Joven trabajando con un ordenador portátil (Fuente: Pexels)
Joven trabajando con un ordenador portátil (Fuente: Pexels)

El trabajo ya no es lo que era y seguramente no volverá a serlo

La pandemia lo ha cambiado todo, también el trabajo. Pero en realidad los cambios ya venían de antes y eran generacionales: nuestra forma de relacionarnos con lo laboral no tiene que ver con la de nuestros padres, y tiene pinta de que eso nunca volverá.

 

La etimología guarda valiosas lecciones del pasado que encajan a la perfección en un presente de cambios. En el ámbito laboral, por ejemplo, los romanos hablaban del ‘neg-ocio’ como aquello que se oponía al ocio. No es que trabajar no pueda ser divertido como concepto, pero sí es algo que se solía separar del resto de la vida ya desde su acepción. A un lado el tiempo libre, al otro lo que no lo era. Por eso lo que haces como negocio merece compensación salarial, mientras que aquello que haces en tu tiempo ocioso no se paga. O, al menos, no con un bien artificial como es el dinero.

El tiempo, sin embargo, ha ido cambiando las cosas. No todo el mundo puede tener trabajo, no todo el trabajo se paga y, en estos últimos tiempos, la frontera entre lo laboral y el resto de nuestra existencia ha ido difuminándose hasta desaparecer. A través de una cultura protestante (‘el trabajo dignifica y salva’), hemos ido invadiendo espacios y tiempos hasta acabar viviendo para trabajar y poder hacer frente a nuestras facturas. Y de golpe, los móviles y la pandemia acabaron por derruir la última frontera y colar los espacios de trabajo en el salón de nuestra casa.

En términos generales, ha cambiado todo. El trabajo de nuestros padres, aquel para el que fuimos educados, ya no existe. Ese en el que estás casi para toda la vida, en el que las cosas son previsibles y haces carrera con cierta seguridad. Y, a decir verdad, tampoco lo queríamos entonces. Con el advenimiento de nuestras primeras crisis económicas maduramos la ensoñación de hacernos a nosotros mismos: crear un modelo de negocio a nuestra medida, sin jefes ni grises espacios de oficinas como cárceles cotidianas. El sueño metido en vena de las grandes tecnológicas supuestamente construidas en un garaje, cuando el emprendimiento era, en realidad, la última zanahoria antes del palo: o eres capaz de crearte un trabajo tú mismo o a duras penas podrás tenerlo porque ya nadie te lo va a dar.

El tiempo, sin embargo, ha ido cambiando las cosas. No todo el mundo puede tener trabajo, no todo el trabajo se paga y, en estos últimos tiempos, la frontera entre lo laboral y el resto de nuestra existencia ha ido difuminándose hasta desaparecer

El mundo que se ha ido construyendo en estos últimos treinta años ha dibujado dos realidades desiguales aunque simétricas. Por un lado, miles de jóvenes condenados al paro porque no ya no hay oferta laboral que cubra el tipo de educación que nos empeñamos en seguir. Por otro, miles de mayores despedidos que son incapaces de regresar a una realidad laboral que ya no es para ellos porque requiere la aceptación de unas condiciones y el desarrollo de unos conocimientos de los que carecen.

Y de pronto, el fin del mundo que creíamos conocer. Con una tecnología ya madura se despliega a marchas forzadas un teletrabajo para el que tampoco estábamos preparados y con el que no son compatibles todos los entornos laborales. Los espacios comunes de trabajo decaen, con todo lo que ello conlleva: menor socialización y menor espacio compartido de pensamiento creativo colectivo. Y es un proceso inexorable: una vez hecha la inversión del salto a lo digital, es difícil que se opte por volver a un modelo presencial que, además, implica costes estructurales para la empresa.

Los interrogantes alrededor del proceso se multiplican, y de nuevo se enmascaran tras una quimera imposible para muchos. Si el trabajo ya no es presencial, ¿qué me impide atenderlo desde un entorno más amable, menos urbano? Trabajar en el campo cobrando como en la ciudad. Volver a vertebrar el territorio en un país con un problema endémico de vaciamiento y desequilibrio rural. Multiplicar las posibilidades y traspasar fronteras: el mercado ya no es solo tu ciudad, ni tu país, sino cualquier empresa del mundo que requiera tus servicios. Una nueva zanahoria para el viejo palo de siempre.

