«Ya hemos acabado, ¿por qué vuelves otra vez? ¿Qué quieres, recordarme cómo he estado aquí? ¿Para qué? Hemos estado dando la tabarra tanto tiempo… Si ya no está ETA, hombre, vamos a pasar página». Txema pone una mueca como de cansancio mientras reproduce esa conversación imaginaria. Carraspea casi entre frase y frase a causa del constipado que arrastra, del que se protege con un jersey de punto y una bufanda anudada al cuello que no se quita en las casi dos horas de conversación. Con su interpretación intentaba resumir la actitud de muchos ahora que ETA ha dejado las armas. «Eso es lo que caracteriza a la sociedad vasca en este momento. Sí, hastío es una palabra que define muy bien la situación de casi todo el proceso. Ha sido algo permanente, y todavía hay hastío. E incomodidad, a la gente le incomoda hablar de esto».
Es un hombre alto y corpulento, de mentón marcado, barba cana frondosa y media melena ensortijada. Su voz es potente y sus palabras directas, enmarcadas en un gesto a veces serio. El aspecto global, enfundado en una gabardina y paraguas bajo una tímida lluvia de invierno, impone. Y pese a todo eso sus palabras suenan amables a su manera, incluso cuando relata los momentos más duros del pasado. «Queremos pasar página cuanto antes. Esto nos incomoda porque nos interpela, porque la siguiente pregunta es cómo hemos permitido que esto ocurra aquí, cómo ha sido posible que ocurra esto entre gente como nosotros». Recuerda entonces las palabras de Hannah Arendt retratando el Holocausto. «No, no son monstruos, son gente normal. El problema es que ha sido gente normal. Han salido de entre nosotros. El vecino, el que vivía ahí arriba, este es el que dijo que tenías que matar a aquel de allá, que fulano es un chivato o que vayáis a por aquel. Y es gente como yo, o incluso de mi misma familia», relata en una nueva escenificación. «Esa pregunta nos la vamos a tener que hacer los vascos en algún momento, pero nos incomoda. ‘Oye, ¿pero tú recuerdas que aquí se asesinó a un tío y no se paró siquiera el concierto que había en la plaza? ¿Pero tú te acuerdas de lo que pasó en plenos carnavales de Tolosa y que todos seguimos bailando? ¿Tú te crees que aquí pasaba cualquier cosa y nos daba a todos igual?’ «, comenta en una retahíla de preguntas. Pero no son retóricas, porque tienen respuesta: un 11 de febrero de 1997 ETA mató de un tiro a Patxi Arratibel, que fuera mediador del secuestro de Emiliano Revilla. Sucedió en plenas fiestas, y estas no sólo no se pararon, sino que hubo hasta muestras de apoyo a lo sucedido. «Jaiak bai, borroka ere bai», gritaban: «Fiestas sí, lucha también».
Sin cambiar el gesto, sigue con su recuerdo incómodo. «Aquí se ha asesinado al vicelehendakari del Gobierno de este país, que fue consejero y diputado general, y el presidente del partido mayoritario pasó por la capilla en el vestíbulo del Parlamento sin saludar a ninguno de sus compañeros políticos y llegó a saludar solamente al de su partido», dice. Habla de cuando fue asesinado Fernando Buesa, cuya muerte mostró la profunda división en la política vasca. Ese recuerdo tiene nombres propios, el de Xabier Arzallus negándose a saludar en pleno duelo a líderes socialistas, como era por aquel entonces Rosa Díez, y también tiene hechos concretos. Por ejemplo, cuando en la calle coincidieron dos manifestaciones, una de repulsa al crimen de Buesa y pidiendo la dimisión del lehendakari Juan José Ibarretxe a cuenta del reciente pacto de Lizarra y del acuerdo de investidura con Euskal Herritarrok, y otra apoyando al lehendakari en lo que el nacionalismo interpretó como una agresión aprovechando el atentado. «Ha habido tantísimas barbaridades entre nosotros… No digo asesinar, digo entre los que no asesinábamos y estábamos en contra. Y todos tenemos que hacer reflexión y autocrítica y decir, ¿dónde estábamos?». Y sigue, porque tiene para todos: «Aquí, cuando se ha detenido, se ha torturado más de una vez, pero no nos ha importado porque, claro, se torturaba y ‘ellos eran los de ETA, y estos tienen un manual para que los torturen, ¿no son los que pegan tiros? Que se jodan, que les dé unas hostias la policía, hombre’. Esto es lo que hemos hecho todos, y eso, con los años, tendremos que ponérnoslo aquí delante», dice mientras se coloca cuatro dedos de la mano en la frente. «Pero lo que pasa es que ahora nos incomoda y no queremos saber nada. Por eso queremos pasar página a todo correr».
