias es mucho menos épica, pero también llena de vaivenes. En apenas dos años pasó de ser el hombre de moda, el candidato al que las encuestas encumbraban, a convertirse en el representante de un partido al que se le había pasado el ‘momentum’. Las elecciones de 2015 rebajaron las expectativas triunfales generadas tras las municipales de los ‘ayuntamientos del cambio’ y el panorama empeoró al constatar que la ansiada alianza con IU apenas había servido para mejorar los resultados tras la repetición electoral unos meses después.
Desde entonces, y quitando el breve lapso de tiempo en el que Podemos y PSOE colaboraron tras la moción de censura, el camino de Iglesias ha estado lleno de sinsabores. Para empezar ha tenido que enfrentarse a casi todos los miembros del equipo fundacional de su partido: primero tuvo que sacrificar a Juan Carlos Monedero para atenuar la campaña iniciada contra él antes de las citadas municipales; después se enfrentó con Pablo Echenique por el funcionamiento interno del partido; después, con Carolina Bescansa por un conato de ataque a su liderazgo; finalmente, con Íñigo Errejón, que acabó abandonando el partido y compitiendo contra él.
Entre tantos azares, Iglesias tuvo que convocar una votación interna en Podemos para que la militancia le exonerara de su mayor error estratégico hasta la fecha: cambiar su humilde piso en Vallecas por un poco discreto chalet en Galapagar. Y después, para cerrar el círculo, tuvo que hacer frente en plena baja de paternidad a la sangría de apoyos tras la espantada de Errejón: parte de las Mareas gallegas, la militancia de Equo o los líderes de Compromís, por mencionar lo más destacado.
Sobrevivir para gobernar
Así las cosas, la fórmula será nueva -lo del Gobierno de coalición- pero no lo es tanto el Via Crucis político de sus promotores. De hecho, casi parece una costumbre presidencial lo de tener que aferrarse al asiento cuando hay turbulencias como exigencia para acabar triunfando. Sin ir más lejos, el expresidente Mariano Rajoy tuvo que superar dos derrotas electorales y un intento de golpe interno en 2008 para ganar con mayoría absoluta tres años después, crisis mediante.
Antes que él, aunque en planos distintos, algunos de sus antecesores también tuvieron que pasar por algo similar: tanto Felipe González como José María Aznar perdieron dos elecciones hasta llegar a la presidencia. Ellos, eso sí, no vivieron los niveles de presión y crítica interna que la política reciente ha ido convirtiendo en norma.
Podría decirse que la idea del «pacto de perdedores», más allá de ser acertada o no, es producto de una época pasada. Aquella en la que existían las mayorías absolutas y en la que el PP era el único partido relevante a la derecha del centro. Durante estos últimos años, y quién sabe si para siempre, ya sólo podrá haber Gobiernos basados en acuerdos. Sólo falta que la clase política española tome conciencia de que a veces dividir ayuda a sumar, que un mal resultado puede hacerte gobernar y que pactar ya no es perder.