En esta sociedad las cosas suceden a una velocidad vertiginosa. Costó siglos descubrir y controlar la electricidad, pero apenas décadas instaurar la energía nuclear como una fuente energética segura. Tardamos 20 siglos en inventar y universalizar el coche y los botes a presión, pero apenas unas décadas en abrir un descomunal agujero en la capa de ozono. Siguiendo con el esquema, ha costado muchos siglos tener una democracia representativa, universal e igualitaria y apenas unas décadas cansarnos de ella.
Si había algo más que se podía sumar a la ecuación para hacer que todo fuera aún más vertiginoso es exactamente una crisis económica de proporciones épicas. Tanto que ha trascendido la épica y se ha metido de lleno en el terreno de la ética, ahondando brechas sociales y diferencias entre grupos de gente que costó muchos siglos igualar. Aquellas instituciones que el Estado garantizaba y sostenía con nuestro dinero para garantizar determinados servicios mínimos a la gente están en cuestión: ya no hay dinero para una sanidad gratuita y de calidad, ni para una educación de garantías.
Nuestro dinero va a pagar intereses por deudas, para evitar rescates bancarios y, visto lo visto, para llenar los bolsillos de algunos políticos corruptos. El efecto es devastador: mete en un cesto de brillantes y jugosas manzanas una sola fruta podrida. En pocas horas todas se habrán echado a perder.
Pero no siempre fue así, o no siempre fuimos conscientes. Hubo un tiempo en el que los políticos nos ilusionaban, nos esperanzaban con futuros mejores. Incluso aquellos que eran herederos del régimen franquista. Adolfo Suárez y el Rey se convirtieron en mitos incuestionables, pilares y garantes de un sistema democrático que nos metía en el mundo moderno. El primero duró pocos años en el Gobierno, acosado hasta la persecución por una oposición que le acorraló y le hizo caer. El segundo ha sufrido en una década el profundo desprestigio en el que todos caemos cuando te mantienes demasiado tiempo en un cargo, especialmente cuando manejas ingentes cantidades de dinero sin un trabajo que lo merezca y tus errores están expuestos a la vista de todos.
Devoramos horas, comemos emociones, escupimos enfados y frustraciones
Vivimos intensamente cada parte de nuestra existencia, exprimiendo vivencias y reaccionando airadamente. Es un problema social, quién sabe si causa o consecuencia de lo que pasa en nuestro día a día: siempre corriendo, siempre atrincherándonos en posiciones ideológicas, siempre siendo “mouriñistas” o “guardiolistas”. Parece que no hay punto medio posible en un mundo tan extremo, rápido y letal. Devoramos horas, comemos emociones, escupimos enfados y frustraciones.
Así llegó aquel “Isidoro” de chaqueta de pana y carrera en el exilio, el mismo que nos metió en los lugares en los que debíamos estar —OTAN y UE— aun a cuenta de sus promesas electorales, la desindustrialización del país y la flagrante corrupción económica y antiterrorista que acabó condenando su legado.
Llegó tras él el hombre que no tenía carisma y acabó ahogando a su partido con la herencia de sus políticas, el que metió al país en guerras que no deseaba, ocultó muertes de militares y chapapotes en las costas. El que a diario nos reñía desde la televisión por pensar diferente. El que empezó pactando con nacionalistas y acabó demonizándoles y, en algunos casos, ilegalizándoles. El que liberó a decenas de etarras mientras ha pasado el resto de su vida acusando a todos los demás de ser etarras. Y el que, en un último arrebato de funambulismo político, intentó ocultar el rastro de sangre del atentado más sangriento de la historia de Europa.
A estas alturas de la política ya habíamos tocado techo. Tres partidos nos habían dirigido desde la Transición desde las tres ideologías que vemos aceptables. Uno de los líderes consiguió no manchar su nombre y tener el reconocimiento de prócer de la patria, reconocimiento tardío desde que la enfermedad lo alejó del foco público. Los otros dos, cuyos partidos se han visto salpicados por escándalos de corrupción, han acabado retirados y amasando fortuna compatibilizando la dorada jubilación del cargo público (no necesariamente económica, dado el régimen de incompatibilidades) con puestazos concedidos por empresas privadas, en muchos casos empresas sobre cuyos intereses legislaron mientras gobernaban.