Cuando he hablado de la necesidad de respetar los derechos de todas las personas, de los problemas de tortura o de los problemas de los presos, las críticas han venido de un lado. Cuando he hablado de la violencia de ETA, de la necesidad de un reconocimiento del daño causado, de la autocrítica, o cuando me he movilizado contra ETA, la crítica ha venido de otro lado
Él describe una realidad que requiere más calma y detenimiento, y muchos matices. Lo ha vivido en su piel, por ejemplo, a la hora de dar opiniones y recibir críticas. «Cuando he hablado de la necesidad de respetar los derechos de todas las personas, de los problemas de tortura o de los problemas de los presos, las críticas han venido de un lado. Cuando he hablado de la violencia de ETA, de la necesidad de un reconocimiento del daño causado, de la autocrítica, o cuando me he movilizado contra ETA, la crítica ha venido de otro lado», comenta. «Creo que en general las críticas han venido de todos aquellos que no han terminado de entender que los derechos humanos no admiten parcialidades, y que no se puede mirar con ojos de pirata», dice mientras se pone la palma de la mano delante de un ojo. «No se puede mirar con un parche».
Txema Urkijo se sienta de espaldas a una cristalera, al fondo de la planta alta de una cafetería. Dentro la temperatura es agradable, pero fuera llueve y refresca según cae la tarde. Tras el soportal, al otro lado del cristal, hay una plaza pequeña y un tanto gris del centro de Llodio, el mismo pueblo que viera nacer a Ibarretxe. En la esquina de la callejuela anexa reluce un mural con motivos militares en característicos tonos azules y letras blancas con ese estilo tipográfico pretendidamente vasco de remates redondeados. En él se lee: ‘Denok eman behar dugu zerbait dena eman behar ez dezaten’. Traducido: «Todos tenemos que dar algo para que unos pocos no tengan que darlo todo». Es una frase atribuida a José Miguel Beñarán Ordeñana ‘Argala’, un histórico de ETA que fue asesinado por la ultraderecha en 1978.
Quedar allí con Urkijo había sido más sencillo de lo que hubiera sido unos meses antes. «Ahora tengo mucho tiempo», comentaba antes de la cita. El lehendakari Íñigo Urkullu lo había cesado de su cargo en la llamada secretaría de paz y convivencia, un órgano del Gobierno vasco desde el que se había articulado la relación con colectivos tan sensibles como las víctimas o los presos, y desde el que se habían desarrollado actuaciones de la vía Nanclares, los encuentros entre víctimas y presos o los testimonios de las primeras en los centros educativos vascos. Ese había sido su mundo desde que en 2002 empezara a hacerlo con el Gobierno de Ibarretxe, para luego seguir con el de Patxi López. Con él formaban equipo Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, gobernador civil socialista de Guipúzcoa asesinado por ETA el 29 de julio de 2000, y Jaime Arrese, hijo del alcalde de Elgoibar por UCD al que ETA mató el 23 de octubre de 1980. Desde el Gobierno vasco ha trabajado en la consejería de Joseba Azkarraga, de EA, la de Javier Balza, del PNV, y de Rodolfo Ares, del PSOE. «He trabajado con estructuras políticas diferentes, es obvio que tengo capacidad para trabajar con gente que piensa de manera diferente a la mía», comenta.
Su salida se achacó a una polémica que él niega y explica. Desde Covite, uno de los colectivos de víctimas más importantes, lo acusaron de no entregar una carta que uno de los presos de la vía Nanclares le había dado para una víctima. El emisor era Kepa Pikabea, un exmiembro de ETA arrepentido a quien se atribuyen más de veinte asesinatos, y el receptor Miguel Madariaga, un guardia civil que resultó herido en un atentado contra una casa cuartel en Andoáin en 1979. «Cuando me da la carta Kepa me dice que no quiere ningún tipo de publicidad, que no quiere que eso aparezca en los medios de comunicación. Cuando valoro que va a acabar en los medios, porque sé que todo lo que hace Madariaga lo hace con periodistas, decido no dársela y se lo comunico. Es decir, él sabe que yo no iba a hacerlo en esas condiciones, y está de acuerdo», reconstruye. «Esto se hace público un jueves y el viernes el Gobierno sabe de primera mano por boca de la compañera de Pikabea que mi comportamiento se ha ajustado a sus instrucciones y que he hecho lo que él me había dicho. Sin embargo, en las diferentes intervenciones, primero de Jonan Fernández y luego del portavoz del Gobierno, Josu Erkoreka, alientan la sospecha diciendo que es una actuación grave y evitan pronunciarse al respecto. Me parece una actuación tremendamente desleal». El intercambio frustrado de misivas data del año 2012, y dos años después ambos protagonistas pudieron reunirse cara a cara en uno de los encuentros que gente como Txema organizaban. Toda la polémica de Covite, que llegó a los medios, le parece por tanto «circunstancial», la parte pública de un enfrentamiento mayor, aunque soterrado. Bajo su punto de vista el motivo real es que no ha podido trabajar con Fernández, el máximo responsable de la secretaría. «Me hizo el vacío más absoluto desde el principio. Yo le planteé al lehendakari que había que modificar la situación y me dijo que iba a intentar arreglarlo, pero por lo visto no encontró la fórmula y finalmente optó por que me fuera yo».
