España es un lugar en el que lo que se espera de algo puede tener más importancia que ese algo en cuestión. Es lo que pasó por ejemplo con la campaña de ‘Fe de etarras’ en Netflix, que consistió en un enorme cartel con el «Yo soy español, español, español» tachado. Eso, y el nombre de la que iba a ser próxima película de Borja Cobeaga y Diego San José. Una agrupación de guardias civiles denunció el anuncio y la Fiscalía tuvo a salir a decir que no había delito alguno. Objetivo conseguido.
El objetivo, claro, no era soliviantar a nadie ni arrancar otra vez -y van mil- el debate sobre los límites del humor. Era dar a conocer un producto. El equipo de marketing de Netflix ha demostrado en varias ocasiones su brillantez a la hora de lograr impacto, y lo habían vuelto a hacer.
Aquellas campañas de «Oh blanca Navidad» con la imagen de Pablo Escobar en la segunda temporada de ‘Narcos’, o la de «Sé fuerte, vuelve ‘Narcos’ « en la tercera, ya lo habían conseguido. Algunas voces incluso criticaron el fenómeno ‘fan’ que se había despertado en torno a un personaje que no dejaba de ser un terrible asesino que truncó la vida -y la reputación- de un país entero. Pero claro, una cosa era ofender a colombianos o presidentes del Gobierno. Otra muy distinta, tocar la aún sensible firma de la violencia de ETA en nuestro particular país.
Sin embargo, volvió a funcionar. Se había denunciado la campaña, no la cinta -que aún nadie había visto-. E inmediatamente, con los primeros visionados, llegaron las críticas positivas. Las hubo en Público, las hubo en El País, y las hubo en El Mundo. Hasta el muy conservador ABC exoneró la cinta no una, sino dos veces. España es también ese lugar en el que si todos esos medios se ponen de acuerdo en alabar algo es que quizá no es tan punki como se hubiera podido esperar del dúo Cobeaga y San José.
Porque, y esa es la clave de todo, experiencia no les falta moviéndose en terrenos controvertidos. Su primera incursión fue en ‘Vaya semanita’, un programa en cierta forma revolucionario en la televisión pública vasca. Allí, con la dirección y los guiones, fueron riéndose absolutamente de todos los implicados en el conflicto vasco. Desde un tipo haciendo footing con el chándal de España por ‘lo viejo’ para correr más huyendo de los radicales, hasta etarras haciéndose un lío con lo que tenían que decir en su próximo comunicado. En medio personajes icónicos como Jota y Ke, los Batasunis, o Goreti Erauskin, una peluquera abertzale del Goierri.
La base de todo, dicen quienes critican este tipo de humor, son los estereotipos. Pero habida cuenta de que la emisión comenzó en 2003, la perspectiva cambia: ahora es fácil hablar de ETA, o hacer bromas al respecto… pero a ver quién se atrevía entonces, con estereotipos o sin ellos. Ahora hasta la novela más leída del año, con sus luces y sombras, va sobre el tema. Ellos se atrevieron a hacer entonces lo que otros muchos aún critican después.
El resultado fue tan bueno que acabó marcando una época. Con sus detractores -que en eso el País Vasco también es muy español-, pero una época. Tanto es así que por el plató del programa pasaron personajes tan diversos como Arnaldo Otegi o María San Gil. Aquel espacio era un territorio común, una especie de tregua en tiempos de violencia, una mesa al rededor de la cual hasta los extremos aceptaban reunirse.
El salto a la gran pantalla de ambos fue ‘Ocho apellidos vascos’, una película también basada en los prejuicios y de corte bastante más amable. En ella se trataban sobre todo las diferencias entre culturas tan distintas como la vasca y la andaluza, y los miedos y los tabúes entre cada sociedad. En la película los andaluces eran poco más que superficiales, pijos, beatos y temerosos, y los vascos algo así como huraños, cerrados, brutos y casi violentos.
Los estereotipos, de nuevo. Pero consiguieron, gracias a una historia sencilla y unos guiones afilados, convertir la obra en la más exitosa de la taquilla. De esa forma miles de españoles se rieron de cosas que antes les asustaban. De fondo, en el caso vasco, la kale borroka y la violencia del terrorismo; en la superficie, risas.
Un año después del exitazo llegó algo más de silencio. Fue con ‘Negociador’, quizá la mejor de todas las películas y sin embargo la menos comercial. Se trató de una cinta precedida de ciertas precauciones iniciales por parte de los socialistas, ya que retrataba el proceso de diálogo que Jesús Eguiguren intentó con miembros de ETA y que acabó saltando por los aires con el atentado de la T4. Es cierto que la cinta vio la luz cuando los terroristas habían ya dejado la violencia, pero aun así levantó cierta controversia: era una aproximación humorística pero bastante fiel a un proceso de negociación incómodo políticamente.
