Sonreía Esperanza Aguirre ante los fotógrafos, posando con los aún más sonrientes ciudadanos. Ella sonreía porque era el centro de atención, ellos porque les acababa de tocar en propiedad un piso público y, dos besos mediante, les estaban entregando las llaves. Era un acto simbólico porque la obra aún no estaba terminada, pero en un momento en el que la vivienda empezaba a encarecerse a un ritmo imparable era una lotería para muchos el acceder a una vivienda nueva a un precio bajo. Entre el público una reportera se acercó a la presidenta, pero no para hacerle una pregunta sobre el acto, sino para trasladarle una invitación. «Ahí en la esquina está la redacción de Alfonso Rojo, dice que si se acerca le invita a un café», le dijo.
En ese Madrid cortesano de 2006 las cosas funcionaban así, y lo sucedido con el Canal de Isabel II es la extensión de esa relación de palo y zanahoria entre algunos medios y algunos políticos. Aguirre siempre se ha movido como pez en el agua en esos ambientes, siendo capaz de atar en corto a los críticos sin mancharse las manos a pesar de la sensación de acuciante suciedad que pudiera insinuarse.
Acto I: la creación de la atalaya
En poco tiempo la entonces presidenta de la Comunidad de Madrid había logrado reinventarse por completo. Le avalaba su fama como exministra del gabinete de Aznar, aunque en su caso su imagen no era buena: como titular de Cultura -posiblemente la cartera más desagradecida de todas- pasó al imaginario colectivo por sus llamativas meteduras de pata, muchas de ellas parte de una leyenda urbana, muchas otras estiradas hasta la caricatura por aquel ‘Caiga Quien Caiga’ que emitía Telecinco y que le persiguieron hasta el Senado.
El PP había sido desalojado de La Moncloa y apenas empezaba a recomponerse del mazazo en una inesperada transición donde el ‘aznarismo’ no terminaba de replegarse en un partido que capitaneaba un Rajoy que no estaba preparado para hacer oposición. Pero la presidenta fue tejiendo una imponente red de contactos para tomar el control absoluto del partido en la región, incluso cuando eso suponía ‘fichar’ a refuerzos como la entonces desconocida María Dolores de Cospedal, a la que Aguirre dio su primera oportunidad.
En el partido fue cundiendo poco a poco la idea de que Rajoy sería un ave de paso, y la presidenta quiso tomar posiciones al respecto cuando el candidato cayó derrotado por segunda vez en 2008 a pesar de haber seguido al dictado el guión de dureza que le imponía el ala dura del partido -fue la época de las manifestaciones contra el proceso con ETA y del recurso contra el matrimonio homosexual-. Pero lo hizo como casi siempre ha operado: amagando en lugar de golpear.
Empujó en su lugar a Juan Costa, un hombre de paja sin ninguna posibilidad en una formación tan disciplinada como es el PP, pero que serviría para visibilizar el nivel de descontento que cundía
Fue por eso por lo que no se atrevió a disputarle la presidencia del partido y empujó en su lugar a Juan Costa, un hombre de paja sin ninguna posibilidad en una formación tan disciplinada como es el PP, pero que serviría para visibilizar el nivel de descontento que cundía. Rajoy sobrevivió, pero ganó con la menor diferencia de la historia del partido. Juan Costa se quemó y Esperanza Aguirre supo ver a tiempo que la victoria no era posible y se retiró a su cómodo feudo madrileño a seguir su camino, por aquel entonces ya como una gran baronesa regional del partido.
Aquel congreso sin embargo le enseñó otra cosa a la presidenta: cuando mayor había sido su presión contra Rajoy otro barón, el valenciano Francisco Camps, había salido al rescate de su presa. Entonces Madrid y la Comunidad Valenciana eran los grandes graneros de votos del PP, y el camino a la Moncloa dependía de ambos. Nacía entonces la Aguirre estratega, capaz de esperar agazapada a que se presente un mejor momento, siempre con su atalaya asegurada y enviando a otros a exponerse en su lugar.
Con la nueva legislatura el cisma en el PP se agrandó, pero se soterró el debate. El ‘aznarismo’ había encontrado mejores destinos que la vida pública nacional y la crisis económica daba alas a un Rajoy que se precipitaba hacia la Moncloa, confirmándose como un superviviente político nato. Entonces empezaron a llegar los primeros casos de corrupción, que hundieron a aquel Camps que defendiera al líder de la amenaza de Rajoy, de modo que Aguirre volvió a dedicarse a su atalaya particular.
Acto II: repliegue y desgaste
Así pasó a emprender pequeñas guerras más domésticas, como la batalla por la presidencia de Caja Madrid, las peleas por la financiación y el favor político y, sobre todo, el evitar que un incómodo Gallardón le hiciera sombra. Ya con Rajoy en la Moncloa encadenó su destino al de su rival interno, y un salomónico presidente acabó por no hacer nada, lo que en realidad era posicionarse a favor de su más temible enemiga. Pero de nuevo Aguirre entendió que era una batalla que no podía ganar: ella era la dueña de Madrid, pero ya se le empezaba a percibir como un personaje maquiavélico actuando contra un político supuestamente moderado. Además, a fin de cuentas él tenía un enorme pedigrí dentro del partido, y no sería fácil quitárselo de en medio sin arriesgarse a quedar manchada. Y eso no entraba dentro de sus planes.