Una amplia parte de la sociedad vasca ha convivido con la violencia de una manera no especialmente traumática
Ese fue el punto y final a su carrera de más de una década trabajando desde distintas instituciones, pero todo había empezado mucho antes. En 1988, desde Gesto por la Paz, peleó por sacar a la gente de la indiferencia y empujarlos a mostrar su rechazo a la violencia ahí donde más difícil era: su entorno cercano. «Había expresiones ciudadanas contra la violencia, pero se daban en grandes manifestaciones puntuales a consecuencia de algún atentado grave. Grave, no de cualquier atentado. Lo que no había eran expresiones de repudio a la violencia terrorista en espacios de convivencia reducidos, donde te conoce la gente, donde en lugar de ser varios miles de ciudadanos son apenas un puñado los que están dando la cara. Lo que se pedía a la gente de Gesto era que descubrieras ante tus conciudadanos tu compromiso en contra de la violencia». El reto no era ni mucho menos fácil en un momento en que el silencio campaba a sus anchas. «Había una mezcla de varios factores, donde no eran los menores el miedo y la indiferencia. Miedo a significarse, miedo a que el resto de los vecinos supiera que tú estabas en contra y que eso pudiera suponer un riesgo para ti. E indiferencia porque realmente hubo un momento en el que la violencia llegó a formar parte casi de nuestra vida cotidiana, y la contemplábamos y vivíamos junto a ella sin inmutarnos en exceso mientras no nos tocara. En general, una amplia parte de la sociedad vasca ha convivido con la violencia de una manera no especialmente traumática hasta que le ha tocado a algunos sectores», opina.
Unos metros hacia el sur, en paralelo al río, sin salir de la calle donde luce el mural militar, hay otro más pequeño y medio borrado. Es el símbolo de ETA pintado en negro en una pared blanca. Pese a los intentos de ocultarlo con brochazos del color de la pared la huella no se ha ido y ahí sigue, a la vista de todos. Junto al hacha y la serpiente, el lema ‘Bietan jarrai’, ‘Seguir con las dos’. Con las dos vías, se refiere: la del hacha, la fuerza, y la de la serpiente, el sigilo. La militar y la política. «En general, el ciudadano, mientras no le tocara, convivía con bastante naturalidad. Y así es como hemos visto escenas ya olvidadas de atentados o asesinatos en plenas fiestas que no provocaban la interrupción de la vida cotidiana. Es decir, no había una gran conmoción cuando se producía un atentado de estas características, o un asesinato de un convecino nuestro. Eso era indiferencia, era ‘no me ha tocado a mí, no es mi problema, yo no me voy a meter en líos y así no me tocará’ «, resume. Y por eso el reto de Gesto, que sacó a la calle pancartas y lazos, fue tan importante: visibilizar lo que otros no querían ver, dirigir la mirada a donde no se quería mirar. El brochazo que quería borrar la pintada.
La cafetería está prácticamente vacía, pero a un par de mesas de distancia hay unas mujeres con niños. Ellos corren y gritan justo al lado, mientras que ellas a veces guardan silencio como escuchando y dirigen alguna mirada. Txema sigue hablando del silencio. «No hay un momento a partir del cual las cosas pasaran de ser negras a blancas, entre otras cosas porque tampoco han llegado a ser blancas del todo. Es un proceso gradual, aunque ha habido hitos que han sido importantes», reconoce. El primero, los secuestros de José María Aldaya entre el 8 de mayo de 1995 y el 14 de abril de 1996 y los de José Antonio Ortega Lara, secuestrado el 17 de enero de 1996, y Cosme Delclaux, el 11 de noviembre de 1996. «Hubo una serie de secuestros concatenados que permitieron que hubiera una movilización permanente y se incrementara notablemente el nivel de concienciación de la gente», rememora. «Pero el asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un hecho que indudablemente supuso un empujón muy importante en el nivel de compromiso de la ciudadanía, donde se perdieron muchos miedos», afirma. A Blanco lo secuestraron el 10 de julio de 1997, nueve días más tarde de que Delclaux fuera puesto en libertad después de que su familia pagara a ETA lo exigido. Una vez él estuvo a salvo se inició una operación policial que culminaría con la liberación, a las seis horas, de Ortega Lara. Blanco no tuvo ese mismo destino: tras dos días de cautiverio fue tiroteado y falleció un día después, el 13 de julio de 1997.
