Alfredo Pérez Rubalcaba, en un acto del PSOE (Fuente: Wikimedia Commons)
Alfredo Pérez Rubalcaba, en un acto del PSOE (Fuente: Wikimedia Commons)

Rubalcaba, el último patriota

Ha fallecido Rubalcaba, y con él se va un hombre que lo ha sido todo en política. Todo salvo presidente del Gobierno, aunque fue candidato para serlo. Y lo fue no por su partido, sino por prestar un último servicio al Estado al que sirvió durante décadas frente a los focos… y entre sus sombras.

 

«Si quieres te puedo dar una entrevista, pero comprenderás que hay ciertas cosas que no puedo contar». Alfredo Pérez Rubalcaba, que ha fallecido tras un ictus, ya se había alejado de la política activa para volver a la universidad a dar clases de Química. ETA había renunciado a la violencia meses antes y él era el que mejor conocía los entresijos del proceso. Pero aunque ya nada ni nadie estuviera en peligro no quería poner en riesgo la memoria de quienes lo habían hecho posible. Demasiados secretos, demasiados borrones.

Lo demostró, por ejemplo, cuando se puso en contacto con los responsables de un documental acerca de la negociación fallida con ETA. La idea que manejaban era centrarse en el papel de Jesús Eguiguren y darle un tratamiento entre la comedia y el drama. Les citó para un café informal, pero no para decirles nada: quería saber qué iban a contar y de qué forma iban a hacerlo. Era su manera de preparar el golpe de atención sobre el exdiputado vasco, que en ese momento atravesaba un mal momento y estaba fuera del foco público.

En realidad no fue tanto un hombre de partido, que lo fue, sino de Estado. A cualquier precio, aunque fuera él mismo. Era capaz de sacrificar toda su trayectoria por salvaguardar las estructuras a las que había servido

El rol de Rubalcaba en los Ejecutivos en los que ha participado ha sido exactamente ese: el de intrigador prototípico de todas las ficciones. El hombre que sabe cosas. Ese que se mueve en las sombras, que tiene más datos de los que comparte y al que se respeta -y hasta teme- por todo lo que calla. En realidad no fue tanto un hombre de partido, que lo fue, sino de Estado. A cualquier precio, aunque fuera él mismo. Era capaz de sacrificar toda su trayectoria por salvaguardar las estructuras a las que había servido.

Justo eso fue lo que hizo al marcharse. Volvió a las aulas sin hacer ruido. Fue justo después de haber logrado los -entonces- peores resultados de la historia del PSOE. No fue su culpa: ningún candidato, tampoco Carme Chacón, habría conseguido levantar la pesada losa de la gestión de la crisis. Lo que pocos saben fueron las causas y plazos detrás de su retirada.

De hecho, aguantó un tiempo después en una posición de fuerza interna porque seguía teniendo una misión: el 15M había estallado en las calles y plazas y acabó floreciendo en un movimiento político de consecuencias inesperadas. La desafección campaba a sus anchas. La Constitución y el modelo de Estado estaban en cuestión y el soberanismo catalán elevaba su órdago. En paralelo la Casa Real se había visto envuelta en sucesivos escándalos, hasta el punto en el que el monarca se planteaba abdicar. Se abría un escenario inédito en democracia y en las altas esferas -las de verdad- había preocupación.

Por lo que pudiera pasar después, la operación de relevo necesitaba del consenso de los dos partidos que aún manejaban el Congreso. Ni Mariano Rajoy ni él iban a poner obstáculos en garantizar el trance con seguridad, aunque emergían voces en la izquierda pidiendo debatir. Por eso su última misión fue la de garantizar el éxito del cambio antes de que se desatara la tormenta. Después de eso Rubalcaba podía retirarse en paz.

El regreso del viejo profesor

Al volver a las aulas lo primero que tuvo que hacer fue dedicar unos meses a ponerse al día: en 31 años fuera de la universidad la tabla periódica había ganado diez elementos, el genoma había dejado de ser un secreto indescifrable y hasta se había aprendido a ‘editar’ código genético. Con más de 60 años, y viniendo de ser vicepresidente del Gobierno, pocos hubieran estado dispuestos a dar el paso. No lo necesitaba. Y, sin embargo, lo necesitaba.

En el fondo él siempre había sido un profesor. Así empezó su carrera en la política, como secretario de Estado de Educación allá por 1988, ministro de Educación en 1992 y, de ahí, a primera línea. El Ejecutivo de Felipe González tocaba a su fin tras más de una década en el poder, asolados por los escándalos de corrupción y los ecos del impacto de la crisis y la reconversión industrial. Necesitaban a un portavoz que supiera cómo explicar las cosas, que hiciera pedagogía en tiempos difíciles. Ese fue seguramente su primer gran servicio a los suyos, y la lanzadera para lo que acabaría siendo después para otros.

Tardó diez años en volver a primera línea, casi lo mismo que tardó el PSOE en volver al poder. Nunca antes se postuló. En un principio Zapatero no le incluyó en su gabinete, pero después los acontecimientos se aceleraron. Tras décadas de actividad armada ETA empezaba a moverse lentamente hacia su fin y el Ejecutivo necesitaba de nuevo a alguien como él: a un Rasputín discreto, leal y con capacidad de tomar decisiones. Era un tema demasiado sensible como para que lo llevara otra persona.

Un concejal de EH Bildu contaba por aquella época que él y sus amigos siempre brindaban por ‘Brugalcava’: jugaban a pedir ‘chupitos’ de bebida y uno en secreto se rellenaba con una mezcla de ron Brugal y cava

Al otro lado del telón la visión siempre ha sido diferente. Un concejal de EH Bildu contaba por aquella época que él y sus amigos siempre brindaban por ‘Brugalcava’: jugaban a pedir ‘chupitos’ de bebida y uno en secreto se rellenaba con una mezcla de ron Brugal y cava. El trago, amargo, siempre le tocaba a alguno de los presentes. Hasta en las negociaciones convulsas hay hueco para el humor, aunque sea amargo también.

Aquel proceso de negociación terminó con el atentado de la T4, pero precipitó el final de la actividad armada. Por aquel entonces la izquierda abertzale, interlocutora del Gobierno, ya apuntaba a un cambio de estrategia. La semilla del cisma ya florecía y era cuestión de tiempo que brotara. Años después, ya con ETA fuera de juego, los implicados en el proceso coinciden: cada paso, cada fracaso, había sido un avance necesario hacia el final deseado.

Lo mismo sucede con las personas. Todas y cada una de las implicadas, desde las víctimas a los negociadores, desde quienes hicieron posible el diálogo hasta quienes lo ejecutaron, ayudaron. Y a ambos lados. En esa larga lista, de nuevo, también está Rubalcaba.

Por eso el exvicepresidente es uno de esos personajes tan escasos en la primera línea política que encarnan la maltratada definición de patriota. Décadas de trabajo a la sombra, cientos de discursos, miles de decisiones y un puñado de polémicas por una causa común.

Rubalcaba no fue un padre de la Constitución. Pero como Adolfo Suárez o González, cada uno en su medida, supo ser uno de sus tutores legales. Su hoja de servicios bien lo demuestra: ayudar a acabar con ETA, salvaguardar la sucesión en la Corona… y llevarse consigo todos esos secretos que, a su juicio, no convenía que fueran contados.