Hubo un tiempo no muy lejano en el que Cataluña era un pilar del socialismo nacional. Aunque la federación más poderosa e influyente siempre ha sido la andaluza, la alianza con el PSC -un partido hermano aunque diferenciado- suponía por aquel entonces un enorme rédito para el PSOE en el Congreso. Es verdad que Andalucía pone en juego más escaños que Cataluña porque tiene mayor población, pero también es verdad que en Cataluña la pelea no era contra el PP, sino contra CiU. Explicado de otra forma: casi todo lo que los socialistas sumaran en Cataluña era ganancia ‘neta’ sobre el PP.
Eso se ha hecho más patente en los últimos años desde que Ciudadanos comenzara a despuntar y desplazara a los ‘populares’ del terreno de juego catalán hasta el punto de acabar siendo residuales. Los de Rivera tienen el enorme mérito de haber logrado convertirse en la alternativa ‘españolista’ y conservadora en un contexto en el que otros han sucumbido: le pasó a UPyD, que logró menos votos que el partido de Carmen de Mairena, y le ha acabado pasando al mismísimo Partido Popular, empujado al grupo mixto.
Lo que sucede es que el crecimiento de Ciudadanos a costa del PP no se debe a una oposición en lo ideológico (izquierda o derecha) sino a lo identitario, y en esa pelea el enemigo no ha sido el PSC, sino el soberanismo encabezado por la antigua Convergència. Y eso, que podría parecer una buena noticia para los intereses socialistas, es en realidad algo negativo: en política sólo ganan los extremos del conflicto, mientras que todos los demás sobreviven a duras penas. Por eso la polarización ha hecho que soberanistas y Cs copen el debate y los resultados, mientras que los socialistas catalanes han ido diluyendo su fuerza en el Parlament, y en paralelo en el Congreso de los diputados.
La época dorada del PSC en Cataluña llegó como respuesta al acuerdo de CiU con el PP para que José María Aznar pudiera instalarse en La Moncloa. Por más que CiU fuera la ‘vis’ catalana de los populares -nacionalista moderada, conservadora y liberal-, el electorado comenzó a desequilibrar por aquel entonces la balanza entre lo ideológico y lo identitario. El hecho de que el discurso del PP fuera girando progresivamente hacia la demonización del nacionalismo -vasco y catalán- acabó de precipitar la caída de Jordi Pujol, en parte por ese pacto y en parte por todo lo que se sabría después.
En los comicios de 1999 Pasqual Maragall superó en votos -aunque no en diputados- a un Pujol en retirada. Cuatro años más tarde, y aun perdiendo diez escaños, la nueva CiU de Artur Mas salió del Govern por primera vez en la democracia. Esa paradoja -gobernar pese a caer- fue fiel reflejo del cambio que empezaba a muñirse en las bases electorales catalanas: el bajón del PSC había discurrido en paralelo al subidón de opciones independentistas de izquierdas como ERC. Las primeras señales fueron ignoradas y primó el conseguir la presidencia. Después llegaría la negociación del Estatut, y en los años sucesivos todo lo que derivó hacia el ‘procés’ actual.
Empalmaron cinco elecciones con derrumbes significativos hasta tocar el suelo con 18 escaños, 34 menos que cuando Maragall
De aquel lejano 1999 hasta hoy el PSC no ha dejado de caer. Gobernaron dos legislaturas, pero empalmaron cinco elecciones con derrumbes significativos hasta tocar el suelo con 18 escaños, 34 menos que cuando Maragall. Todo en dieciséis años.
En todo ese tiempo el socialismo catalán ha vivido sucesivos cismas, más o menos evidentes, y no siempre visibles. Es algo común a todos los partidos, pero que en un contexto político acelerado y extremo como el catalán se ha vivido más intensamente.
Cuando el debate dejó de ser ‘izquierda o derecha’ para pasar a ser ‘soberanismo o españolismo’ el PSC se vio sometido a fuertes presiones de uno y otro extremo. No es nada que no sucediera a otras formaciones de izquierda -ahí están Raül Romeva y Joan Coscubiela en ICV, o Albano Dante-Fachín y Xavier Domènech en Podemos-, pero en el PSC resultó tener un impacto mucho más demoledor en sus resultados.
Por el lado soberanista la escisión más visible -aunque no la única- fue la de Ernest Maragall, hermano del president, que abandonó el PSC en 2012 para abrazar al soberanismo. En 2014 se presentó a las europeas como candidato en la órbita de ERC y ya ha confirmado que el próximo año será el candidato al ayuntamiento de la capital catalana como cabeza de lista de los independentistas.
Cuando el debate dejó de ser ‘izquierda o derecha’ para pasar a ser ‘soberanismo o españolismo’ el PSC se vio sometido a fuertes presiones de uno y otro extremo
Por el lado ‘centrista’ hubo un trasvase disimulado de cargos medios hacia las filas de Ciudadanos, como fue el caso de Jordi Cañas, ahora diputado de la formación naranja en el Parlament. Ha habido también intentos a medias de pescar en nombres de postín, como el del exministro Celestino Corbacho, que apoyó en un vídeo a la formación pero descartó recientemente ser candidato en las próximas municipales.
Sin embargo otro exsocialista sí ha aceptado el encargo, evidenciando esa otra corriente de fuga: el exprimer ministro francés Manuel Valls, que encabezará la lista de Ciudadanos en la contienda del ayuntamiento barcelonés. El salto de Valls ha tomado cuerpo después de salir derrotado de las primarias socialistas para suceder a François Hollande y tras haber sido rechazado por Emmanuel Macron para sumarse a su partido. El ahora presidente galo le rescató de la quema ‘permitiéndole’ entrar en un Parlamento en el que apenas ha trabajado y del que se espera que salga para dar el salto a la política española.
Así las cosas, un PSC en caída constante se enfrentará a sus dos almas huidas en el combate por Barcelona: el independentismo por un lado y el giro al liberalismo españolista por otra. Sólo el ‘momentum’ político de Miquel Iceta puede hacer frente al riesgo de que la sangría siga produciéndose hacia ambos lados. Quizá el último baile para evitar verse abocados al mismo abismo que el PP catalán.