Así, cuatro acciones contribuyeron de forma definitiva al ‘despertar’ de la sociedad contra ETA, que fue una de las causas que con los años propiciaron el final de la violencia. «Cuando ETA ve que su base social le da la espalda es cuando dice que llega el momento de apagar la luz. El terrorismo ha subsistido en Euskadi en tanto que ha tenido apoyo social, porque sin él este tipo de movimientos no se sostienen», afirma. Da cuatro ejemplos, dos de movimientos que carecieron de apoyo social y que murieron pronto, como las Brigadas Rojas italianas y la Baader-Meinhof alemana, y dos que pervivieron porque sí lo tenían: el IRA irlandés y la propia ETA. «Mientras hay una realidad social importante que está apoyando la acción violenta ese movimiento se va a regenerar en personas: ya puede haber los detenidos que quieras que siempre va a haber gente dispuesta a entrar. Lo mismo con el dinero. Pero si de pronto todos estos me dan la espalda y me quedo yo solo y me convierto en un grupúsculo que simplemente altera el orden público, la Policía me va a aplastar en dos segundos. Y eso ha sido lo que ha forzado a ETA al desistimiento», analiza. «La inmensa mayoría de la sociedad vasca estaba en su contra, no sé si en contra de sus fines, pero sí en contra de sus métodos».
El vaciamiento de su base social tuvo en ese despertar social su primer paso, igual que contribuyeron la acción judicial y policial, el contexto internacional o la Ley de Partidos, por la que se ilegalizó a las marcas electorales de izquierda abertzale y a la que acusa de tener «muchas deficiencias democráticas», pero de la que reconoce que fue «eficaz y muy útil». En su opinión, «ahí vino el giro de la izquierda abertzale, del sector social que ha estado legitimando y apoyando a ETA». La línea de meta estaba en 2005, en el proceso de paz del Gobierno de Zapatero, pero al final se movió unos cuantos años más. «En el proceso de 2005 estaba todo el mundo convencido. La propia izquierda abertzale estaba convencida de que era la definitiva, y que ETA no aprovechara aquella oportunidad fue un bombazo muy importante en todo esto. Por eso yo comparto ese análisis que dice que fracasó ese proceso de paz, pero es lo que permitió que luego haya venido lo que ha venido. Fue un fracaso necesario, porque fue el detonante de que cierta gente de la izquierda abertzale dijera ‘esto tiene que acabar, no puede ser’, y de que entonces iniciaran el giro», comenta.
Lo que empezó pasando en las calles, por tanto, acabó teniendo efectos dentro de ese mundo. Y en esos inicios organizaciones sociales como Gesto por la Paz fueron determinantes. «Era lógico que la reacción correspondiera a la sociedad civil. La violencia surgió en el seno de la sociedad civil hacia la propia sociedad civil. Afectaba al conjunto de la ciudadanía, luego era razonable pensar que todo este tipo de reacciones surgieran desde la propia ciudadanía. No se puede achacar en ese sentido una falta de diligencia por parte de las instituciones», comenta. «Lamentablemente, después de todo este proceso hoy tenemos una sociedad vasca con un nervio social y ciudadano de pulso muy débil, y eso es un problema en un momento como este». Muchas organizaciones, como el propio Gesto por la Paz o Lokarri, han decidido detener su actividad, pero nadie ha recogido el testigo. «Estamos muchísimo mejor que antes, pero no estamos en la mejor de las situaciones. Hay trabajo por realizar, y creo que está bien que haya un contrapeso a las instituciones en este tema». Lo que queda por hacer no es tanto resolver un conflicto, que él sí percibe, como afrontarlo. «A lo mejor no tiene solución, a lo mejor solamente tenemos que gestionarlo. Pero los conflictos se gestionan siempre con métodos pacíficos y democráticos, lo que no se puede es incorporar elementos de violencia y que vulneren los derechos humanos».
La memoria está compuesta de diversos relatos individuales de lo que cada uno recuerda: uno cuenta cómo fue torturado, otro cuenta cómo vivió el asesinato de no sé quién, otro cuenta qué ambiente vivió…
Su visión del conflicto no es la de quienes lo niegan, pero sí reniega de su utilización como justificación. «Se utiliza mucho la expresión ‘víctima del conflicto’, como si fuera la víctima de un terremoto. Hay un terremoto, el terremoto se ha producido por causas naturales y entonces hay víctimas. Hay quien habla de ‘víctimas del conflicto’ como que hay gente que es víctima como una consecuencia natural. Esto no es una consecuencia natural: aquí ha habido un acto voluntario por parte de un determinado colectivo que en un momento determinado ha decidido matar. No hay una relación necesaria, una causa de fuerza mayor que haya provocado que existan víctimas. Hay una decisión de un colectivo de no integrarse en el sistema democrático del que nos habíamos dotado la mayoría y de continuar defendiendo sus objetivos políticos a través de la violencia. Eso es un acto voluntario, no una consecuencia necesaria», explica. «El conflicto existe, existía antes de la violencia de ETA y va a seguir existiendo después de la violencia de ETA, y eso evidencia que ETA no es una cosa que tenga que ver necesariamente con el conflicto». Txema apura el café solo que ha pedido con una sonora aspiración y sigue: «¿Ahora qué? Ahora a intentar que no pasemos página a todo correr», dice riendo. «Y a intentar hacer una apuesta clara por políticas públicas de memoria para impedir que haya el más mínimo resquicio por el que se cuele ninguna teoría que justifique lo que ha ocurrido más allá de los relatos diversos que pueda haber. La memoria está compuesta de diversos relatos individuales de lo que cada uno recuerda: uno cuenta cómo fue torturado, otro cuenta cómo vivió el asesinato de no sé quién, otro cuenta qué ambiente vivió… Todo eso es algo que tiene muchas caras y que compondrá la memoria de este país».
