Barack Obama ganó las elecciones por varios factores. En lo económico el rescate del sector del automóvil le garantizó un voto clave en Estados indecisos. En lo social la reforma migratoria le ayudó a conquistar el voto latino. En lo estratégico su rival no era un candidato fuerte. En lo político el Partido Republicano estaba dividido. Todo eso, sí. Pero también ganó, y a saber en qué medida, gracias a Bill Clinton.
El expresidente escenificó su adhesión a la candidatura de Obama en la Convención Demócrata en el momento justo, cuando iban por detrás en las encuestas por primera vez. En un contexto de crisis Mitt Romney se estaba manejando mejor en el eje central del debate, el económico. Él, gestor empresarial de éxito, ponía a disposición de los estadounidenses su experiencia para sacarles del atolladero. Nada mejor para conjurar esa figura que tener a Clinton, artífice de la consolidación económica de EEUU, para arropar a Obama. Él, el presidente que dejó una Casa Blanca a George Bush, como revulsivo. Y funcionó.
¿Qué tiene de raro que Clinton apoyara a Obama? Que se odiaban. Y posiblemente se sigan odiando. Las primarias de hace cuatro años no fueron gratis, más bien al contrario: dejaron un buen reguero de sangre en el Partido Demócrata. Para los ciudadanos y para el mundo entero fue un año de espectáculo político de primera línea que borró por completo a los republicanos del tablero electoral. Pero a qué precio. Barack Obama y Hillary Clinton se despedazaron en unas primarias interminables, peleando en cada caucus, en cada votación. Una mujer o un negro, fuera quien fuera el candidato demócrata nadie parecía dudar que sería uno de ellos quien pisaría el despacho oval. Y así fue.
Los medios seguían al detalle cada movimiento mientras McCain conseguía la nominación sin pena ni gloria. Y, con más pena que gloria, acabaría aplastado por el rodillo de marketing en el que se convirtió el Partido Demócrata. Al final hubo una guinda para el pastel: un acuerdo salomónico entre dos rivales que se habían acuchillado durante meses. No cuajó la vicepresidencia, pero sí la secretaría de Estado. Desde ella Hillary Clinton no desaparecería del mapa y Obama se garantizaría los apoyos de unos votantes que, pese a ser de su mismo partido, a ratos parecían odiarle más que los mismísimos republicanos.
El paso delante de Bill Clinton para apoyar a Obama fue más allá del abrazo sobre el escenario: él asumió el peso de la campaña mientras Obama terminaba de apuntalar su remontada gracias a su gestión del huracán Sandy ¿Por qué? Los analistas decían que era su forma de volver a la escena pública, de iniciar el sendero de la campaña que hipotéticamente llevará a su mujer a competir, de nuevo, por la candidatura una vez Obama se marche. Esta vez, claro, con él como aliado.
Las primarias de entonces, las de hace cuatro años, sirvieron a los demócratas para recuperar la Casa Blanca. Fueron el arma perfecta para situarles en el centro mediático, pero eso genera más peligros que beneficios si no se miden los efectos a la perfección. En EEUU, donde los votantes cuelgan carteles de sus candidatos en sus jardines y donde los mítines son un espectáculo más, la cultura política invita al debate. Al debate y a gastar miles de millones de dólares en la precampaña, las primarias, la campaña y las elecciones.
En estas últimas de noviembre las tornas han cambiado: Obama no ha tenido oposición interna mientras los republicanos han copado todos los flashes. Eso sí, el combate entre Rick Sanctorum y Mitt Romney no fue tan épico como el de Obama y Clinton en su día, y eso se ha notado en el resultado final.
Paz italiana, guerra francesa
Bien diferente es la situación en Europa, donde la cultura política sabe poco de primarias productivas. Aquí hay dos tipos de partido político, el que designa a su candidato y el que lo elige. Lo que no es tan cierto es que la primera opción garantice transiciones ordenadas y cohesión interna, ni tampoco que la segunda suela ser síntoma de transparencia interna y respeto por la democracia. En política las cosas nunca son tan fáciles y las tendencias cambian con el país.
Regularmente los partidos que ganan celebran aclamaciones más que primarias, porque no hay mejor elemento cohesionador que las victorias. Siguiendo la misma lógica, no hay mejor disolvente de uniones que las derrotas. Y en esas situaciones unas primarias pueden servir tanto para relanzar una marca, como le pasó a los demócratas estadounidenses, como para terminar de hundirla.
