Fuente: Wikimedia Commons
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Independentismo en Cataluña: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Las cosas casi nunca pasan solas: ni suele haber un único responsable, ni hay una sola explicación de lo sucedido. Y más aún en un caso tan complejo como un sentimiento político, cultural y lingüístico que se remonta décadas atrás. Si a ese cóctel le añades episodios pasados de violencia y represión y crecientes intereses políticos y económicos a ambos lados, el resultado es el que tenemos ahora: una sociedad polarizada entre dos opiniones, fracturada en muchos casos y de difícil entendimiento mutuo en sus extremos.

La situación actual es bastante conocida: el Govern ha convocado un referéndum para poner en marcha una Ley de transitoriedad hacia una república catalana independiente, todo ello con la oposición del Gobierno central y del Tribunal Constitucional. Unos quieren sacar las urnas a la calle reclamando una defensa de la democracia, mientras los otros han enviado a la Guardia Civil para impedir la impresión de papeletas sosteniendo que están defendiendo la legislación vigente. Gane quien gane, uno pierde.

Pero todo huracán empieza con una corriente de aire. La de esta historia sopló por primera vez hace unos 14 años, con un Zapatero recién llegado a la secretaría general del PSOE por sorpresa, con cierta necesidad política de ‘crearse’ como candidato ante la cita electoral del año siguiente. Por aquel entonces Cataluña era uno de los grandes graneros electorales del PSOE, y desde hacía un tiempo algunas voces apuntaban a la necesidad de reformar el Estatuto de autonomía para hacerse con algunas competencias nuevas, apuntando hacia fiscalidad, autogobierno y financiación. El 13 de noviembre de 2003, en el acto central de campaña del PSC, el líder socialista se comprometió a respaldar la reforma del Estatut que aprobara el Parlament catalán.

Por aquel entonces poco más de un 10% de los catalanes reclamaban que Cataluña se convirtiera en un estado independiente, pero en nueve años una cascada de acontecimientos acabaron elevando esa cifra hasta el 48%, según datos de la Generalitat.

Mas, president a la tercera

La primera piedra del camino fue el resultado de esas elecciones de 2003, en las que CiU, el partido hegemónico durante toda la democracia, perdió la mayoría. Eso abrió las puertas a un tripartito PSC-ERC-ICV que se puso como una de sus primeras metas esa reforma del Estatut e hizo president al socialista Pasqual Maragall. En 2005 se aprobó una propuesta en el Parlament que ya evidenciaba los primeros problemas: el Consell Consultiu advertía de la posible colisión de la redacción con la Constitución. Eso conllevaba la primera gran trampa política, porque ERC no admitiría la rebaja del texto y los socialistas tenían que reformarlo para darle encaje a nivel estatal.

Tras medio año de bloqueo político tuvo lugar un giro político inesperado en el que Artur Mas, que había sido señalado como sucesor del histórico Jordi Pujol y no había sido capaz de alcanzar la presidencia, entró en escena. Necesitaba apuntarse un tanto frente al tripartito y, a la vez, despejar las primeras menciones que habían ido aflorando en sede parlamentaria sobre los casos de corrupción en su partido. En enero de 2006 fue convocado a una reunión secreta en La Moncloa, a la que acudió de incógnito y en su coche particular, conduciendo desde Barcelona y habiendo avisado apenas a un grupo de colaboradores, como Duran i Lleida. Por parte de los socialistas, sólo Rubalcaba y Montilla estaban al corriente. Ninguno de sus socios en el Govern.

Aquella reunión acabó con un acuerdo aceptable para ambas partes, pero dinamitó el tripartito catalán. El PSOE logró llevar el texto con éxito al Congreso, donde fue aprobado a pesar de la oposición del PP… y de ERC. En los dos meses siguientes las consecuencias empezaron a tomar cuerpo, tanto en Cataluña, donde la formación independentista fue expulsada del Govern, como en el ámbito nacional: el PP reunió cuatro millones de firmas pidiendo que el Estatut dependiera del voto de toda España y no sólo del de Cataluña. Empezaba la polarización.

Finalmente el Estatut fue aprobado en junio de 2006 con un 74% de ‘síes’, pero con la participación de menos de la mitad del electorado catalán. Se convocaron elecciones anticipadas y, a pesar de las tensiones, el tripartito logró reeditar su alianza, esta vez con Montilla a la cabeza y de nuevo integrando a ERC.