Llegó incluso a atreverse a desafiar en abierto a Rajoy, una vez de la mano de Mayor Oreja, erigiéndose en defensora del ala más dura de la formación y heredera de el estertor aznarista del partido
Siguió pasando el tiempo y Aguirre supo ver la enorme ventaja que supondría la salida de Gallardón hacia el Consejo de Ministros, especialmente por lo rápido que se quemó de cara a la opinión pública por unas políticas inesperadamente conservadoras en un hombre al que se presumía un perfil templado. Con él fuera aumentó su control sobre el que ya era el gran granero de votos del PP nacional: ella era incómoda para Génova, pero a la vez era imprescindible. Llegó incluso a atreverse a desafiar en abierto a Rajoy, una vez de la mano de Mayor Oreja, erigiéndose en defensora del ala más dura de la formación y heredera de el estertor aznarista del partido.
Sin embargo en política sucede como en el deporte: cuando uno tiene oportunidades y no se arriesga a golpear puede acabar golpeado. Es cierto que Aguirre supo aprovechar su voraz instinto político en múltiples ocasiones para aumentar su caudal de poder, pero con cada amago debilitaba también sus posiciones.
Aguirre supo aprovechar su voraz instinto político en múltiples ocasiones para aumentar su caudal de poder, pero con cada amago debilitaba también sus posiciones
En esos años fue acumulando pequeñas batallas que seguramente nunca pensó ganar, pero que le sirvieron para apuntalarse como amenaza en la sombra -el caso de Caja Madrid es paradigmático-. A la vez, aprovechaba con habilidad las ocasiones más pintorescas para ponerse de nuevo en el centro del foco -aquella rueda de prensa en calcetines después de que le pillara el atentado de Bombay, su repentina enfermedad o aquel accidente de helicóptero con Rajoy-.
El problema es que un control ilimitado sobre un aparato regional es sinónimo de corrupción estructural, al menos en la política española. De igual forma que sucedió en la Comunidad Valenciana, en Andalucía o en Cataluña -o en otros muchos casos- la oleada de corrupción llegó a Madrid. Ya había perdido a valiosos colaboradores -como Lucía Figar, llamada a grandes cosas y finalmente descabezada- y empezaron a caer aliados.
Como siempre Aguirre había sabido retirarse a tiempo, y hasta en dos ocasiones, fue capaz de esquivar el destino, designando sucesor a un Ignacio González que ha acabado por acercarla al fango del que siempre ha sabido escapar. Se rumoreó entonces que sus decisiones respondían a evitar hacerse heredera de la política de recortes de Rajoy -o de su subida de impuestos, cuando ella, haciendo gala de ser liberal, había hecho campaña en contra desde la oposición-. Pero siempre acababa volviendo.
Acto III: el oleaje
Posiblemente la aún líder del PP madrileño fue entonces consciente de que Rajoy, tras dos derrotas electorales y -hasta la fecha- 13 años como candidato, era ya más fuerte que nunca. Tanta guerra de guerrillas, tanto amago sin golpe, había acabado por mermar su rédito a nivel nacional. Era tiempo de nueva política, y ella ya no era el voraz animal político que había sido. Además, una líder más joven y fresca que ella le había crecido en su propia casa: Cristina Cifuentes sería a medio plazo una guerra para la que quizá no estaba preparada. Y, en su última batalla, Aguirre decidió centrarse en su apuesta más segura: la atalaya que siempre había sido suya.
Por eso decidió concurrir como candidata a la alcaldía de Madrid, una posición de enorme poder, visibilidad e influencia, para seguramente disfrutar del rédito cosechado durante años. Pero el instinto le flaqueó y empezó a cometer errores, algunos absurdos -como la polémica del coche en la Gran Vía- y otros de bulto -como ser derrotada en televisión, su hábitat natural, por dos veteranísimos como Borrell y Carmena-. Había perdido la capacidad de medir con éxito sus fuerzas, pero no supo verlo.
Aguirre perdió también su penúltima batalla y Manuela Carmena le arrebató un puesto que no concebía no conseguir. E intentó, una vez más, la jugada que siempre le había funcionado: conspirar primero -con ofertas a Antonio Miguel Carmona y alabanzas a Felipe González- y agazaparse después -aunque fuera como concejal-. Ella, que lo había sido todo, se prestó a ser lo que otra lideresa como Rita Barberá no quiso en circunstancias similares.
Pero su posición ya era de debilidad manifiesta, y la oleada siguió su curso. Cayó Granados, cayó González, y ella podría ser la siguiente. Acorralada por la presión, sin el favor de un presidente al que boicoteó durante años y con más enemigos que amigos en su antiguo feudo, Aguirre ha decidido irse. Si se va para siempre o si volverá es algo difícil de saber. Si volverá a escaparse una vez más de la ola de lodo que la lleva persiguiendo durante años puede ser su última gran batalla. Pero en este caso no será una guerra política, sino judicial.