A Txema le gusta la palabra ‘memoria’ mucho más que ‘relato’. Son dos de las expresiones más maltratadas en todo este proceso, pero él esgrime el hecho de que las políticas de memoria son algo reconocido y con trayectoria en otros muchos territorios que han vivido confrontaciones sociales similares y que pueden ser un buen espejo donde mirarse. Aquí, sin embargo, la expresión ha sido utilizada por algunos colectivos con otros matices y connotaciones. Por su trabajo con las víctimas Urkijo lo ha podido ver de cerca. «No me gusta lo de ‘manipular’ a las víctimas. No se ha tratado de eso, sino de utilizar políticamente su sufrimiento, que me parece más inmoral todavía. Es algo que ha estado ahí siempre y que ha sido muy evidente en algunos casos. Ha habido casos paradigmáticos, como la movilización en contra de las políticas de Zapatero en su primera legislatura, en la época del proceso de paz de 2005. Aquellas movilizaciones lideradas por la AVT con el apoyo indisimulado del PP fueron emblemáticas, la expresión máxima de esa utilización. Pero no ha sido una exclusiva del PP. Probablemente hayan sido quienes más han caído en esa tentación, pero de una manera o de otra todos han intentado arrimar un poco el ascua a su sardina. La preocupación hacia las víctimas siempre ha venido un poco impregnada de un cierto interés, y de eso no se libra absolutamente ningún partido», critica.
La labor de su equipo con las víctimas durante los años en los que estuvo en el Gobierno vasco fue muy diferente. «En la primera legislatura, en la dirección de víctimas, Maixabel Lasa se puso en contacto con todas las que residen en Euskadi. Una por una, con todas mantuvo algún tipo de contacto, personal o telefónico, para ver qué tal estaban, para conocerlas… Hubo un intento de generar confianza desde una institución percibida de una manera distante, cuando no adversaria, como era el Gobierno. En la segunda legislatura iniciamos una fase de apertura hacia las víctimas en otras partes de España, y empezamos a desplazarnos para conocerlas», relata. Urkijo huye de polémicas sobre quién es y quién no es víctima. Para él no lo es sólo quien ha sufrido algún tipo de violencia injusta, sino que añade un matiz importante: «Lo que caracteriza a una víctima es justamente que es inocente», asegura, y habla de reparación, de justicia y de verdad. «Hay cosas que siendo justas son ciertas, pero hay cosas que, aunque ciertas, son injustas». En pocas palabras, y volviendo a la idea de las víctimas de la violencia y no del conflicto, no es lo mismo sufrir un atentado o una agresión que resultar herido o muerto mientras se manipulaba un explosivo.
A la hora de trabajar con ellas desde un organismo público define tres cuestiones clave. «Lo primero es escuchar, porque normalmente las víctimas han sido muy poco escuchadas». Ese sencillo gesto, cuando viene desde una institución, «tiene un valor del que no somos plenamente conscientes», explica. «Lo segundo es considerar que estás ante una problemática que, aunque te afecte personalmente y te conmueva, no deja de ser de interés particular, y el interés público tiene que conciliar una suma de intereses particulares, no puede responder a un solo interés particular», advierte. «En tercer lugar, hay que ver a la víctima siempre como titular de unos derechos: tiene derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación, y por tanto hay que asumir que desde los poderes públicos hay que trabajar para hacer reales los ejercicios de esos tres derechos que tienen todas las víctimas de violaciones de derechos humanos». Al decirlo, marca con la voz la palabra ‘todas’.
Además de esos tres derechos, el trabajo con las víctimas ha dado frutos hacia la sociedad. El ejemplo que cita es el del programa de víctimas educadoras, que consistió en llevarlas a los centros escolares del País Vasco para que dieran testimonio de su experiencia. «La propuesta surgió desde el mundo educativo, no desde el mundo de la política, afortunadamente. El sector puso encima de la mesa el alto valor pedagógico que tiene el testimonio de las víctimas», comenta, algo que ve aplicable a cualquier tipología. Pone el ejemplo de los accidentes de tráfico: «Un testimonio así es tremendamente didáctico y pedagógico para un joven porque está viendo en primera persona las consecuencias de determinadas conductas que no se deben realizar. El testimonio de una víctima es el más claro de la injusticia de esa violencia, y es una manera de aprendizaje», concluye. La idea, sin embargo, levantó ampollas cuando fue planteada. «En un primer momento hubo un gran rechazo por parte incluso del Gobierno. De hecho, cuando lo planteamos en el último Ejecutivo de Ibarretxe el departamento de Educación, entonces de EA, no lo aceptó. Sin embargo, con los socialistas se pudo poner en marcha, aunque con una oposición muy fuerte del sector nacionalista de la comunidad educativa, que creía ver detrás de esa propuesta una suerte de adoctrinamiento político cuando el mensaje pedagógico de las víctimas es ‘no violencia, sí diálogo; estas son las consecuencias de la violencia…’. Nada que ver». Para su puesta en marcha se siguió «un programa elaborado por expertos, gente del mundo de la pedagogía y la educación, que definieron una serie de características que tenían que tener las víctimas, se montó un grupo de ellas que nosotros entendíamos que reunían esas características y se las formó». No valía cualquier víctima, ni podían enfrentarse al trance sin tener una preparación previa. «Poco a poco fuimos picando piedra y se demostró que era un éxito. Lo hicimos en muchos sitios con víctimas también del GAL, y no las identificábamos. Es decir, se presentaba a una víctima de ETA y a una víctima del GAL, hacían su discurso y sólo al final decían que una era de ETA y otra era del GAL, y eso a los chavales les impactaba», cuenta. «En esta legislatura el Gobierno del PNV ha dado continuidad al programa y lo ha ampliado, y son cada vez más los centros que están reclamando la presencia de las víctimas y se está intentando reforzar el grupo para poder dar abasto con las peticiones que está habiendo».