El PP presentó entonces un recurso en el Tribunal Constitucional contra el texto, iniciándose así un largo calvario judicial. En diciembre de 2006 acababa el mandato de cuatro de los doce miembros del Alto Tribunal, pero en lugar de renovarlos se llevó a cabo la prórroga más larga de la historia. Tanto es así que un miembro falleció en 2008 y ni siquiera fue reemplazado. Los sustitutos de los cuatro ‘prorrogados’ no tomarían posesión del cargo hasta enero de 2011, medio año después de que se ‘tumbaran’ catorce artículos del texto. En términos futbolísticos, la prórroga duró hasta que el (Gobierno de) Madrid metió gol.

Durante esa larguísima espera judicial los escándalos de corrupción de CiU empezaron a aflorar, y en paralelo también se promovieron las primeras grandes manifestaciones en previsión de la inexorable decisión del TC. Así 10 de julio de 2010 se convocó la primera gran marcha soberanista bajo el lema ‘Som una nació, nosaltres decidim’ que fue secundada hasta por el socialismo catalán. En noviembre de ese año, con el sentimiento nacionalista repuntando, las crisis internas del tripartito pesaron más que las de CiU, y Artur Mas se hizo al fin con la presidencia de la Generalitat. Apareció también SI, una formación netamente independentista en el Parlament, con cuatro diputados. El independentismo tomaba forma.

El despertar del soberanismo

El peso político del independentismo había empezado a crecer. Hasta esa legislatura las fuerzas del Parlament eran mayoritariamente proclives a promover reformas moderadas, pero el giro de CiU y el surgimiento posterior de Ciudadanos inclinaría la balanza y polarizaría el debate de la Cámara: la mayoría pasó a ser soberanista en apenas dos años de breve legislatura.

El inicio del giro de CiU tuvo mucho que ver con el papel de Oriol Pujol, hijo de Jordi Pujol y por aquel entonces secretario general de la formación. Pero también tuvo que ver, además de con el crecimiento del sentimiento político, con la victoria de Mariano Rajoy en las generales de noviembre de 2011. La gestión de la crisis económica supuso el derrumbe del socialismo, tanto en Cataluña como en el resto de España, y eso hizo que el PP lograra una mayoría absoluta que le hizo no necesitar a nadie para gobernar: Aznar tuvo que echar mano de Pujol, pero Rajoy no necesitaba a Mas. Eso, añadido al impacto de la crisis económica en las finanzas públicas, hizo el resto: volvió a surgir el argumento de la financiación deficitaria a comunidades como la catalana, una de las que más aporta a la economía española pero que, a diferencia de lo que sucede con el concierto vasco, más desequilibrios sufre en sentido contrario.

Todos esos factores, los políticos, los económicos y los judiciales, con sus respectivas anormalidades -corrupción, crisis e instrumentalización- crearon la tormenta perfecta. El 11 de septiembre de 2012 se convocó lo que hasta los círculos socialistas llamaron ‘la Diada de la independencia’, con el mayor acto social visto hasta la fecha. Nueve días después, con el eco resonando aún en las calles, Mas acudió a La Moncloa pidiendo reformas fiscales y de financiación, pero Rajoy se negó. El president decidió entonces iniciar lo que se ha dado en llamar ‘el procés’, con la reivindicación política como arma. Quizá primero para negociar, pero a estas alturas ya con entidad en sí misma.

Entonces arrancó la carrera política: se adelantaron de nuevo elecciones en Cataluña -por segunda vez- y CiU se llevó un varapalo inesperado, pasando de 62 a 50 escaños. ERC, la misma que rechazó rebajar el primer Estatut, pasó a convertirse entonces en el socio del nuevo Govern en esa nueva dimensión política que había emprendido hacia la autodeterminación. SI pasó a agruparse con los republicanos, mientras otras organizaciones pidieron el voto para CiU. Las CUP entraron en el Parlament. El bloque nacionalista empezaba a inclinar la balanza con sus escaños.

Se empezaron a suceder entonces un reguero de actos cívicos, reformas legislativas catalanas y movimientos judiciales. En enero de 2013 se aprobó una resolución a favor de la soberanía, que el Constitucional tumbó. En septiembre se organizó la ‘Vía Catalana hacia la Independencia’, una cadena humana de 400 kilómetros como demostración de fuerza. Quince días después, CiU y el antiguo tripartito pactan una resolución a favor del derecho a decidir. En diciembre se anunciaría una consulta popular con preguntas definidas, y un mes después se pidió de forma oficial la competencia para realizar un referéndum.

