✏️ Ilustraciones de Miriam Persand | 📄 Artículo publicado en formato digital y papel
La científica de datos Nadieh Bremer creó en 2016 una visualización de las conexiones entre las familias reales europeas. Para sorpresa de nadie, muestra de forma singularmente hermosa que todas las grandes casas son, en realidad, una misma con muchas ramificaciones. Es posible ir saltando de miembro de la realeza a miembro de la realeza durante casi un milenio sin perder pie. Y así, con un entramado tupido de cruces y puntos, se ha tejido una estructura que ha resistido el paso del tiempo hasta nuestros días.
Corona, linaje, trono… muchas palabras están íntimamente ligadas a la monarquía. Pero quizá la más significativa sea precisamente ‘sucesión‘: indica que, de forma inexorable, detrás de uno viene otro. Cuando un monarca fallece o abdica, uno nuevo le sustituye. Y luego otro. Y así, en muchos países, durante siglos, un reguero interminable de nombres a quienes ha unido una condición familiar o ha separado una disputa. En ocasiones, ambas a la vez.
Porque solo dos cosas pueden atajar esa cadencia infinita. La más común ha sido un cambio de régimen previa intervención popular o militar. Otra más típica de tiempos pasados ha sido que tal sucesión no se pudiera producir porque no hubiera heredero elegible. En tal caso, lo más frecuente ha sido un conflicto entre pretendientes que acababa con la reanudación de la secuencia, ya fuera con el mismo apellido de antes o con otro nuevo.
Pero la realidad inexorable de los últimos cuatro siglos muestra que el número de monarquías ha ido descendiendo. A medida que los sistemas políticos han ido evolucionando y se ha concedido la soberanía de elegir mandatarios a la ciudadanía, la figura de un liderazgo hereditario ha ido perdiendo su lugar. Ahora mismo hay menos de treinta países del mundo en los que haya una monarquía, y en apenas algunos de ellos tienen poder efectivo -normalmente, en lugares donde perviven regímenes absolutos o de corte religioso-.
Cada reino es un mundo
Ante una tendencia tan marcada, y ante la idea generalizada de que el sufragio popular es más adecuado que el poder heredado, surge la duda: ¿hasta cuándo van a existir las monarquías? Pero la respuesta no puede ser tan general: tu visión dependerá de lo monárquico o republicano que seas y también del lugar donde vivas. Así, hay países en el que la idea de un rey se limita a los cuentos medievales, y otros en los que no se concibe la existencia del territorio sin un monarca al mando. Descartada la respuesta categórica, toca bajar al detalle.
En términos empresariales, la supervivencia de cualquier proyecto depende de los incentivos que ofrece: si es útil o no, y si, en caso de no ser útil, al menos genera estima. En ese sentido, la institución ha mostrado una capacidad de adaptación admirable, que es lo que ha permitido su supervivencia hasta hoy. Así, ha sabido pasar de un poder absoluto anclado en motivaciones intangibles -ser ‘elegidos’ por la deidad de turno- a engarzarse en un sistema electivo, aunque mantener su estatus sea a cambio de despojarse de poderes reales.
Basándose en el Global Democracy Index que elabora la revista The Economist cada año, en El Orden Mundial cruzaron los datos de 2020 para comprobar que en apariencia no hay correlación directa entre calidad democrática y modelo de Estado. Es decir, la conclusión que destacaban es que la nota media de las monarquías era superior a la de las repúblicas, lo que parecía desechar la idea de que tener rey implica menor calidad democrática. Pero, y aquí viene el detalle, la nota se conseguía en buena medida gracias a que algunas de las principales monarquías sobreviven dentro de democracias funcionales precisamente porque apenas tienen poder alguno.
Y es que, y ahí está la clave de su longevidad, han pasado a constituirse en símbolos cosidos a la identidad de un territorio, siendo incluso garantes de la supervivencia del mismo. En el caso de España, por ejemplo, la Constitución recoge en su artículo 56.1 que el rey es el jefe del Estado en tanto que es «símbolo de su unidad y permanencia».
Mejor no preguntar
El texto, por tanto, vendría a responder a la cuestión de la utilidad de la institución: según esa redacción, sin monarca no hay país. Pero tal afirmación, además de al engorroso trámite de la reforma constitucional, está condicionada a otro factor: en España, como en cualquier otro país, habrá monarquía mientras haya demanda que la respalde.
