Nigel Farage, líder de UKIP (Fuente: Wikimedia Commons)
Nigel Farage, líder de UKIP (Fuente: Wikimedia Commons)

La Unión Europea, el inesperado recurso del nacionalismo

El nacionalismo, como ideología, puede seducir a muchos: quién no querría defender lo suyo frente al resto. Pero una vez fuera de la realidad territorial los equilibrios de poder se complican: los intereses de distintos nacionalismos chocan entre sí. Y eso, a su vez, lastra grandes proyectos supranacionales, como es el caso de la UE.

 

El nacionalismo padano fue capaz durante muchos años de mantener al conservador Silvio Berlusconi como jefe del Gobierno italiano sin conseguir acercar la independencia del próspero norte italiano. En esos mismos años, el nacionalismo de izquierdas de ERC pactaba con los socialistas un tripartito para desalojar a otros nacionalistas, esta vez conservadores, tras más de dos décadas de Govern de CiU en Cataluña.

Justo en esas fechas otro nacionalismo, situado esta vez en la ultraizquierda, seguía ilegalizado en Euskadi al considerar la Justicia española que su representación política estaba vinculada a la actividad de ETA. Y, mientras todo esto pasaba, el nacionalismo ultraderechista echaba raíces y asomaba la cabeza en Francia o Hungría.

El nacionalismo, en fin, es algo más que una ideología: no sitúa el discurso en el eje derecha-izquierda, ni en el liberal-socialista. Es una visión del mundo que ha ido creciendo con distintas formas y distintas visiones para dar respuesta a un problema planetario: el auge de la globalización y la forma en que se han ido desdibujando las identidades culturales en el mundo actual. Es eso lo que permite que haya un nacionalismo moderado y un ultranacionalismo, un nacionalismo conservador y otro progresista, uno cercano a la ultraderecha y otro a la ultraizquierda. Que haya nacionalistas capaces de sostener a Berlusconi o aupar a Aznar, al tiempo que otros se oponen de plano a pactar con nadie que no secunde su particular visión del mundo.

El nacionalismo, un gigante con pies de barro

¿Y cuál es esa visión del mundo? La singularidad cultural, lingüística y política de una determinada región que no goza de todos los instrumentos -territoriales, administrativos o económicos- que reclaman para sí. Es eso lo que hace del nacionalismo un gigante con pies de barro: puede ser una fuerza hegemónica en su territorio con relativa facilidad (quién no querría votar a una fuerza que va a defender lo tuyo frente a lo demás), pero que siempre se encontrará preso de una voluntad mayor que decide sobre sus dominios. Que se lo digan, por ejemplo, al lehendakari Ibarretxe y a su plan, o a Artur Mas y al Estatut que heredó y acabó siendo mutilado.

Otra peculiaridad del nacionalismo es que puede mostrar incompatibilidades consigo mismo. Sucede, por ejemplo, cuando hay territorios en disputa: el nacionalismo español reclamará Gibraltar, exactamente igual que hará el nacionalismo británico. De esta forma cabe pensar que, así como los socialistas, ecologistas o liberales de distintos países pueden compartir intereses, visiones y estrategias comunes, el nacionalismo puede no ser capaz de tender esos puentes. Primer error.

Por citar una última peculiaridad, aceptando que un nacionalista hace de su territorio su ideología, cabría pensar que la idea de incluir su singularidad en una comunidad más amplia sería algo a rechazar. Dicho de otra forma: si un independentista -que es el nivel avanzado del nacionalismo- quiere separarse de España, no tiene ningún sentido que quiera integrarse en otra comunidad aún mayor, como es en este caso la Unión Europea. Segundo error.

La UE, necesitada de muestras de apoyo

Pero el nacionalismo no es el único que presenta peculiaridades o suposiciones erradas. La propia Unión Europea, ese gran proyecto común que lleva años haciendo aguas, también tiene las suyas precisamente en relación con el nacionalismo. Su mayor crisis no es sólo no haber podido digerir el fracaso de la Constitución Europea, ni la pérdida de interés de los ciudadanos que apenas votan en sus elecciones, ni su desconexión con el día a día de la gente. Ni siquiera la gestión de la crisis, los refugiados o el ‘brexit’. El origen (y a la vez consecuencia) de todo ello es haberse nutrido durante años de cargos políticos nacionalistas cuyo único objetivo era acabar con la propia Unión Europea.

