La mitad de los municipios españoles están en riesgo de extinción. Una treintena de provincias ha perdido población durante los dos últimos años, y la mitad de ellas tienen un 80% de municipios con menos de mil habitantes. Aún peor: ya hay unos 1.300 municipios (casi un 20% del total) con menos de un centenar de empadronados, y casi un tercio de ellos han engrosado la lista en apenas quince años, lo que indica que la tendencia se acelera.
Todos son datos de uno de los últimos reportes sobre el problema de la desploblación en España publicado por la FEMP. Es una batería de cifras y porcentajes que viene a ilustrar la dimensión del problema: la población española tiende a concentrarse cada vez en un puñado de capitales urbanas, mientras que los núcleos rurales tienden a diluirse y desaparecer. El problema trasciende la lógica migración interna del campo a la ciudad y se ha convertido ya en un desequilibrio social de primer orden: el éxodo provoca la caída en prestaciones, servicios e infraestructuras, lo que agrava el problema. Fuera de las conurbaciones y los cinturones industriales empieza a quedar sólo desierto.
Si a eso se le une que la población española ha sufrido un importante retroceso durante los años de la crisis por diversos factores (frenazo de la inmigración, regreso a sus países de inmigrantes nacionalizados y emigración por motivos laborales), el problema se vuelve serio. Si se tiene en cuenta que nuestra población cada vez está más envejecida y tiene menos hijos y más tarde, se encienden las alarmas.
Es lo que de un tiempo a esta parte se ha ido llamando ‘la Siberia española‘, la ‘Laponia española‘ o, sencillamente, ‘la España despoblada‘: una enorme extensión de terreno entre Aragón y las dos Castillas donde la densidad de población es insignificante. Otros, como el catedrático Francisco Burillo, lo han llamado ‘la serranía Celtibérica‘. En cualquier caso, las fronteras de esa zona en declive son mucho más extensas que esa región concreta, abarcando desde Despeñaperros al Bierzo, y desde Sanabria hasta Castellón.
En este mapa elaborado por El País se visualizan bien esas dos españas, la que crece y la que se va marchitando. En general, se salvan las grandes capitales, las zonas más ricas y la costa mediterránea: todo el interior y el norte del país, por contra, ve menguar su población.
Desde la FEMP, y desde diversas plataformas como la de la serranía Celtibérica, se reclaman actuaciones concretas para aplicar a problemáticas específicas de esas zonas despobladas: mejorar comunicaciones, que la atención médica no dependa de largos desplazamientos, que haya dotaciones escolares y que se incentive la compra de terreno para atraer a nuevas familias que puedan revitalizar la natalidad. Sin embargo de un tiempo a esta parte otras voces apuntan hacia otra solución que podría contribuir además a solventar otro de los grandes problemas de la Europa actual: reubicar a inmigrantes que quieren llegar a nuestras fronteras en esas zonas necesitadas de nuevos habitantes.
El encaje no se puede improvisar
«Cuando en un pueblo hay tres o cuatro niños y tienen que cerrar la escuela los padres acaban planteándose si quedarse o irse». Lo dice Jesús Aparicio, de la Universidad de Valladolid, que lleva años investigando la inmigración desde la perspectiva educativa. Junto con otros compañeros publicó hace ahora un año un extenso estudio en el que abordaban cómo hacer encajar ambas piezas, la de la inmigración y la de la despoblación, atendiendo a las necesidades de cada uno de los extremos, partiendo de la acogida de refugiados y migrantes en zonas rurales de la provincia.
Llegaron dos familias de búlgaros con tres o cuatro niños cada una y tuvieron que abrir la escuela. No sólo eso: al haber más gente el médico tiene que estar más horas en el pueblo
Según su experiencia, cuando el incentivo es el contrario los engranajes de la comunidad pueden reactivarse. Es lo que sucedió por ejemplo en la localidad de Posada de Valdeón. «Llegaron dos familias de búlgaros con tres o cuatro niños cada una y tuvieron que abrir la escuela. No sólo eso: al haber más gente el médico tiene que estar más horas en el pueblo», cuenta. El problema era que la despoblación había hecho que el centro educativo cerrara, que el médico dejara de ir y que acabara atendiendo las necesidades de los pocos vecinos la farmacéutica, «una chica joven que estaba pensando también que para qué tiene la farmacia si apenas vende».