Un posible caso de lo primero es Italia, un país gobernado por un presidente al que nadie ha votado y que se enfrenta a su enésimo terremoto político. Justo después de que el tres veces primer ministro italiano Silvio Berlusconi haya anunciado su regreso a la política, Mario Monti anuncia su inminente dimisión. En la izquierda han tomado la delantera y, de cara a unirse bajo una marca y una candidatura, han celebrado unas primarias que más que entre dos candidatos han elegido entre dos modelos: Pier Luigi Bersani, antiguo líder comunista y exministro de 61 años, se ha impuesto Matteo Renzi, joven promesa de 37. En este caso la victoria ha sido tan holgada, y los sondeos son tan buenos para ellos, que se hace difícil pensar que pueda haber rencillas tras la votación. Aunque claro, Italia es Italia.
Bien distinta está siendo la situación en Francia. Dominique Strauss-Kahn parecía el único hombre capaz de hacer sombra a Nicolas Sarkozy y su caída en desgracia dejaba las primarias socialistas galas sin un favorito claro. Mientras los conservadores de la UMP caían los socialistas estaban remontando, pero no se conocía la profundidad de la inercia. Ganó Françoise Hollande a Martine Aubry y ambos corrieron a comparecer juntos ante los militantes tras la votación. Más tarde, y contra lo esperado meses atrás, el “normal” Hollande acabaría derrotando a un Sarkozy con pies de barro. Ahí terminó una guerra y empezó otra.
Tras la derrota, los conservadores pusieron en marcha el proceso para designar a un nuevo líder, aún apenas recuperados de la estrepitosa caída de Sarkozy. Pero no estaban preparados para lo que se les venía encima: Jean François Copé, secretario general del partido, ganaba las primarias a François Fillon, exprimer ministro, por menos de cien votos tras anularse casi mil. Dos semanas después de las primarias ninguna de las dos facciones acepta la derrota ni quiere oír hablar de repetir la votación. Fillon se ha rodeado de sus fieles y ha formado un grupo parlamentario propio al tiempo que Sarkozy ha amenazado con hacer públicas sus preferencias. Mientras, siguen discutiendo. La UMP ha pasado de gobernar a estar al borde de la escisión en menos de un año.
Las primarias opcionales
En España hay de todo. En el PP, partido que no celebra primarias, Rajoy estuvo bien cerca de ser derrocado tras perder sus segundas elecciones generales en 2008. Mientras, el Zapatero triunfante no tuvo que enfrentarse a unas primarias tras su victoria electoral ni el Rubalcaba que le sucedió tuvo que pasarlas, en ese caso por el miedo del partido al coste de la escisión interna: los debates y las primarias mejor para después de las elecciones.
Pero aun queriéndolo evitar, de ese tipo de costes los socialistas españoles saben bastante. Terroríficos fueron los efectos de la bicefalia entre un Borrell elegido candidato frente a un Almunia que era el secretario general.
Terroríficas fueron las consecuencias de la cantidad de primarias que se celebraron en las distintas federaciones antes de las municipales y autonómicas de 2011, algunas como las de la Comunidad Valenciana con acusaciones de pucherazo y suspensiones de militancia incluidas.
Pero esas escaramuzas en un reino de Taifas no eran más que la antesala de la gran batalla: tras cada candidato de cada primaria se escondían Rubalcaba o Chacón. Finalmente ella decidió no pelear por ser la candidata en las generales que tendrían lugar meses después. Un único candidato sin aclamación: los socialistas olvidaron las primarias para no ahondar más las heridas.
Tras obtener los peores resultados de su historia, y creyendo a Rubalcaba muerto y amortizado, Chacón volvió a la carga y –ésta vez, sí- le plantó cara en unas primarias que perdió por los pelos ¿Sirvieron para apagar los fuegos internos? En absoluto: si la victoria de Asturias y la no derrota de Andalucía habían pacificado el panorama, la caída en Euskadi, el desplome en Galicia, el derrumbe en Cataluña y la falta de pulso socialista que muestra el CIS ha vuelto a encender las alarmas.
Ahora gran parte de las preocupaciones de los dirigentes socialistas se centran en ese modelo de primarias ‘a la francesa’ que prometieron implantar, contando con la decisión de todos los militantes y simpatizantes para elegir candidato. No se sabe cuándo se celebrará la reunión en la que se debata, ni qué propuestas se harán. Sin embargo Chacón ya ha reaparecido y ha habido movimientos variados de militantes: unos han recogido firmas, otros (con algunos de los anteriores) han deslizado un vídeo pidiendo perdón por lo hecho con Zapatero e, incluso, aparecen ‘terceras vías’ sorprendentes, como la de Joan Mesquida. Entre tanto, reaparece Felipe González en el enésimo intento de servir de símbolo para la catarsis socialista. A veces unas primarias no bastan para restañar heridas.