Porque bajo esa nueva zanahoria hay muchas más incertezas. Solo un puñado de trabajos pueden deslocalizarse, mientras que otros muchos, justo aquellos que sostienen nuestra economía, recibirán el impacto brutal del vaciamiento social tras la pandemia: la construcción, los servicios, el turismo. Y eso por no hablar de que el mercado funciona en dos direcciones, y normalmente con mucho más tráfico en contra que a favor: tú puedes trabajar para cualquiera, pero también cualquiera puede competir contigo, y seguro que en condiciones que tú no podrás aceptar.

Las consecuencias no terminan ahí. Años de impulso al transporte público como solución a la congestión y la contaminación que en unos meses zozobran por el regreso del transporte privado. Una estructura social basada en la tributación sobre una actividad vinculada al territorio que salta por los aires por la deslocalización. Porque ¿dónde tributar? ¿En el territorio en el que estás o en aquel que generas actividad? ¿Y qué pasa si lo que haces no se limita a un territorio concreto?

Los interrogantes alrededor del proceso se multiplican, y de nuevo se enmascaran tras una quimera imposible para muchos. Si el trabajo ya no es presencial, ¿qué me impide atenderlo desde un entorno más amable, menos urbano?

Los nuevos interrogantes, en realidad, refuerzan los que ya existían. Los jóvenes cada vez se incorporan más tarde al mercado laboral y los mayores cada vez viven más años. Si cada vez trabaja menos gente y hay menor recaudación, ¿cómo se va a mantener a aquellos que no trabajan, que cada vez son más?

Y de fondo el impacto personal, quizá el más importante. La angustia de quedar fuera del mercado convive con la de quienes están dentro y no encuentran formas de sobrevivirle. A un lado quienes necesitan tener trabajo para vivir y al otro quienes no tienen vida precisamente porque tienen un trabajo que exige más horas de conexión y más espacios del hogar para sacrificar en el altar de la productividad. Cada vez tardamos más años en formar familias, en muchos casos porque no tenemos medios para hacerlo y en otros porque se opta por no tenerla para no poner en riesgo la supervivencia laboral. Cada vez más conectados, pero también más aislados: la aterradora soledad de las grandes ciudades y sus celdas de casas minúsculas.

Con estos mimbres el debate se orienta en dos direcciones. Por un lado, a retrasar la edad de jubilación, habida cuenta de que la senectud nos llega cada vez más tarde. Por otra, a reducir la jornada laboral para reconectar con la existencia fuera del trabajo. Y, siguiendo la lógica del mercado, en ambos casos para redistribuir: si prolongamos la capacidad de trabajar, deberíamos poder seguir haciéndolo; si falta el empleo a muchos, que trabajen menos quienes tienen empleo podría servir para que otros puedan tener algo más.

Si el mercado funciona, los precios deberían ajustarse a los salarios para buscar de nuevo el equilibrio. Otra cosa, claro está, es que de verdad se quiera. En definitiva, volver del revés la idea de los romanos: perder parte de la compensación económica a cambio de recuperar cierta ganancia natural. Que unos trabajen menos para que todos trabajen más. Que unos ganen menos para que todos ganen algo. Dedicar menos horas al negocio para poder tener algo más de ocio. Y, si creemos en las zanahorias, poder hacerlo de forma más abierta, en mejores entornos y conectados con todos.

Al menos, mientras nos preparamos para el siguiente gran cambio que la tecnología dibuja en el horizonte: la automatización de gran parte de nuestras labores para dedicarnos solo a aquellas cosas en las que los humanos podemos aportar algo. Pero las batallas, de una en una, que se nos acumula el trabajo y este artículo iba justo de lo contrario.

Publicado en Yorokobu: Versión lectorVersión papel | Ilustración de Ignacio Martín