Sobre el papel la idea puede parecer perfecta, pero no está exenta de necesidades y problemas. «Si no prevés ni has organizado la situación estás trasladando el problema de un lado al otro, y vas desprotegiendo cada vez más al migrante. No puedes decir ‘como tenemos cien inmigrantes me los llevo a este pueblo que hay menos gente’ «, explica. El proceso requiere de un trabajo de campo para conocer las necesidades y características de ambas partes. «Hemos ido pueblo a pueblo detectando qué necesidades existen y cómo es la población para saber si se va a aceptar o rechazar a una población de inmigrantes, qué empatía y sensibilidad tienen, si existe un nicho laboral y qué características tiene…».
Pone el ejemplo de pueblos como Mayorga o Villalón, de la zona norte de Valladolid, lindando con León y Palencia. «Necesitan gente, y nosotros tenemos gente para llevar. Darían puestos de trabajo porque hay una explotación porcina que necesita cuidados… pero es que las personas que teníamos para llevar eran musulmanes», explica. «Tienes que conocer las dos variables: qué tipo de población es la que va y qué tipo de población les va a acoger», y eso implica un trabajo de largo recorrido y de cierta empatía.
Aplicando algoritmos a la reubicación
Martin Hagen investiga la misma problemática, pero desde otro ángulo: cómo usar las matemáticas para determinar qué comunidades de inmigrantes encajarían mejor en qué regiones. Cuenta el caso de Alemania, donde por ejemplo se usa una fórmula para decidir el reparto de inmigrantes entre Estados dependiendo de su población y poder adquisitivo, resolviéndose a cuántos se debe acoger pero no a quiénes. «Los refugiados que tienen familia en alguna de ellas normalmente tienen prioridad para ser traslados allí, pero en la mayoría de los casos se asigna a los refugiados de manera aleatoria o simplemente se los destina allí donde hay sitio», explica.
Hay, sin embargo, varias vías en marcha para mejorar el proceso. «La idea fundamental es usar un sistema centralizado en el que los refugiados declaran dónde quieren vivir y las regiones declaran qué tipo de refugiados prefieren. Por ejemplo, puede que algunas localidades prefieran a personas de Eritrea porque ya tienen una comunidad de eritreos, o a personas solteras porque no pueden ofertar alojamiento para familias. En este tipo de sistema, es responsabilidad del gobierno asegurar que las localidades no usan criterios discriminatorios», precisa.
«Una vez obtenida esta información, se emplearía un algoritmo para emparejarlos de la mejor manera posible», según cuenta. El diseño de estos algoritmos pertenece a una rama de la economía conocida como ‘matching theory’, y se ha probado en cuestiones aparentemente diversas, como decidir transplantes o adscribir centros educativos, pero que comparten una clave importante: «son ‘mercados’ en los que no se suele, o por razones éticas no se puede, usar dinero para facilitar las transacciones».
El modelo, aunque teórico, empieza a dar sus frutos. En 2012 el economista Alvin Roth, de la universidad de Stanford, recibió el premio Nobel por su trabajo. Y hoy en día teóricos como Alexander Teytelboym, de la universidad de Oxford, o Tommy Andersson, de la universidad de Lund, trabajan en la aplicación de estos sistemas a la acogida de migrantes.
Estas regiones se están muriendo por problemas estructurales como por ejemplo la falta de puestos de trabajo o de oferta cultural. Si los españoles no quieren vivir allí, no creo que haya mucha esperanza de que los refugiados vayan a querer
Además, explica Hagen, hay otros métodos en marcha trabajando en la misma problemática usando técnicas de ‘machine learning’: lo hacen identificado qué tipos de refugiados tienen éxito en qué regiones -éxito entendido como la obtención de empleo- y usando esas estimaciones para asignar a cada refugiado a la región en la que ese éxito es más probable. «Todavía no se ha aplicado este método en el mundo real, ni tampoco se han aplicado los mecanismos de la ‘matching theory’, pero un grupo de economistas e informáticos ha publicado recientemente un artículo en ‘Science‘ usando datos históricos sobre la integración de los refugiados en EEUU y Suiza para demostrar que la asignación algorítmica habría aumentado la probabilidad de encontrar empleo en hasta un 70% de promedio».
