✏️ Ilustraciones de Rocío Cañero | 📄 Artículo publicado en formato digital y papel
El pasado 19 de noviembre Estados Unidos tuvo por primera vez en su historia una presidenta. Fue durante 85 minutos, exactamente los que el presidente Joe Biden estuvo sedado para una prueba médica.
Según recoge la Constitución del país, el mandatario debe ceder el mando a su segundo en el caso de estar incapacitado, algo que ya ha ocurrido en otros casos. La novedad esta vez estaba en que nunca había sucedido en favor de una mujer porque hasta la fecha ninguna mujer había sido vicepresidenta del país más poderoso del mundo.
Es una anécdota, pero no deja de ser simbólica: una mujer accediendo al mayor puesto de liderazgo mundial, pero solo porque antes un hombre ha cedido el mando. Y eso, siendo sinceros, no es exactamente liderazgo.
En el caso de España, que no es el país más poderoso del mundo pero es una democracia occidental asentada, también hemos tenido precedentes similares cuando María Teresa Fernández de la Vega o Soraya Sáenz de Santamaría presidieron consejos de ministros a los que no asistieron los presidentes (hombres). Así las cosas, ambos países han tenido vicepresidentas, pero (hasta la fecha) ninguna mujer ha sido presidenta electa.
La diferencia entre ambos casos está en que al menos en EEUU sí hubo una candidata con opciones (aunque ganó Donald Trump), mientras que aquí ninguno de los grandes partidos ha presentado a una mujer como cabeza de cartel a los comicios presidenciales. Solo Ciudadanos lo ha hecho con Inés Arrimadas, pero cuando la formación ya estaba en franco retroceso.
Es indiscutible la relevancia de una vicepresidencia, pero tampoco es discutible que el poder real reside en la primera línea y no en la segunda. Por desgracia, los casos de EEUU y España no son, ni mucho menos, excepcionales: en la mayoría de países ninguna mujer ha accedido al mando, y en aquellos que lo han hecho ha sido en demasiadas veces una excepción.
A ese problema de acceso hay que añadirle, además, otro no menos grave: el casi siempre falso apadrinamiento masculino. Es decir, que en los casos en los que mujeres acceden al mando se tiende a ver una sombra masculina sobre ellas. Como si estuvieran ahí, pero únicamente porque un hombre les ha cedido el paso o porque un hombre lo ha hecho posible de alguna forma. Como la maldición de Peter Pan, que tenía que coserse su propia sombra, pero al revés: aquí la cosa va sobre cómo deshacerse de ella.
Maridos, padres y padrinos
Es verdad que ha habido casos en los que ese auspicio ha sido real, como el de Xiomara Castro, actual presidenta hondureña, casada con el expresidente Manuel Zelaya. Pero también ha habido ejemplos de ‘mujeres de’ que acabaron pasando a la historia por encima de sus cónyuges. Sucedió, por ejemplo, con Eva Perón en Argentina (no tanto con Isabel Perón), o con Imelda Marcos en Filipinas.
Lo cierto es que en muchas ocasiones, sobre todo hace tiempo y en determinados países, ese vínculo tuvo que ser necesario para hacer posible la llegada de una mujer al poder. Sucedió con Indira Gandhi, hija del padre de la patria india Jawaharlal Nehru, o de Benazir Bhutto en Pakistán, hija del expresidente Zulfikar Ali Bhutto. En ambos casos el peso de estas dos mujeres en la historia también superó al de sus ancestros.
Pero que haya casos puntuales en los que sí exista ese vínculo no excusa que la mayoría de supuestas dependencias masculinas sean erróneas… y nada casuales. Fue el caso por ejemplo de Hillary Clinton, durante muchos años reducida a esposa del expresidente Bill Clinton cuando ambos iniciaron su carrera política a la vez y, de hecho, ella fue mucho más activa. Él llegó a gobernador primero y a presidente después, y en su caso, en lugar de una ayuda, fue un lastre: ella alcanzó la candidatura presidencial pero perdió, y posiblemente fue por la alargada sombra de su marido.
De forma algo distinta Violeta Chamorro llegó a la presidencia de Nicaragua tras muchos años de activismo político junto a su cónyuge, cuyo asesinato a manos del dictador Somoza sí condicionó su carrera, pero sin que por ello existiera necesaria dependencia entre el papel de él y el logro de ella.
