De la larga lista de cosas por las que se criticó de José María Aznar en su llegada a La Moncloa hay una que sorprende más que el resto: que se trataba de un líder sin carisma. Corría 1996 y Aznar llevaba siete años ungido como candidato. En ese tiempo no sólo contribuyó a la refundación de su partido, sino que acabaría derrotando al que -por oposición a su figura- era el político más carismático del momento, el entonces presidente Felipe González.
En la caída del ‘felipismo’ contribuyeron muchas cosas: el desgaste de 14 años en el poder, los sacrificios hechos hacia la reconversión económica, los escándalos de corrupción, la guerra sucia contra el terrorismo… Pero también ayudó a la labor estratégica de ese líder tomado como un hombre sin carisma. El impacto de su ‘váyase señor González’ en sus reiteradas embestidas contra el líder socialista tardaron años en borrarse del manual de discursos políticos.
Aznar estuvo ocho años en el poder y -juicios a su gestión aparte- resulta difícil verle como alguien sin carisma. Su impacto en el partido fue tal que dieciocho años después de su retirada (voluntaria) muchos le ven detrás del último giro de su formación, que eligió cubrir la caída del denostado Mariano Rajoy con un muy afín Pablo Casado y todo su grupo de jóvenes cortados por el patrón del aznarismo.
¿En qué punto alguien sin carisma aparente se convierte en un líder tan influyente? Cuesta decirlo. Hay casos, como el del citado González, que vienen de fábrica. Otros, como el de Adolfo Suárez, son producto de las circunstancias que le tocó vivir. Pero hay unos pocos, como Aznar, que descubren el carisma a la vez que el poder. Y aún hay un grupo más pequeño todavía capaz de abandonar ese poder una vez lo han probado.
Uno de ellos sería el propio Aznar, aunque hay otros. «Barak Obama, Angela Merkel o John Major serían buenos ejemplos», afirma Ian H. Robertson, profesor emérito del Instituto de Neurociencia del Trinity College y neuropsicólogo. Sostiene que el poder, como recogen muchas investigaciones, es adictivo, y que es capaz de apoderarse de aquellos que -en principio- ni siquiera tenían interés en él.
Es el caso de Vladimir Putin, a quien la BBC dedicó un extenso documental emitido el pasado mes de marzo en el que aparece el profesor Robertson. Bajo el título ‘El nuevo zar’, reconstruyen la designación del líder ruso como sustituto de Boris Yeltsin y la fiera resistencia que opuso a dar ese paso. A lo largo del metraje, a través del testimonio de colaboradores y expertos, se va desentrañando el cambio de un personaje gris e institucional y la forma en que acabó deviniendo en un líder ávido de control y poder que entendió que a través de exhibiciones de fuerza externas (Georgia, Ucrania) e internas (controvertidos asesinatos de opositores internos) podía controlar todos los resortes de una potencia durmiente.
Preguntado al respecto del proceso de formación del liderazgo y las características necesarias, el profesor Robertson sintetiza algunas claves para entender qué procesos mentales pueden acabar convirtiendo en líder incluso a alguien que jamás diera muestras de tener grandes ambiciones.
¿Cualquiera puede ser un líder político?
Se necesita un cierto apetito por el poder y capacidad de aguante psicológico. También se precisa un cierto grado de empuje, y diría que quizá un tanto de exceso de confianza en uno mismo.
¿Hay algún tipo de condición mental asociada a un mejor desempeño político?
Básicamente, confianza y creer en uno mismo acaban conllevando la aparición de un punto de carisma. Al menos si se combina con un apetito por el poder suficientemente grande.
¿Qué tipo de mensajes resultan más efectivos en los discursos? ¿Funciona mejor el miedo que la esperanza?
El miedo siempre es más sencillo de utilizar como argumento para un político. El motivo es que aumenta de forma inmediata la animosidad contra ‘los otros’, al tiempo que fortalece la solidaridad hacia ‘los nuestros’.
¿Cómo afecta un liderazgo político fuerte a la gente normal?
Las poblaciones con mayores niveles educativos desarrollan un sano escepticismo acerca del poder político. Por contra, la gente con menor nivel de educación son en general más vulnerables al carisma populista.
Vivimos una de las épocas más pacíficas y prósperas de la Historia, pero el miedo y el proteccionismo están resurgiendo. ¿Hay alguna explicación de tipo racional?
Creo que la globalización y el cambio tecnológico han causado muchos cambios, y muy rápidos, en la sociedad. Dichos cambios resultan inquietantes, de forma particular para gente con competencias menos adaptables de las que proporciona su educación.
El poder es adictivo, incluso para los menos ambiciosos. ¿Cuáles son los síntomas para detectar un crecimiento alarmante de la autoestima en nuestros líderes?
La hipersensibilidad ante las críticas, la preocupación excesiva respecto a su propia reputación, el mezclar sus intereses personales con los de la nación, la instrumentalización de los otros, la pérdida de conciencia acerca de sí mismos, desarrollar problemas de juicio y de percepción de riesgo… En general, la pérdida de empatía.
Uno de los grandes problemas a los que se enfrentan los líderes es el aislamiento. ¿Ayuda rodearse de críticos o eso no marca diferencia alguna?
Los líderes más maduros y sabios harían algo así. Pero es verdad que pocos son capaces de tolerar las contradicciones en las que algo así les haría caer.
Ahora que los bloques tradicionales caen y surgen más alternativas, ¿por qué algunos líderes perciben la política de pactos como debilidad y no como necesidad?
Porque han surgido líderes populistas que entienden que pueden obtener poder al burlarse de la tolerancia liberal, inducir el miedo a los otros y, por lo tanto, obtener mayores apoyos basándose en el miedo.