Eso sí, Hagen advierte que aplicar ese modelo al caso español puede resultar «un poco utópico, ya que estas regiones se están muriendo por problemas estructurales como por ejemplo la falta de puestos de trabajo o de oferta cultural. Si los españoles no quieren vivir allí, no creo que haya mucha esperanza de que los refugiados vayan a querer. Por lo tanto, sería probablemente necesario dar incentivos económicos, como subvencionar el alquiler, pero no sólo a los refugiados, sino a cualquier persona que estuviese dispuesta a mudarse al fin del mundo. Otra cuestión es si el coste social de las posibles subvenciones sería mayor que el beneficio social de repoblar esas regiones o no», apunta.
El reto del arraigo
Justo a ese problema se refiere también Jesús Aparicio, que a través del seguimiento de las comunidades de inmigrantes establecidas en Valladolid identificó el problema. «Detectamos en la zona que la mayoría eran búlgaros trabajando en explotaciones agrícolas y ganaderas, cuando son de zonas donde no hay esa tradición. La explicación a por qué venían para hacer eso es en realidad muy lógica: es una actividad laboral en la que apenas necesitan el idioma. El búlgaro que llega apenas sabe hablar castellano, así que se maneja en zonas donde tiene que hablar poco. Más o menos un año después de haber llegado detectamos que esa población había cambiado de lugar: han aprendido el idioma y se han marchado a trabajar en la construcción o en el sector hostelero porque ganan más que en el ámbito rural», explica.
Por tanto el primer problema puede ser el acertar encajando comunidades receptoras y migrantes, pero el segundo tiene que ver con el de hacer posible el arraigo para que se queden en esas zonas necesitadas. Para lograrlo Aparicio señala tres necesidades: un sistema sanitario activo, un sistema educativo acorde y la posibilidad de obtener créditos blandos para invertir en vivienda -«hay unas 30.000 vacías en la región», apunta-. «La persona que compra una vivienda en un lugar se asienta porque está pagando un dinero y porque no se va a ir pagando otro en otro lugar», resume.
El arraigo también pasa por los niños, por facilitarles la interacción con otros niños para poder jugar. En ese sentido, apunta a ideas como poner a su disposición bicicletas para que recorran las distancias que separan poblaciones o aldeas, «simplemente para llegar y jugar con otros niños o ir a la piscina. Esos niños estarían a gusto, no aislados y concentrados sólo en la zona donde están sus padres trabajando», explica.
Con todo, el proceso sólo puede ser exitoso si la comunidad se adapta a sus nuevos pobladores, incluso en cuestiones educativas. «Ahora mismo hay pueblos en la provincia de Valladolid que soportan un 25% de población extranjera, escuelas donde la mayoría son personas ortodoxas, no católicas. Es una realidad que está ahí, por tanto tenemos que conocerla y formar a quienes van a trabajar como futuros maestros, porque tendrán que conocer qué aspectos tiene la comunidad mayoritariamente ortodoxa para integrarse bien», explica.
Hay costumbres que a lo mejor hay que cambiarlas, porque la alternativa es que esa otra gente las desarrolle o las conserve por el hecho de mantenerlas, y forzar a que eso sea así
Ese extremo, sin embargo, levanta críticas entre algunos sectores, que ven la llegada de inmigrantes y la adaptación de los receptores como una forma de perder su propia idiosincrasia, sus tradiciones o hasta su cultura. Es la tesitura de tener que elegir entre que desaparezca por despoblación o que desaparezca por inmigración.
«Lo que no podemos es mantener tradiciones ancestrales por el hecho de que eso se va a perder. Vengan o no vengan se van perdiendo. Hay costumbres que a lo mejor hay que cambiarlas, porque la alternativa es que esa otra gente las desarrolle o las conserve por el hecho de mantenerlas, y forzar a que eso sea así. Si la gente ya no se dedica a eso habrá que modificar y cambiar, porque la vida evoluciona. Nadie debe acostumbrarse a algo que ha forzado la minoría», considera.
De hecho, hay muchos casos en que esa adaptación ha llevado a casos extremos: pueblos de alicante con partidos políticos rumanos, o pueblos de la costa alicantina con medios de comunicación en alemán o noruego donde los extranjeros casi parecen los pobladores originales.
«La convivencia no es que tú te acostumbres a lo que yo tengo, sino que compartamos juntos cosas. No se trata de imponer nada a nadie, sino de aceptar y que acepten, sin forzar a que tengan que asumir nuestras cosas porque entonces ya no es inclusión, es asimilación y son planteamientos diferentes. Ya no hablaríamos de integración de inmigrantes, sino de que rechacen sus tradiciones y sus costumbres para que acepten las nuestras», comenta. Hay que convencer, no hay que imponer».