El Congreso y el Constitucional tumbaron una tras otra todas las demandas, y así se llegó a la Diada de 2014, donde se trazó una gigantesca ‘V’ en las calles de Barcelona para conmemorar la ‘vía’ del año anterior. Una semana después se aprobaría la ‘ley de consulta’ para habilitar un nuevo marco legal que permitiera celebrar un referéndum de independencia, texto que Mas firmó en un acto solemne rodeado de todos sus aliados el 27 de septiembre. El Constitucional, nuevamente, tumbó el texto, y el Govern redujo el referéndum a una ‘consulta ciudadana’ que se desarrolló el 9 de noviembre de ese mismo año y en la que dos millones de catalanes dijeron que ‘sí’ a la independencia por un 80%.

La balanza soberanista

Fue entonces cuando CiU decidió dar un paso más y promovió una candidatura unitaria junto a ERC, con una marca llamada Junts pel Sí, con la autodeterminación como marco. El giro de CiU hacia el soberanismo tensó sobremanera sus cimientos, de forma que en junio de 2015 tres diputados de Unió abandonaron el Govern, oficializando el final de CiU como coalición, y de Unió en concreto como formación con representación parlamentaria.

Las elecciones -de nuevo adelantadas- de septiembre de ese año no arrojaron el resultado esperado: el soberanismo seguía siendo muy mayoritario en el Parlament, pero JxSí no obtuvo la gran mayoría que reclamaba para ganar fuerza en el proceso que pretendía. Sin embargo, otras fuerzas inclinadas hacia la celebración del referéndum cobraron importancia, como CSQP -la expresión catalana de Podemos- y las CUP. La atomización del Parlament tuvo, sin embargo, consecuencias inesperadas: las CUP vetaron a Mas y le hicieron fracasar en las dos votaciones de investidura, y sólo después de su renuncia a favor de Puigdemont dieron su apoyo a la formación de un nuevo Govern. La polarización implicó, además, otro cambio: la irrupción de Ciudadanos y su antinacionalismo como líderes de la oposición, en gran parte gracias a la caída del PP catalán.

En paralelo, llegaron también las elecciones generales de diciembre, que abrieron la legislatura más breve de nuestra historia para acabar abruptamente al no poder elegirse presidente. La fragmentación llegaba también al Congreso nacional, y eso suponía una nueva oportunidad para el ‘procés’: un PSOE reconstruido tras una crisis interna, y un Podemos dependiente de complejos equilibrios con confluencias regionales y municipales, aparecieron como voces que apoyaban una reforma constitucional para redefinir el encaje catalán. No es que aceptaran un proceso independentista, pero abrían la puerta a explorar vías que no hicieran de todo punto ilegal un proceso político así, empezando por el referéndum.

En julio tuvieron que repetirse unas elecciones en las que el PP salió reforzado y pudo acabar reeditando su Gobierno. Pero esos comicios también arrojaron otras claves: la nueva Convergència había perdido la mitad de su representación en el Congreso -de 16 a 8 diputados-, mientras que ERC se había convertido en la primera fuerza catalana en Madrid con nueve diputados.

Con la convocatoria del referéndum para el 1 de octubre en el horizonte es difícil aventurar posibles consecuencias. Ni siquiera se sabe qué pasará el día 2 de octubre. La clave no será tanto el resultado, sino la participación: si a pesar de los bloqueos oficiales, judiciales y policiales se superara el 60%, no cabría sino reconocer un éxito inesperado del independentismo.

Además, de confirmarse el ‘sorpasso’ de ERC y la inevitable necesidad de las CUP en el ‘procés’, un bloqueo por parte del Gobierno central puede traer como consecuencia una progresiva radicalización de la propuesta soberanista. Hasta ahora ha sido política, y ha tenido respuesta judicial. Quién sabe hasta dónde puede llegarse si la tensión política salta a la calle y el peso de un partido tan institucional como Convergència pierde el liderazgo a favor de sus compañeros de viaje. Porque, después de un viaje tan largo, reabrir la vía de la financiación y el autogobierno -y que eso sea suficiente- no parece una posibilidad política real.