Hace treinta años una pequeña aldea del Pirineo de Huesca se hizo universal. Fue gracias a ‘La lluvia amarilla’, obra en la que se ficcionaba acerca de cómo sería la vida del último de sus habitantes: desde los tiempos en los que unos pocos compartían las silenciosas noches de sus calles nevadas hasta el día en que finalmente el protagonista se quedó solo, haciendo que ese silencio se hiciera permanente.
Aquella Ainielle que describía Julio Llamazares no sólo es real, sino que cada vez es más común. Durante los últimos años el problema de la despoblación rural ha ido emergiendo como una tema recurrente, aunque de forma secundaria y casi inadvertida. Se ha hablado de la ‘Sibera española’, esa vasta extensión entre Aragón y la parte oriental de las dos Castillas en las que apenas hay núcleos poblados, y se ha ido visibilizando poco a poco el enorme problema de acceso a servicios que hay en grandes partes del país.
El breve mandato autonómico de María Dolores de Cospedal, una política de primera fila en aquel momento, puso el foco en una de esas regiones casi invisibles para el resto del país y llevó a los titulares las carencias sistémicas en lo que respecta a Educación o Sanidad. El caso de Castilla-La Mancha no es en general distinto a lo que se puede encontrar en muchos otros puntos de la Meseta.
Los recortes públicos -producto de la crisis- y el cuestionamiento del papel de las diputaciones -producto de la escalada reformista de las instituciones- han ido agravando la situación. Hay comarcas que dependen de prestaciones itinerantes, o que directamente obligan a sus habitantes a recorrer largas distancias para acceder a servicios básicos.
Por ponerle cifras, en menos de 150 municipios -los que tienen más de 50.000 habitantes- se concentra más de la mitad de la población total del país. Es decir, en apenas 150 ciudades vive más gente que en las otras casi ocho mil localidades del país juntas.
Los escaños despoblados
Más allá de las crisis infraestructurales que esto conlleva, ese desequilibrio tiene un evidente impacto político que retroalimenta el problema: como son regiones en las que se juegan pocos escaños, los líderes políticos no han atendido a sus demandas. Al menos hasta ahora, cuando la llamada ‘España silenciada’ ha salido a la calle. Justo cuando la pelea para que un bloque sume mayoría va a jugarse en apenas un puñado de escaños.
Eso se debe a que nuestro sistema electoral reparte de inicio dos escaños a cada una de las 50 circunscripciones que hay -que corresponden a las provincias existentes- más un escaño a cada ciudad autónoma. El resto se reparten proporcionalmente según la población. Así, de los 350 escaños que hay en juego, sólo 28 son para las once circunscripciones menos pobladas (que reparten entre uno y tres asientos en el Congreso), contrastando con los 37 que aporta sólo Madrid, o los 32 sólo de Barcelona. En total, las 13 circunscripciones más grandes de esas 52 suponen la mayoría absoluta del Congreso.
El sistema electoral actual no está pensado para situaciones en las que compitan más de dos fuerzas nacionales grandes. Eso es algo que tradicionalmente han sufrido partidos como IU, que ha llegado a sumar un solo escaño con más de un millón de votos, o PACMA, siempre extraparlamentario pese a tener más votos que formaciones con representación.
En el escenario actual, donde se espera que cinco fuerzas compitan para copar el Parlamento, las matemáticas no cuadran: la mitad de las circunscripciones reparten menos escaños que partidos grandes hay -es decir, cuatro o menos-, de forma que unos pocos votos pueden causar un enorme baile de escaños.
Hasta ahora la batalla estaba en las grandes comunidades autónomas y sus capitales, que podían desequilibrar la balanza y se habían convertido en el campo de batalla de cuatro fuerzas. En paralelo en el ámbito rural se libraba otra batalla entre sólo dos contendientes, los grandes partidos tradicionales.
Dos motivos explican esa dualidad: primero, esas zonas rurales son tradicionalmente más lentas al cambio, y segundo los partidos emergentes carecían de estructura para capilarizar sus propuestas. Así, en hasta 14 circunscripciones sólo PP y PSOE tuvieron representación, y por eso en las elecciones de 2015 y 2016 Podemos y Ciudadanos emergieron, pero no derrotaron a los dos grandes partidos.
La situación ahora es sin embargo distinta. La irrupción de Vox y su mensaje ha cambiado el escenario. Mientras Podemos y Ciudadanos se dirigían a un electorado eminentemente urbano -jóvenes precarios con estudios superiores los primeros, adultos de profesiones liberales los segundos-, el partido de Santiago Abascal ha cogido las banderas ‘olvidadas’ de la política tradicional: identidad, inmigración y tradiciones. A tenor del resultado obtenido en la muy rural Andalucía la fórmula funciona. Zonas como Almería, con grandes tasas de población inmigrante, y la movilización del gremio de los cazadores jugaron a su favor.
Eso explica que por primera vez esa ‘España vaciada’ entre en juego. Ciudadanos y Podemos han desarrollado parte de su estrategia específicamente para ellos. Sin embargo, hay circunscripciones que sólo Vox visitará durante la campaña electoral: Ceuta, Almería, Huelva, Segovia o Palencia, por ejemplo, además de otras apenas frecuentadas por otros partidos nacionales, como Álava, Castellón, Albacete o Valladolid.
En algunas de esas plazas el llenazo de los de Abascal ha sido considerable. Si las encuestas no se equivocan, un alto porcentaje de electores aún no tiene claro a quién votar y otros muchos son parte de ese ‘voto oculto’ que no declaran. Falta saber si la ‘x’ que marquen al final en esas circunscripciones olvidadas sea la de Vox.