¿Y la hay? Difícil saberlo. El CIS, que es el encargado oficial de medir las preocupaciones y querencias de la ciudadanía, lleva desde 2015 sin preguntar por el tema, justo un año después de la abdicación del rey emérito, envuelto como estaba en escándalos variados. La tendencia -y quién sabe si motivación de dejar de preguntar- era clara: desde noviembre de 2011, la familia real suspendía en confianza ciudadana.
Pero en la opinión pública se vislumbran también algunas luces monárquicas: en 2018, tres años antes de que la ciudadanía empezara a suspender a la Casa Real, otro sondeo del CIS mostraba que el 77% de los encuestados consideraba que el rey había contribuido a la estabilidad de la democracia en el país. El pasado servía como garante del presente, a expensas de lo que pasara en el futuro.
Diez años más tarde, cuando ya no se preguntaba por la monarquía, se sondeó cuánta gente estaría de acuerdo con reformar la Constitución y, entre quienes lo apoyaban, qué cambiarían. Solo un 1,5% citó el modelo de Estado… pero -de nuevo los detalles- no estaba de forma explícita entre las posibles respuestas que se daban en el cuestionario. Vaya, que el encuestado tenía que decirlo directamente, descartando cualquier otra opción preestablecida.
Para llenar ese silencio oficial del CIS, varias empresas de demoscopia han seguido interesándose por la salud de la monarquía, y las conclusiones son bastante cambiantes. Sociométrica, por tomar un ejemplo, reflejaba que la valoración del rey actual empezó a caer en enero de 2018 y pasó a suspender por primera vez en abril de 2020. Ese verano, sin embargo, las mediciones cambiaron y se disparó su aprobación, pero también cambió la forma de reflejarlo: pasaron de ponerle una nota media a preguntar si aprobaba o suspendía sin más.
Ocho meses después de ese primer suspenso (con nota de 4,8), la misma empresa con pregunta distinta reflejaba que el 66,9% de españoles apoyaría la monarquía frente a la república (28,3%) en un hipotético referéndum. Por comparar, dos años antes el apoyo republicano era ligeramente superior (49,3% contra 48,9%).
Regente y cargo político
Hay utilidad (por ley), hay desgaste (por las malas calificaciones), pero parece que sigue habiendo estima a la institución. En el caso de nuestro país, el relevo en el trono sirvió para apuntalarla. En otros, como en Reino Unido, está por ver si la perdida de una monarca carismática como Isabel II y la llegada de su hijo al trono –sensiblemente menos querido– puede amenazar el futuro de la institución en el que probablemente sea el territorio más monárquico del mundo.
Lo cierto es que, aunque la monarquía aspire como concepto a la permanencia y a la eterna sucesión, todo cambia. Cambian los monarcas y cambia el contexto. Y, aplicando de nuevo una visión más empresarial, tiene sentido ahondar en la idea de la adaptación a las nuevas circunstancias.
Valgan, por ejemplo, un caso práctico como el del rey Constantino de Grecia, que decidió permitir un golpe militar que acabó desalojándole del trono e impidiéndole regresar cuando se instauró la democracia porque la ciudadanía no le perdonó su decisión. Moraleja: no puedes gobernar a espaldas de la gente si no quieres que te acaben dando la espalda a ti.
O, en sentido contrario, el del rey Simeón de Bulgaria, que regresó al poder en su país tras presentarse como candidato de su propio partido: abolieron la monarquía cuando tenía nueve años, siendo él rey, y gobernó como primer ministro dos días después de cumplir los 64 años. Claro que el cambio de rol duró poco porque, tras una legislatura dedicada a recuperar propiedades expropiadas por el Estado a la corona, acabó perdiendo las elecciones siguientes. Misma moraleja, que olvidó pronto.
Aunque quizá el caso de monarquía más políticamente integrada que existe es el de Malasia. El de su rey es apenas un cargo simbólico, pero su valor reside en que se elige, cada cinco años y de forma rotatoria, entre los gobernantes de los nueve Estados del país que tienen sultán o rey. Como si fuera un presidente de una república, pero perteneciendo a una familia en lugar de militando en un partido.
A fin de cuentas, en los partidos también hay familias y muchas veces los procesos sucesorios se dirimen en conflictos enconados que acaban con cambios de régimen.