Fachada del Senado de España (Fuente: Wikimedia Commons)
Fachada del Senado de España (Fuente: Wikimedia Commons)

El caso del Senado: las listas abiertas perpetúan mayorías tradicionales

Una de las demandas más repetidas a la hora de buscar una mejor representatividad política es la de utilizar listas abiertas. Sin embargo, esa fórmula no garantiza nada por sí misma: el Senado, que usa listas abiertas, da buena fe de ello. En él las mayorías son aplastantes y muy pocas formaciones políticas consiguen representación.

 

El pasado 26J el PP consiguió 130 de los 208 senadores electos, casi el 60% del total, logrando triplicar a la segunda fuerza, el PSOE, que se quedó en 43. Y eso en unas elecciones con cuatro formaciones políticas teóricamente fuertes y con una particularidad añadida: los senadores que se eligen en las urnas lo hacen con un sistema de listas abiertas, una de las medidas tradicionalmente pedidas por quienes defienden la reforma de la legislación electoral vigente para hacerla más abierta y representativa.

Las elecciones de hace unas semanas suponen la última muestra del ‘rodillo’ que puede ejercer una fuerza mayoritaria en el Senado, pero ni mucho menos es un caso único. De hecho, en 10 de las 13 elecciones que ha habido hasta la fecha, más de la mitad de los senadores electos han sido de un mismo partido (sólo las elecciones de 1993, 2004 y 2008 se saltaron la norma) y en todas salvo la de 1977 las dos primeras fuerzas han sumado más de un 80% de los senadores.

A pesar de las críticas al sistema electoral, las cifras demuestran que el Congreso ha tenido una representación mucho más ajustada de la realidad política del país. En él, el PSOE ha tenido mayoría seis veces, por las cinco del PP y las dos de UCD, mientras que en el Senado el PP ha sido la fuerza mayoritaria en siete ocasiones por cuatro del PSOE y dos de UCD. Es más, desde 1996, año de la derrota de Felipe González, el PP ha sido la fuerza hegemónica en la Cámara Baja: ni las cómodas victorias de Zapatero impidieron que los conservadores dominaran el Senado.

El PP domina las elecciones al Senado con un poderío incontestable desde hace más de 20 años, una Cámara tan ajena a lo que sucede fuera que salvo PP, PSOE y UCD, sólo las fuerzas nacionalistas y ahora Podemos han obtenido representación a través de las urnas: ni UPyD lo logró en su día, ni tampoco Ciudadanos en las veces que ha concurrido. La única excepción fue IU, que logró un senador electo (uno) allá por 1989.

¿Cómo es posible que una votación realizada con listas abiertas fortalezca de una forma tan brutal al bipartidismo en general y al partido hegemónico del momento en particular?

La clave: el censo no cuenta

Para responder a la pregunta primero hay que entender cómo es el proceso mediante el cual se conforma el Senado. Por una parte están los senadores que se eligen en las urnas mediante listas abiertas, 208 que suponen unas tres cuartas partes de la Cámara. El último cuarto del Senado, 58 asientos, se elige a través de los Parlamentos autonómicos, que designan a sus ‘enviados’ en función de su composición, es decir, en función del resultado de las últimas elecciones autonómicas.

«Al ser una Cámara planteada para la representación territorial se pensó en la conveniencia de listas desbloqueadas para ofrecer al electorado la posibilidad de escoger entre aquellos candidatos -fueran de opciones diferentes- que pudieran representar mejor los intereses de esa circunscripción electoral», apunta Carlos Guadián, politólogo y parte del equipo de Ideograma, que lo contrapone al Congreso, donde «la representación está directamente relacionada con el censo».