No ha corrido la misma suerte el programa de trabajo que se llevaba a cabo con otro colectivo delicado en toda esta situación: los presos. «La reinserción implica analizar cada delito para ver cuál es el contenido que tiene que tener esa reinserción. No es lo mismo la de un preso condenado por un delito de tráfico de drogas que está enganchado, con el que habrá que trabajar en el proceso de desintoxicación como elemento de reinserción, que la de un delincuente que ha cometido un delito porque no tiene ningún medio para subsistir, con el que habrá que intentar una inserción laboral para posibilitar que tenga medios y no delinca», explica. «En el caso de alguien que lo que hace es cometer un delito para conseguir una finalidad política estamos ante un preso que entiende que está justificado cometer un delito. En este caso la reinserción consiste en trabajar para convencerlo de que la defensa de los proyectos políticos no justifica el uso de la violencia y que el único método admisible en la sociedad actual son los métodos pacíficos y democráticos. Todo lo que signifique trabajar en intentar convencer a esa persona de que debe renunciar al uso de la violencia es el trabajo fundamental que hay que hacer en Instituciones Penitenciarias», comenta. El razonamiento, sin embargo, no tiene una puesta en práctica tan sencilla porque se parte de puntos de vista muy alejados, y pone el ejemplo de la asunción de las consecuencias de lo hecho en lo que respecta al polo opuesto de la ecuación: las víctimas. «Para los presos condenados por delitos que tienen motivación política son objetos, objetivos militares. Hay un proceso de cosificación de la víctima: no tiene nombre, no es nadie, hay que matar a ese y lo matan, no saben ni quién es». El objetivo de este proceso de reinserción, por tanto, sería desandar ese camino: «Un proceso de repersonalización de la víctima, una consideración de esa persona, de la familia y del daño realizado, un reconocimiento de que ese daño es injusto. Y si se asume esa responsabilidad, el planteamiento es perfecto y el objetivo es fantástico desde la perspectiva de lo que debe ser una política penitenciaria».
Hay un proceso de cosificación de la víctima: no tiene nombre, no es nadie, hay que matar a ese y lo matan, no saben ni quién es
Pero nada de eso ha sido fácil. Para el mundo de ETA los presos han sido uno de sus bastiones más importantes, los que lo han sacrificado todo para la causa. Son un grupo que nunca se ha integrado en las dinámicas penitenciarias, ni ha participado en la vida de la cárcel, al contrario: durante años las protestas, huelgas y plantes fueron constantes. Integrarse equivalía a aceptar su situación como presos comunes, algo que ellos no se consideran porque se ven como presos políticos. Todo ese mundo, el llamado ‘frente de makos’, ha gozado de una especial consideración en su entorno. De ahí que cuando uno de ellos vuelve a casa siempre es recibido en la calle por sus seres queridos y decenas de simpatizantes, bailan ‘aurreskus’ en su honor y les dedican vítores y aplausos. Detrás de todo, el EPPK, el Colectivo de Presos Políticos Vascos, un grupo activista de apoyo que ha actuado protegiendo su integridad, ayudando a los familiares en los desplazamientos, acogiendo y ayudando a los liberados en su vuelta a la vida de sus pueblos y organizando actos y protestas contra la dispersión o reclamando medidas ante las enfermedades de sus representados. Según la Justicia española el colectivo tenía además otra función, la de hacer de guardián de la ortodoxia de ETA, comunicando y haciendo cumplir las órdenes de la misma para mantener las filas prietas en su más simbólico frente, el penitenciario. Igual que estar dentro implica tener ayudas y apoyos, salirse equivaldría a lo contrario: perder el favor de ese mundo y, en ocasiones, que la familia tuviera que enfrentarse a las críticas y presiones en sus pueblos.
