Susana Díaz habla con Juan Manuel Moreno Bonilla (Fuente: Wikimedia Commons)
Susana Díaz habla con Juan Manuel Moreno Bonilla (Fuente: Wikimedia Commons)

La rendición de San Telmo, la última reconversión pendiente de Andalucía

Andalucía ha sido, durante décadas, un poder en la sombra para la política nacional. Sin hacerlo visible, tuvo un peso específico claro en las decisiones del PSOE. Ahora la atalaya se ha venido abajo: Andalucía ya está en manos del PP.

 

El pasado jueves el Parlamento andaluz puso punto final a una rareza política. Con la constitución de la Mesa se escenificó la puesta de largo de un acuerdo tripartito que conllevará el cambio de Gobierno en la región, algo aún inédito. Hasta Cataluña, Euskadi o Galicia vivieron breves paréntesis de cambio de ciclo. Incluso Extremadura y Castilla-La Mancha lo hicieron.

Sólo Andalucía se mantenía inalterada casi 40 años después. Ahora, tras las elecciones de diciembre, el PSOE está a punto perder el poder en la autonomía más poblada del país, auténtico granero de votos e histórica reserva espiritual de la formación.

La importancia de la plaza trasciende lo simbólico, porque ninguna decisión se ha tomado en Ferraz sin la aprobación de San Telmo. La simbiosis vivió su máximo esplendor en tiempos de Felipe González y Alfonso Guerra, pero se mantuvo a lo largo del tiempo. La reforma del Estatut catalán, la negativa a pactar en Navarra en 2007 o la luz verde para hacerlo en Euskadi en 2014 tuvieron Sevilla como epicentro. No en vano, fue la federación socialista andaluza la que decantó la balanza a favor de José Luis Rodríguez Zapatero contra José Bono, como lo haría después hacia Alfredo Pérez Rubalcaba contra Carme Chacón.

Andalucía no era una, sino dos: en las generales y municipales el voto ya no era socialista

Durante décadas fue un poder tan evidente que no necesitó hacerse visible. Por eso el primer síntoma de decadencia bien pudo ser la intervención directa de Susana Díaz para aupar a Pedro Sánchez primero y hacerle caer después. Dos años después, él está en la Moncloa y ella, como mínimo, en la oposición. El cambio de régimen ha tardado en llegar, pero al hacerlo ha seguido las líneas a las que se ha habituado la política nacional en los últimos años: ha sido acelerado y estrepitoso. Cierto es que Andalucía en realidad no era una, sino dos. En las elecciones generales y las municipales el voto no era ya socialista, sino que se había ido tiñendo poco a poco de azul. Sobrevivieron a la marea popular de 2011, cuando Javier Arenas no logró la mayoría absoluta y consiguieron aferrarse al poder aupados por IU. Tomaron aire cuatro años después cuando los populares empezaban a notar el desgaste, esta vez gracias al apoyo de Ciudadanos. Pero en esta España tan convulsa nada, ni siquiera el PSOE andaluz, dura para siempre. A la tercera ha ido la perdida.

En esta España tan convulsa nada, ni siquiera el PSOE andaluz, dura para siempre. A la tercera ha ido la perdida

El cambio de ciclo tiene un impacto político nacional evidente porque abre la puerta a un nuevo escenario, otro más. Ahora hay un partido a la derecha del PP con peso suficiente como para decidir. Con él, serían cinco las formaciones nacionales de cara a unos futuros comicios. La forma en que eso redibujaría el escenario político y los equilibrios de poder es todavía una incógnita, y de cómo se desarrolle la legislatura en Andalucía dependerá en cierta medida el futuro del país. Por lo pronto, igual que en 2011 se vio que hay derrotas que pueden ser victorias, las elecciones han puesto de manifiesto que hay sumas que restan -que se lo digan a Podemos e IU- y también restas que suman. A fin de cuentas el PP no ha podido gobernar hasta que no se ha fragmentado y ha encontrado socios con los que pactar. Pero el fin del mandato socialista tiene una lectura de mayor calado, que es en clave local. Además de otros muchos factores, tiene que ver con la gestión de la corrupción, enquistada en unas instituciones que han crecido bajo la sombra de un solo partido. Esa corrupción, visibilizada en la gran trama de los ERE y las subvenciones irregulares, esconde otra clave política que ha definido el desarrollo andaluz: durante décadas se ha luchado contra la pobreza de la región construyendo una economía dependiente del subsidio.

Más allá del tópico político de las capitales alejadas de la realidad andaluza, la debilidad económica de la zona ha determinado en gran medida su presente. El caso paradigmático fue la negociación de la reforma del olivar allá por 1998, un asunto pendiente de la integración española en la CEE que tuvo como protagonistas a dos miembros del PP: en el lado español, la ministra Loyola de Palacio, y en el comunitario, el comisario Franz Fischler. Quién sabe si el devenir del poder socialista en la región hubiera sido distinto si les hubiera tocado a ellos plegarse a las exigencias de Bruselas.

Aquella negociación supuso que se levantaran límites a la que era la principal fuente de riqueza de la región. A cambio recibirían compensaciones económicas para las plantaciones anteriores a 1998, que después se vieron ampliadas a otras más recientes. Se estima que desde 1986 Europa ha destinado más de 100.000 millones de euros a controlar su producción, entre otras medidas. Aún hoy Andalucía representa un tercio del olivar europeo con más de un millón y medio de hectáreas dedicadas a su cultivo. Pese a todo, la región sólo abandonó el furgón de cola de las más pobres de la UE durante un breve lapso de tiempo, y fue por culpa de unas cifras económicas alteradas por la explosión del ladrillo.

La llegada del PP a la Junta de Andalucía, apoyado por Cs y Vox, pretende cambiar la dinámica. No sólo la de la pobreza endémica de la región, algo que cualquier partido desearía, sino la de la cultura del subsidio de la que han hablado en sus programas políticos. El problema que encontrarán, más allá de las resistencias externas y la oposición feroz, es que ciertas prácticas no dependen sólo de las dinámicas internas, sino también de los condicionantes externos. Andalucía es una región eminentemente rural y la realidad agraria no es competencia autonómica, ni siquiera regional. En Jaén en general -y en Martos en particular- lo aprendieron gracias a la obstinación del comisario Fischler, recordado en la zona porque intentó comerse una oliva directamente de un árbol. Como bien saben allí la oliva sin procesar es amarga, como amargas son las derrotas inesperadas.