Apareció de rebote, pasó a primera línea por necesidad y acabó siendo el que, contracorriente, contribuyó de forma decisiva a que ETA dejara las armas. La historia de Arnaldo Otegi está salpicada de dosis de casualidades, un buen puñado de condenas judiciales y no pocos enfrentamientos políticos.
Visto por los suyos como un pacificador y tachado de terrorista por los contrarios, el secretario general de Sortu, una vez recuperada la libertad, es un actor fundamental para desterrar para siempre la violencia de ETA, por más que sea una figura incómoda para muchos.
El Otegi líder
La historia de Otegi empieza con la primera de muchas casualidades: fue a nacer justo el mismo año que ETA, allá por 1958. Su salto a la política vino por otra coincidencia: la condena por pertenencia a banda terrorista y consecuente inhabilitación de una compañera de lista electoral en Herri Batasuna, cuya renuncia hizo que él tomara asiento en el Parlamento Vasco. El espaldarazo definitivo llegó, de nuevo, por azares de la vida: la detención de los 23 miembros de la mesa nacional de HB y el vaciamiento de las estructuras del partido, que hizo que tomara el mando como portavoz de la formación y sus sucesivas marcas, una y otra vez ilegalizadas durante nueve años.
Antes de que él se convirtiera en la cara visible la izquierda abertzale hubo otros líderes simbólicos. El más importante entonces era posiblemente Jon Idigoras, encarcelado en aquella operación policial de 1997 y liberado poco después por su estado de salud. Otros fueron Josu Muguruza, asesinado a tiros por ultraderechistas a las puertas del Congreso -Idigoras sobrevivió porque se encasquilló un arma-, o Santi Brouard, asesinado años antes por el GAL.
Uno enfermó y dos fueron asesinados, lo que contribuyó a agrandar su mito interno. Pero ninguno consiguió lo que Otegi: ser el líder reconocible y casi incuestionable para la izquierda abertzale. Y eso le convierte, aunque despierte antipatías al otro lado, en el interlocutor necesario para apuntalar el final de ETA.
Porque una de las cosas que ha caracterizado a esa heterogénea capa de movimientos políticos, sociales y culturales, algunos muy radicales y otros más ideológicos, es el no tener un único líder visible. Al menos hasta que Otegi, dadas las circunstancias, acabó tomando las riendas.
A la vez que él, o cuando él ha estado en una de sus múltiples incursiones en la cárcel, un grupo de dirigentes fue ganando visibilidad mediática en distintos momentos de las últimas dos décadas: Rufi Etxeberria, Joseba Permach, Iñigo Iruin, Rafa Díez Usabiaga, Juan José Petrikorena, Pernando Barrena… Desde los más ‘duros’ a los más posibilistas, cada uno con distintas trayectorias. Pero ninguno un líder reconocido por todos los sectores.
El Otegi en transición
Cuando su carrera política dio el primer paso con la entrada en el Parlamento Vasco le tachaban de ‘duro’. No en vano, sus declaraciones a los medios fueron muchas veces incendiarias, especialmente después de algunos atentados.
Una de sus citas más célebres se produjo durante su entrevista en el documental ‘La pelota vasca’, de Julio Médem. Dijo entonces que un mundo en que la gente comiera en una hamburguesería en Lekeitio o Zubieta sería tan aburrido «que no merecerá la pena vivir» en él. Y decía más: esa visión de un mundo «aburrido» incluía que se escuchara música rock y vistiera ropa americana, se dejara de hablar su lengua para hablar inglés y se usara internet «en vez de estar contemplando sus montes».
La cita reflejaba la esencia más pura del pensamiento nacionalista, la férrea defensa de lo tradicional, de lo identitario, la lengua, la tierra, las costumbres. Pero esa idea, o al menos así expresada, tenía una caducidad muy corta: la defensa de lo propio no tiene por qué implicar aislarse del exterior, y es algo que el líder abertzale, pragmático como es, acabó aplicando a sus propias estructuras.
A fin de cuentas, también ese alma más tradicional de Euskadi ha evolucionado con el conjunto de la sociedad. En ese mismo Lekeitio que citaba en la entrevista tiene lugar cada año un baile tradicional llamado ‘kaixarranka’, en el que un vecino vestido de gala danza para conmemorar una festividad popular mientras es sostenido a peso por ocho compañeros. Ese mismo nombre tradicional fue el que adoptó hace algún tiempo un conocido restaurante de la localidad que se popularizó, entre otras cosas, por sus hamburguesas.
Todo eso que demonizaba, por tanto, ha sucedido. Esa ‘pureza’ nacionalista era irreal.
Después de aquella entrevista los mensajes empezaron a cambiar. Un año después, el 11M, Otegi, como líder de un movimiento ilegalizado, fue el encargado de transmitir un sorprendente mensaje de ETA confirmando que ellos no habían tenido nada que ver con los atentados de Atocha.
El Otegi negociador
A finales de ese mismo año, tras el 11M y con Zapatero en La Moncloa, se dio el giro definitivo: con ETA todavía matando, y quizá sin contar con la bendición de todo su entorno, lanzó una llamativa propuesta en el Velódromo de Anoeta, el recinto fetiche de la izquierda abertzale: habló abiertamente de buscar un final negociado de la violencia de ETA. Y sí, negociaciones hubo con todos los gobiernos, y gestos del Estado también -especialmente llamativo aquel del gobierno de Aznar liberando y acercando presos-. Pero esta vez la naturaleza de la oferta de Otegi, que llevaba un par de años reuniéndose con Jesús Eguiguren, líder del socialismo vasco, era diferente.