Y justo por la forma en la que entiende la reinserción de los presos de ETA y por la dificultad que entraña es por lo que la vía Nanclares fue algo tan complejo. «La obligación de la Administración será estar vigilante para que, en el momento en que se produzca el primer esbozo de reflexión por parte de los presos, regarlo, mimarlo, permitir que crezca, fomentarlo, abonarlo». Txema habla paladeando cada palabra y, cuando termina la enumeración, sigue. «Hacer todo eso para que termine dando fruto, no pisotearlo, porque si lo que se hace es pisarlo no va a haber más». Y es justo lo que ha pasado. «La vía Nanclares evidenció que la reinserción de estos presos era una realidad posible, lo que hace falta es potenciarlo». Habla de los talleres de debate y reflexión con gente de fuera de la cárcel, por ejemplo. «Si se hubieran hecho ese tipo de actividades con más frecuencia, involucrando a más presos, probablemente habríamos tenido resultados mucho más positivos desde el punto de vista cuantitativo. Pero no se trabajó, no hubo voluntad política, hubo cambio de Gobierno y se acabó todo. No es que no se continuara, es que se cortó el que había». Achaca la mayor parte de la responsabilidad al Gobierno central, que es quien tiene la llave de las prisiones, pero no exime a un Ejecutivo vasco que, entiende, podía haber fomentado el debate y las actividades fuera de la prisión aprovechando los permisos de estos presos. El problema, en su opinión, fue la falta de voluntad del que fuera su superior, Jonan Fernández. «Al secretario general de Paz y Convivencia el tema de Nanclares le molestaba. La apuesta del Gobierno vasco ha sido siempre la de llegar a un acuerdo con ETA y el EPPK, un acuerdo que solucionara el conjunto del problema, y no podía ir a negociar con ETA o con el EPPK después de sacarse la foto con los ‘traidores’, los que se han ido, los arrepentidos». Y por eso, explica, Fernández «ha huido de hacer declaraciones laudatorias de la vía Nanclares». Ese supuesto acuerdo, sin embargo, es imposible porque, en su opinión «el Gobierno vasco no tiene nada que ofrecer al EPPK. Lo único sería el intento de influir en el Gobierno central para que se modificara la política penitenciaria, fundamentalmente la política de dispersión, pero no pasa de ser una postura acerca de algo que no depende de sus competencias, y eso es insuficiente». En toda esta situación de bloqueo no ha ayudado que se rompiera la comunicación entre Interior y la secretaría por el pasado de Jonan Fernández en Batasuna, algo que Urkijo ve «injusto, porque todo el mundo tiene derecho a evolucionar», aunque critica la falta de reacción del Gobierno vasco para superar ese bloqueo.
A pesar de lo limitado de la incidencia de la vía Nanclares, que involucró apenas a uno de cada diez presos de ETA, esta tuvo una importante consecuencia: los llamados encuentros restaurativos que pusieron en contacto a presos arrepentidos con víctimas. «Yo a aquello lo llamé ‘la comunidad del anillo’, porque coincidimos una serie de personas en puestos clave, y fue ciertamente una casualidad, porque es lo que permitió que una experiencia inédita como esta cuajara. La experiencia de una relación entre presos y víctimas sí ha existido con anterioridad, pero no con presos que están cumpliendo condena». Y cita a algunos de los miembros de esa ‘comunidad del anillo’, un grupo de profesionales y responsables políticos que se conocían personal o profesionalmente y que coincidieron en la conveniencia de poner en marcha la experiencia: Mercedes Gallizo, exsecretaria general de Instituciones Penitenciarias; Jesús Loza, diputado socialista en el Parlamento Vasco, o Esther Pascual, mediadora penal en los encuentros. «Nos dimos cuenta de que nos conocíamos todos y de que teníamos una relación de confianza muy buena. Nos juntamos media docena de personas y dijimos: ‘Hostia, esto hay que hacerlo’. Y lo hicimos». El paso previo fue que los presos de Nanclares mostraran su voluntad de expresar su pesar a las víctimas, fueran directamente suyas o no. El resultado, que la mediadora recogió en el libro ‘La mirada del otro’, fueron quince encuentros, al menos tres de ellos entre víctimas y victimarios directos, celebrados sobre todo en 2011, con algunos en 2013 y 2014. En varios casos, destaca, «la relación entre ellos ha continuado», y otros no se dieron porque alguna víctima se negó. «Es razonable y comprensible, faltaría más. Respeto y entiendo a quien no quiera jamás participar en una cosa de estas ni perdonar, me parece una actitud perfectamente comprensible desde un punto de vista humano», explica.
Los encuentros se originaban cuando un preso expresaba esa necesidad y se contactaba con una víctima y esta respondía favorablemente. «Hay un trabajo previo serio, riguroso, de profesionales que tienen experiencia en mediación penitenciaria. Uno de los planteamientos que se puso encima de la mesa al comienzo del proceso fue que hubiera garantías plenas para la víctima: no puedes permitir un encuentro si en la otra parte no hay garantía de que va a reconocer el daño y va a asumir la responsabilidad del mismo. Aunque no fuera un requisito imprescindible la petición de perdón, sí tenía que tener claro que no iba a haber una justificación de lo hecho». A partir de ahí, cuando ambas partes estaban preparadas, se llevaban a cabo las entrevistas, siempre cara a cara y con la única presencia del mediador, «salvo que los protagonistas quisieran estar solos», matiza, algo que ocurrió en uno de los casos. Al salir, lo que manifestaban era «sobre todo muchísima intensidad emocional, sensación de gratificación y de alivio para las dos partes».