Lo que en los últimos años se ha conocido como ‘euroescepticismo’ lleva mucho tiempo enquistado en el alma de las instituciones comunitarias. Quizá el ejemplo más llamativo es el de Reino Unido, que tuvo como ganador en las pasadas elecciones europeas al ultranacionalista y euroescéptico UKIP que luego no pinta nada en la política patria. Sin embargo Nigel Farage, su ya dimitido líder, no es el único eurodiputado de esta estirpe: desde los Le Pen hasta el controvertido Gianluca Buonanno, los euroescépticos más radicales han ido anidando en la Cámara europea con la misión de destruirla, y van por buen camino.

Y justo en ese punto, cuando han logrado su primera gran victoria que es el ‘brexit’, es cuando las tornas giran. En realidad el nacionalismo catalán lleva años intentando contrarrestar el discurso del nacionalismo español con una apuesta europeísta. Primero Artur Mas primero y después Raül Romeva -exeurodiputado antes que cabeza de lista de Junts pel Sí- intentaron convencer a la opinión pública que el hecho de que Cataluña saliera de España no implicaba tener que salir de la UE, algo que está específicamente citado en la normativa comunitaria.

El caso catalán fue muy poco relevante para las instituciones europeas, pero sí fue llamativo por lo que supone en cuanto a cambio de estrategia. Es cierto que no todos los nacionalismos son iguales, y que no por definición se oponen todos a las estructuras supranacionales. Pero sí es cierto que la pertenencia a organismos como la propia UE son la chispa que ayuda a prender muchas de las llamas de sus votantes.

Ahora Escocia emprende un camino similar, aunque con alguna diferencia: el hecho de que tanto ese territorio como el de Irlanda del Norte votaran masivamente por la permanencia de Reino unido en la UE ha servido de acicate para que los nacionalistas que hace dos años perdieron el referéndum de independencia de Escocia retomen sus peticiones: según su razonamiento, ellos votaron quedarse y la salida del Reino Unido no debería arrastrarles consigo fuera de la UE… siempre que consiguieran salirse del Reino Unido.

La técnica del nacionalismo escocés es incluso más arriesgada que la catalana: proponen a una UE necesitada de muestras de apoyo reducir el impacto de la salida del Reino Unido ‘desuniendo’ el reino para que al menos una parte sí pueda quedarse.

Presumiblemente el Reino Unido dejará bien atadas las condiciones que controlen posibles injerencias comunitarias en su unidad política en los acuerdos que tendrán que firmarse si se oficializa su salida de la UE. Dicho de otra forma: parece fácil pensar que el gobierno británico ‘saliente’ (de la UE) vetará cualquier posibilidad de que Escocia decida por su cuenta su destino con ayuda de las instituciones europeas.

La UE, en su debilidad, podrá hacer poca cosa. No es la primera vez, de hecho, que se dan debilidades de este tipo. Sucedió con el posible acuerdo con Ucrania, que hubiera permitido alejar el área de influencia rusa, o cuando el Kremlin atacó Georgia por una disputa territorial y se anexionó Crimea ante la pasividad comunitaria. Europa nunca se ha atrevido a intervenir en este tipo de conflictos territoriales, lo cual ya tuvo un trágico precedente décadas atrás en forma de conflicto mundial. A día de hoy un país europeo como España sigue sin reconocer la independencia de Kosovo, aupada desde instituciones internacionales, por el mismo motivo por el que se rechaza la petición escocesa: miedo a que siente precedente para Euskadi y Cataluña.

Sin embargo, no es ésta la primera vez que una institución supranacional ayuda a impulsar nuevas nacionalidades. Es el caso de la ONU con Palestina, o de la FIFA con no pocos países.

El cambio de estrategia del nacionalismo puede cuadrar el círculo de las peculiaridades y los errores de suposición: quizá la ideología que más daño ha hecho a la UE sea la única que ahora mismo pueda mandar un mensaje de apoyo a la UE. Al menos ahora saben que, aunque haya quien quiere salirse, también hay quien estaría encantado de entrar… si les dejan existir primero.