Fuente: Wikipedia
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¿El problema es el sistema o los partidos?

La política cotiza a la baja. Medición tras medición, el Centro de Investigaciones Sociológicas evidencia que la corrupción, la desafección política y el auge de la crisis económica está desgastando fuertemente la confianza de los ciudadanos en la política. En cada elección la abstención avanza un tramo. En cada manifestación, más voces claman contra el sistema democrático tal y como está planteado. Los terceros partidos piden que se revise la Constitución para permitir una reforma del sistema electoal con calado, revisándose también la función del Senado y, en lo que respecta al régimen autonómico y local, redefinir el sistema para evitar duplicidades.

En otros tiempos y no necesariamente otros lugares todos estos ingredientes hubieran creado un peligroso guiso. Sólo faltaría la irrupción de alguna figura que sublevara a la gente contra un enemigo común para, ante una situación crítica del bienestar y de profundo descrédito institucional, se cuestionaran los cimientos mismos del sistema democrático.

Pero, ¿qué es lo que está en cuestión? El sistema democrático, pero también los partidos. La duda es ¿uno más que el otro, ambos a la vez? Posiblemente no se puede desligar una cuestión de la otra, porque cada democracia la construyen los partidos. Si no hay formaciones que enganchen a la gente de poco sirve poder elegir. Bien parece que en España se vota por oposición más que por convicción, más para que pierdan unos que para que ganen otros.

Los datos, puestos en conjunto, son demoledores. El Centro de Investigaciones Sociológicas no sólo ha reflejado que, desde el inicio de la crisis y el estallido de una nueva oleada de casos de corrupción en nuestro país, la política y los políticos se han convertido en dos de los principales problemas de los ciudadanos. No sólo es eso. Es que preguntados desde 1996 cada mes por cómo contemplan la situación política, los ciudadanos arrojan un resultado implacable: los que piensan que es mala o muy mala son la gran mayoría, y quienes dicen lo contrario una línea casi residual al fondo del gráfico.

¿Y eso se refleja en el resultado de todas las formaciones o sólo en el de algunas? Tomando todas las elecciones de voto nacional desde el final de la Transición (es decir, las generales, municipales y europeas desde 1982) y a los cuatro principales partidos nacionales de hoy en día (PP, PSOE, IU y UPyD), el resultado es ciertamente homogéneo: entre los grandes sube uno cuando cae el otro, y entre los dos menores uno sube cuando cae su hermano mayor y el otro sube cuando caen todos los demás. De entre todas sólo hay una línea con crecimiento ascendente indudable: el de la abstención.

La democracia tiene sus pequeñas trampas. Por ejemplo, que siempre se habla en escaños, donde la suma de todos siempre da 100%. Pero por debajo de eso se esconde otra realidad: un escaño se consigue cada vez con menos votos porque desde 1993, y con la excepción de las elecciones de 2004 que supusieron el vuelco electoral posterior al 11M, cada vez vota menos gente. De los 7,3 millones de personas con derecho a voto que decidieron no optar por ningún partido en 1993 se ha llegado a los 11,1 millones de abstenciones en las últimas generales, celebradas hace un año.

¿Es esa abstención siempre igual? No. Al menos nos importan algo más las elecciones generales, sentimos que nos jugamos algo importante. Es una manera suave de decir que si la abstención fuera una fuerza política ‘sólo’ hubiera sido la más votada en tres comicios generales, el de 1989, el de 2000 y el de 2011. Justamente tres elecciones en que PSOE en el primer caso y PP en los otros dos obtuvieron una sólida mayoría absoluta.

La perspectiva es mucho más demoledora en las elecciones municipales, donde siempre ha ganado la abstención. Pero hay al menos motivos para la esperanza democrática toda vez se aprecia que, si bien el PSOE se mantiene estable (entre los 6,8 millones de 1995 y los 7,9 de 2003), al menos el PP sí planta cara a ese poder hegemónico de la abstención: salvo el frenazo en votos de 1999, su tendencia es tan ascendente que en las últimas municipales, hace año y medio, superaron los 10,8 millones de votos y se acercaron a los 11,7 de esa gigantesca abstención que hasta entonces había sido abrumadoramente mayoritaria.

Donde no hay esperanza alguna es en las europeas, las próximas elecciones de corte nacional que afrontaremos, allá por 2014. Paradójicamente fue la entrada en el euro lo que pareció catapultar la abstención, siempre dominante, hasta los 19 millones de votos en 2004 -siete millones más de abstenciones que en 1999-, año en el que coincidieron con las elecciones generales de unos meses antes. Pero ese salto cualitativo no es achacable a la coincidencia de elecciones: en 2009, sin generales ni municipales, la abstención tocó su récord absoluto con 19,5 millones de votos. Europa no nos importa.

Como en cualquier registro de datos se pueden hacer lecturas de todo tipo. El PP puede ver que su enorme progresión en las municipales y su sólida base en las generales -en 2004 apenas perdieron 600.000 votos- son una garantía de futuro. El PSOE puede consolarse viendo que gana o pierde cuando moviliza a indecisos, lo cual quiere decir que esa gran masa de votantes está más cerca de ellos que de sus rivales. IU puede verlo de forma optimista convenciéndose de que, tras el desplome del año 2000 han conseguido al menos parar la sangría e, incluso, ganar votos en las generales a costa del PSOE. Y UPyD puede ver que en cinco años se ha hecho un hueco con los grandes, rascando descontentos y con un crecimiento constante.

Pero bajo esas cuatro toallas húmedas hay una fiebre alta. Tan alta como que ha ganado tres elecciones generales y todas las elecciones municipales y autonómicas. La abstención es la absoluta ganadora y, de momento, no para de crecer. Parece comprensible pues que se cuestione el sistema cuando las alternativas no contentas y no hay ánimos de crear nuevas alternativas. Más allá de la democracia en sí o del alejamiento de los partidos de la realidad de los ciudadanos, lo que parece en cuestión es la política en sí. Y eso es peligroso.