Txema recuerda esos efectos en un caso en concreto. «En la segunda fase de encuentros que hicimos había media docena de víctimas. Al explicarles para qué las habíamos reunido uno de ellos dijo: ‘A ver si lo he entendido bien, lo que me estás diciendo es que primero nos han jodido la vida y ahora nos piden ayuda para aligerar el peso de su conciencia, para quitarse peso de la mochila’. Les contestamos: ‘Bueno, pues no es eso sólo, pero también está eso’. A pesar de esa desconfianza, de esa suerte de recelo, aceptó participar. Cuando salió de la entrevista no llegó siquiera al aparcamiento, hasta el que hay como unos trescientos metros, sin llamarnos por teléfono para darnos las gracias por haberle brindado la posibilidad de participar en un encuentro de estas características. Ninguno iba pensando que necesitara que le pidieran perdón». En algunos casos habían pasado décadas desde la pérdida del ser querido. Sin embargo, manifestaban su intención de ayudar pensando en la conciliación o en el futuro que tendrían que vivir sus hijos. «Había una motivación altruista por parte de las víctimas. Sin embargo, muchas de ellas se encontraron un plus que no podían haber previsto: esa sensación de paz interior que da encontrarte con alguien que te ha generado dolor y que asume su responsabilidad».
Por efectos positivos como esos y por el fruto que han dado, Urkijo considera que reactivar esos encuentros sería «positivo no, imprescindible. Ni siquiera estoy diciendo que se alienten, que yo creo que se deberían alentar, lo único que reivindico es que se arbitren los medios para que, si alguien quiere hacerlo, lo pueda hacer». Lo dice en referencia a encuentros que estaban en marcha y que se interrumpieron e imposibilitaron en cuanto se decidió no continuar con el programa. «Hay un preso, que todavía está cumpliendo condena, que estuvo trabajando un año el encuentro con dos viudas a cuyos maridos había asesinado él mismo. Instituciones Penitenciarias no lo permitió, aunque ellas habían aceptado. Las víctimas querían y les tomaron el pelo vilmente porque no les decían que no, les ponían pegas y excusas. Ellos están convencidos de que cuando el preso salga harán el encuentro, pero ¿quién es Instituciones Penitenciarias para, si dos personas quieren hablar, impedir que puedan hacerlo? Y más para una cosa de estas, que se supone que la piden las propias víctimas. Estamos hablando de un Gobierno al que se le llena la boca cuando habla de las víctimas, ¿de qué víctimas, de las que piensan como él o de cuáles? ¿Por qué el Gobierno no les permite estar juntos si esas dos viudas querían estar con ese preso porque les quería pedir perdón?», pregunta enfadado. «Nadie está hablando de imponer nada. Esto no es un proyecto predicable ni en el conjunto de los presos ni en el conjunto de las víctimas, pero estoy convencido de que si se favoreciera trabajar con él habría más de una víctima y más de un preso que tendrían interés», asegura.
Se presentó allí con un ramo de catorce claveles, trece rojos y uno blanco, y lo depositó en el monolito que tiene allí Juan Mari. Los trece rojos simbolizaban los trece años en los que él no había estado, y el clavel blanco el año en el que él por fin había estado
De todas las experiencias vividas en casi treinta años hay una que recuerda en especial, y a la que se aferra para defender las bondades de lo que se hizo en Nanclares: el caso de su excompañera Maixabel Lasa. «Ella ha tenido la oportunidad de estar con dos de los tres miembros del comando que asesinó a su marido. Con uno de ellos, Ibon Etxezarreta, se vio en el mes de mayo de 2014. El 29 de julio, dos meses después, era el aniversario del asesinato, día en que cada año la familia y amigos hacen una ofrenda floral en Legorreta, el pueblo de Maixabel. Ibon tenía un permiso y pidió ir. Quiso estar en ese acto de homenaje, así que habló con Maixabel, ella lo habló con la familia y no les pareció mal. Se presentó allí con un ramo de catorce claveles, trece rojos y uno blanco, y lo depositó en el monolito que tiene allí Juan Mari. Los trece rojos simbolizaban los trece años en los que él no había estado, y el clavel blanco el año en el que él por fin había estado. Catorce años después estaba poniendo esa ofrenda floral en el monolito de la persona a la que él había contribuido a asesinar». Txema baja un poco la voz al hablar, y espacia las palabras. «Es un caso excepcional, porque no es fácil encontrarte con un preso así, ni con una víctima así… Pero mira, si uno es posible pueden ser posibles más».