La película, bromas aparte, dejaba un certero retrato de la soledad de quien, por su cuenta y riesgo, intentó un bien mayor y se vio solo antes, durante y después. Por el camino, situaciones muy verosímiles sobre cómo debieron ser aquellos días: desde que confundieran al emisario del Gobierno con un etarra por su aspecto después de pasarse dos días conduciendo para llegar a la cita, hasta la incómoda situación que se podría haber dado de haber coincidido ambos interlocutores durante el desayuno en el hall del hotel.
La pantalla la copan durante el metraje desconfianza, la estrategia política, los equilibrios en el uso de las palabras… y la carga dramática. En aquella cinta destacaban personajes dramáticos, como el humorista Carlos Areces haciendo de ‘Thierry’, el último gran ortodoxo de ETA que acabó avisando a Eguiguren de que comprara corbatas negras para los funerales que estaban por llegar. La escena del camarero insultando a los etarras sin saber que tenía sentado a su mesa al jefe militar resulta memorable, sobre todo por su absurda tensión.
El dúo de creadores venía de que una de sus propuestas no saliera adelante. Fue con ‘Aupa Josu’, un piloto que lanzaron para EiTB, pero que no compraron y que acabó muriendo ahí. Era la historia de un ambicioso -y bastante cañí- consejero del Gobierno vasco que intentaba medrar aun a costa de erigirse en supuesto interlocutor con los terroristas… cuando no lo era. El conflicto vasco siempre estaba de fondo.
El año siguiente llegó la secuela inevitable de los exitosos apellidos vascos, que tuvieron continuidad con una ‘Ocho apellidos catalanes’, que pasó con más pena que gloria por las críticas: el fenómeno de la primera entrega fue tan intenso que había más cansancio que expectación. Sin embargo, además de un reparto más que brillante, la película dejaba escenas memorables sobre una realidad ahora menos fantasiosa: una boda que debía celebrarse manteniendo la ficción de que Cataluña se había independizado para que la abuela del novio no se llevara un disgusto.
Esta especie de ‘Goodbye Lenin!’ en versión catalana tuvo como fecha de estreno el nada casual 20 de noviembre. En ella se ilustraban momentos políticos que resultan paradójicos hoy en día pero no lo eran entonces, como cuando al ser detenido por los Mossos el protagonista teme recibir una paliza en el calabozo.
Los giros de guion son bastante más ágiles que en otras cintas, con un humor más político -o quizá no, y es lo que pasa por verla en la situación actual-, pero sin dejar los estereotipos y el humor asequible para tratar temas complejos (como decir que el aurresku es el taekwondo de los abertzales). O, dejando lo político, con una salvaje crítica al postureo hípster de cierta clase alta urbana barcelonesa.
Todo ese es el recorrido que lleva hasta ‘Fe de etarras’. No es, por tanto, un aterrizaje en un tema controvertido, sino una trayectoria habitual donde la crítica política y el humor sobre los temas sensibles son constantes. La cinta es, en general, un ‘Esperando a Godot’ sobre el aislamiento en el que un comando etarra se esconde en un piso franco aguardando órdenes para atentar que nunca llegan.
El contexto es el del desarme de ETA, y los protagonistas -incluyendo a un etarra de Albacete- buscan superar el pasado a través de la acción. No se les muestra como sanguinarios asesinos, sino como humanos con sus demonios del pasado (la huida, las relaciones de pareja o la búsqueda de un objetivo vital). De hecho, tienen que adaptarse a un contexto en contra -un barrio del extrarradio madrileño en pleno Mundial de fútbol- para poder vivir y ocultarse.
Todo eso les lleva, por ejemplo, a hacer reformas en el piso de una vecina a cambio de dinero para poder comprar explosivos y atentar. O a colgar una bandera de España gigante para que el vecindario no sospeche de ellos en plena explosión nacionalista deportiva. Algunos diálogos brillan en una película quizá más lenta, como cuando el jefe del comando convence al etarra de Chinchilla que cambiar una bañera por un plato de ducha es de etarras, igual que un cartero colabora entregando un paquete bomba. O cuando una discusión de pareja se llena de símiles políticos, con frases como «a mí siempre me toca ser el Estado español» o «ahora estás siendo bastante GAL».
La historia, cuya campaña de marketing había levantado tamaña polvareda, acaba resultando inocua. Un grupo de gente perdida que desdibuja los peligros de ETA. Lo hace con humor, casi enseñando miserias, que en algún punto quizá tuvieran algo de verosímil. Pero lo importante no es el tipo de broma ni la capacidad de generar reacción: es llevar más de una década escribiendo bromas sobre algo de lo que muchos no pueden, quieren o saben reír.