Otro ejemplo con similitudes fue el de Cristina Fernández de Kirchner, vista por muchos como heredera política de Néstor Kirchner cuando en realidad ambos desarrollaron su carrera política en paralelo. Otra cosa, y en esto está la diferencia, es que ella sí decidiera construir parte de su imagen electoral sobre el legado de su marido en lugar de edificar un perfil separado de su memoria. Lo triste es que esa estrategia fuera, en cierto modo, un escudo o una forma de asentarse.
Los países punteros no son punteros
Por supuesto, en la actualidad reciente hay muchísimos ejemplos de líderes políticas que han alcanzado la cima sin que nadie pueda hablar del supuesto peso de su cónyuge en el proceso. Baste citar a Angela Merkel en Alemania, a Dilma Rousseff en Brasil, a Michelle Bachelet en Chile o a Theresa May en Reino Unido.
Pero de nuevo se tiende a dibujar algún respaldo masculino tras ellas, como si fuera necesario apuntalar su legitimidad: una fue descrita como la elegida de Helmut Kohl, otra como la de Luiz Inázio Lula da Silva y las otras dos, de forma menos directa, como las señaladas por sus antecesores, Ricardo Lagos y David Cameron.
Y es que, por si no fuera suficiente con las de los maridos, también hay pesadas sombras de padres políticos no siempre reales. En Ucrania se ligó el destino de Yulia Tymoshenko al de Víktor Yúshchenko, describiéndola más como aliada de un hombre que como protagonista de una revolución. Incluso la muy carismática primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern es presentada en ocasiones como alguien que fue asesora de Tony Blair.
Con el paso del tiempo, la presencia y peso de la mujer en las estructuras de poder político ha ido creciendo y lo que quizá sea incluso más relevante, ha ido desligándose del patrocinio masculino no solo de forma real, sino también simbólica.
Las líderes lo son porque lo son, sin más. Sirva el caso de la citada Kamala Harris o de posibles candidatas futuras en España (ahora sí) como Yolanda Díaz o Isabel Díaz Ayuso. O de figuras de la talla de Golda Meir en Israel, Lidia Gueiler en Bolivia, Margaret Thatcher en Reino Unido o más recientemente Laura Chinchilla en Costa Rica, Erna Solberg en Noruega o Sandra Mason en Barbados.
A estas alturas quizá te llame la atención que países como India, Pakistán, Argentina, Chile, Brasil y Nicaragua aparezcan como referentes en algo que otros con democracias de referencia, como EEUU o Francia, no.
Y tal vez pienses que sí, que presidentas como tal no hemos tenido, tampoco en España, pero que a estas alturas tenemos gabinetes y parlamentos mucho más femeninos. Y sí, es cierto, pero de nuevo no son necesariamente los países más desarrollados los que más avanzados están en igualdad en el campo de la política.
Según datos de Parline, en enero de este año los Estados con mayor proporción de mujeres en sus parlamentos son Ruanda (61,3%), Cuba (53,4%) y Nicaragua (50,6%). Junto a ellos, México y Emiratos Árabes Unidos (con un 50%) son los únicos países en los que los hombres no son mayoría parlamentaria. España está en la posición 18ª, con un 43%.
Y también puedes pensar que todo eso está muy bien, pero que al margen de la política el poder real está también en las empresas. Pero, de nuevo, no son las principales economías del mundo las que tienen mayor presencia femenina en cargos de alta gestión: según datos de la Organización Mundial del Trabajo, en 2020 los líderes fueron Jordania (60,2% de mujeres), Botswana (55,3%) y El Salvador (48,8%). España está la 27ª con un 36,5%.
Quedan, por tanto, muchos avances por alcanzar, sobre todo en las grandes economías, y muchas sombras paternalistas por disipar.
Y a la espera de que nuestro país engrose algún día la lista de naciones con una mujer al frente, al menos podemos celebrar que cada vez haya más referentes y más cercanos en los que fijarnos, como es el caso de los países nórdicos: Finlandia tiene a Sanna Marin, Dinamarca a Mette Frederiksen e Islandia a Katrín Jakobsdóttir.
La igualdad, al final, es una cuestión cultural.