Al año siguiente se iniciaron los movimientos en ETA. ‘Josu Ternera’, líder histórico de la formación que lleva años huido aunque controlado por la Inteligencia española, también empezó a reunirse con Eguiguren. Según informes del CNI ‘Ternera’ pudo ejercer el mismo papel que Otegi en el lado de ETA: intentar impulsar una salida negociada a las armas. El presidente Zapatero recogió el guante de aquellas reuniones, calificando la voluntad de Otegi expresada en aquel mítin como «un discurso de paz».
Pero un ‘Ternera’ enfermo encontró, como Otegi, resistencias internas muy fuertes. ‘Thierry’, uno de los últimos líderes de la rama más dura de ETA, dinamitó aquel proceso con el atentado de la T4. La forma en que el líder abertzale reaccionó a aquello no contentó a sus interlocutores, pero ya reflejaba un cambio sutil de discurso: el proceso iniciado no iba a detenerse por más que ETA siguiera sin aceptarlo.
El doble mito de Otegi
El último fracaso de las negociaciones devolvió a Otegi al lugar que durante dos décadas había ocupado: el que la sociedad otorgaba a quien ponía como cara visible del entorno de ETA. Mientras, la banda se desgajaba en una lucha interna repleta de traiciones que acabó con la detención de sus dos últimos jefes ‘de peso’, el citado ‘Thierry’ y el joven ‘Txeroki’.
Mientras el mundo abertzale convulsionaba por lo sucedido, Otegi fue cuestionado por ese atentado y los que le siguieron. Esa percepción negativa se reforzaba con el pasado del líder abertzale, porque su historia empezó a escribirse mucho antes de aquel salto a la política: con 19 años entró en ETA y, cuando los ‘polimilis’ decidieron dejar las armas, él optó por seguir dentro. Participó en un secuestro, fue detenido y condenado por ello. Ningún otro hecho delictivo vinculado a acciones violentas de ETA fue jamás probado por otro tribunal. Sin embargo, su paso por la organización -como lo tuvieron otros tantos personajes políticos vascos luego integrados con normalidad en los engranajes democráticos- es el argumento constante de sus más férreos detractores.
Desde entonces hasta ahora, ser el rostro más visible de la izquierda abertzale le ha llevado a ser una de las personas que más rechazo genera a la sociedad española. Suya ha sido la cara que, en tiempos, defendió o justificó un mundo en el que no había más líderes visibles. ETA, como organización delictiva y clandestina, no ha tenido más caras que las de los carteles de las fuerzas de seguridad y los pasamontañas de los comunicados, pero la izquierda abertzale, su expresión política, sí: cualquier ciudadano podría cruzarse con el asesino de cinco personas sin saber quién era, pero reconocería al instante a Otegi al verlo a lo lejos.
Así, a través del relato construido a su alrededor, muchos han definido a Otegi como a un terrorista, asociándole inclusodelitos de sangre. La realidad, sin embargo, es otra: tras aquella condena por participar en un secuestro, el resto de sus periplos judiciales han sido por lo que ha dicho -ya sea alabando a algún etarra o atacando al Estado- y por lo que ha hecho -participando en movimientos políticos que habían sido declarados ilegales-. Se le puede achacar que no haya sido firme contra la violencia de ETA, como evidenció esta entrevista de Jordi Évole, pero no delitos de sangre.
A un lado está el hombre, sus ideas y sus actos, y al otro la realidad que se le ha edificado alrededor. A ese relato del rechazo de la sociedad le complementa otro: el de quienes le han erigido como un mártir del sistema que le ha mantenido los seis últimos años en la cárcel por haber trabajado por constituir un partido con sus bases ilegalizadas. Es el mismo partido que fue declarado legal cinco años atrás y que entró en las instituciones mientras él seguía en la cárcel.
Ya en prisión, en el año 2012, publicó ‘El tiempo de las luces’, una extensa entrevista en la que insistía en lo hecho y despejaba dudas: el siguiente paso, decía, era el desarme de ETA. Voces de todo el mundo pidieron entonces su liberación, incluyendo premios Nobel -como Adolfo Pérez Esquivel o Desmond Tutu-, víctimas del terrorismo -como Eduardo Madina- o el propio juez que le encarceló -Baltasar Garzón-.
Todo eso sirvió para cohesionar a la izquierda abertzale, especialmente después del ‘bajón’ de sus últimos resultados electorales, y reforzar su discurso. Si había alguna fisura en torno al apoyo a Otegi el cese de la violencia de ETA y la cárcel la han terminado de disipar: él es el líder, el aliado que el Estado necesita para que el proceso que inició no tenga vuelta atrás, por más que algunos sigan viendo en él más sombras que luces.
La serendipia política le puso en primera línea, el tiempo le hizo matizar su discurso y la cárcel le acabó de convertir en un líder carismático para los suyos. Pese a quien pese, todos los caminos para terminar de eliminar la violencia de la ecuación pasan por él.