Así, casi todas las provincias eligen a cuatro senadores, a excepción de las insulares (tres para las islas grandes, uno para las pequeñas) y las ciudades autónomas (dos cada una). «Esta equidad refuerza el peso que se le da en el Senado a las provincias menos pobladas en detrimento de las más pobladas como Madrid, Barcelona o Valencia, donde el voto es más diverso. El voto urbano, ya desde el siglo XIX, ha sido el mayor caladero de partidos progresistas y nacionalistas, frente al voto rural, siempre más conservador», explica Cristina Sayol, consultora de Asuntos Públicos. «Al dominar el entorno rural los partidos tradicionales, es una consecuencia lógica que estos partidos sean los que obtengan representaciones mayoritarias, en este caso el PP», apuntala Guadián.

«Esta deformidad se agrava más si cabe con el sistema mayoritario de facto empleado para transformar los votos en escaños, en la que los cuatro senadores más votados resultan elegidos», continúa Sayol, en una idea que también refuerza Guadián: «Los votos por circunscripción electoral se los llevan los candidatos más votados, de forma que no hay distribución proporcional como para el Congreso, donde se aplica la Ley d’Hont. Por lo tanto el partido más votado es el que suele llevarse tres de los cuatro senadores en juego».

Esto, en opinión de Sayol, otorga una ventaja estratégica al PP por tres factores. «El primero, que salvo contadas excepciones suele ser el partido más votado en cada provincia; segundo, que sus votantes apoyan en bloque a sus tres candidatos de forma acrítica; tercero, el voto en la derecha se encuentra menos fragmentado que en la izquierda», analiza. «Al no existir una corrección matemática en el reparto de escaños, como sería la Fórmula d’Hondt, los dos partidos más votados son los que se llevan la práctica totalidad de los escaños, mientras que los votos restantes se pierden. El efecto más inmediato es el de crear mayorías absolutas, pero estables y que garantizan la gobernabilidad, aunque no son para nada representativas».

¿Cómo ‘corregir’ el Senado?

Lo primero, cuestionando la forma en que se elige. Porque sí, las listas abiertas han sido ampliamente defendidas como forma de abrir la elección al ciudadano y arrebatarle a las cúpulas de los partidos el control de quiénes son nuestros representantes. Ahora bien, Payol cuestiona directamente que este tipo de proceso electoral garantice realmente una mayor democracia: «Las listas abiertas implican un coste enorme de información para el votante, lo que en ocasiones puede llegar a desincentivar la participación, sobre todo entre los sectores menos formados y pobres, por lo que me atrevería a cuestionar si es una reforma tan democrática como se plantea».

Lo segundo, planteando si realmente el Senado es útil. «Nuestro Senado es totalmente prescindible», apunta Sayol, que fija su papel únicamente como Cámara de segunda lectura y no como organismo de articulación territorial. De hecho, no sólo es una Cámara que deforma la representatividad, sino que sus atribuciones reales son mínimas ya que apenas puede entorpecer las decisiones del Congreso, más allá de retrasar los trámites, salvo en cuestiones como una reforma constitucional (y quizá éste sea el mayor obstáculo para abordar una reforma que lleva décadas sobre la mesa).

«Si realmente el Senado fuera una Cámara de representación territorial, de lo primero que habría que prescindir es de la disciplina de partido. También habría que redefinir sus funciones y competencias para centrarse en el ámbito territorial, tener interlocución con los parlamentos autonómicos, etcétera», enumera Guadián.

Sayol no ve una solución sencilla, y fija un debate previo como necesario acerca de qué tipo de modelo se quiere. Si la opción pasa por una Cámara de representación territorial y con atribuciones diferentes a las del Congreso, pone como ejemplo el Bundesrat alemán, «con poder de veto absoluto y capacidad de sancionar las leyes federales que afectan a las competencias de los Estados», compara.

«Un Senado como el Bundesrat permitiría al Congreso descargarse de su obligación de representar a todos los territorios, lo que permitiría crear circunscripciones más grandes y, por tanto, más proporcionales. Pero, ¿estarían los territorios dispuestos a perder poder en el Congreso?», pregunta. «Un cambio de modelo como ese requiere de muchos cambios constitucionales y, por tanto, de consensos amplios. Algo de lo que, por desgracia, ahora carecemos».