España empezó a votar más por oposición que por convicción, es decir, para que no salga el otro más que para que salga uno
Y ahí siguió la alternancia. Llegó otro del partido del primero, y luego otro del partido del segundo. Pero estos ya no ilusionaron de la misma forma que sus predecesores. España empezó a votar más por oposición que por convicción, es decir, para que no salga el otro más que para que salga uno. El voto en blanco empezó a dispararse, convirtiéndose en la segunda masa de votos, en ocasiones en la primera fuerza política. La gente dejó de creer primero en sus representantes y, después, en la democracia.
Pero más bien en lo que ha dejado de creer la gente es en el Estado. Este nació, también hace unos siglos, como una forma de defensa: humildes ciudadanos decidían privarse de su capacidad de autodefensa para delegar esa capacidad de coacción en una construcción comunitaria a la que, además, contribuirían con su dinero y edificarían con unas reglas aceptadas de común acuerdo. El problema vino cuando esas normas, en lugar de ser la consecuencia de la voluntad de la gente, se convirtieron en la causa de sus frustraciones.
Manifestaciones en la calle, índices insoportables de abstención, desafección política desbocada, incomprensión de para qué sirven 350 diputados y 265 senadores si solo replican las preguntas que les marca el partido y votan lo que les marcan bajo pena de multa económica. Sentimiento de impotencia cuando la Justicia deja de ser igual para algunos a los que el Gobierno de turno puede indultar por su propia voluntad, al margen de las leyes.
Y es aquí donde las instituciones reaccionan. Quienes pretenden cambiar el sistema son “antisistema”. Quienes intentan preguntar acerca del modelo sobre el que edificar sus sociedades trazan un “desafío independentista”. Aquellos que defienden una determinada postura ideológica carecen de “legitimidad democrática” para decir nada. Los que gobiernan no comparecen ante los medios, o cuando comparecen lo hacen para no responder preguntas, o cuando responden se limitan a dar rodeos y a acusar a los de enfrente de algo que no venga al caso.
El uso del lenguaje es perverso en este punto, y se desprestigian las alternativas. Los líderes de otros países que se convierten de pronto en enemigos dejan de ser “presidentes” para convertirse en “dictadores”, y sus “gobiernos” pasan a ser “regímenes”. Le pasó a Gadafi, al que antes todos recibían entusiasmados por su riqueza petrolífera, como antes a Sadam y después a Mubarak o Al Assad.
Es la lógica perversa de las guerras. Los opositores se convierten en “terroristas” y las zonas que conquistan los aliados pasan a llamarse “zona liberada”.
El sistema es incuestionable para quienes lo manejan. Por eso un fiscal no puede abrir la puerta a determinadas concesiones en Cataluña. O no se puede hablar con ninguna fuerza soberanista vasca si no hace explícita su condena al terrorismo de ETA. Por eso, aunque la Constitución diga que uno de los roles del Ejército es salvaguardar la unidad del país, cuando un militar hace referencia a eso se dice que es un golpista.
El esquema político podría encaminarse a que un futuro Ejecutivo necesitara pactar para poder establecerse
El uso del lenguaje en política para luchar contra las alternativas políticas al sistema se intensifica en los últimos tiempos. El agotamiento del modelo bipartidista es lento, pero constante. La suma de las dos grandes fuerzas ha perdido gran parte de los apoyos que tenían en las urnas y, aunque no hay tercera fuerza que constituya una alternativa de Gobierno, el esquema político podría encaminarse a que un futuro Ejecutivo necesitara pactar para poder establecerse.
Eso en España, pero en otros países la evolución ha sido similar, incluso más rápida. Lo que pasa aquí desde hace unos años pasa fuera desde hace décadas. Hay manifestaciones diversas, como la de los ultras colándose en Suiza o llegando a la segunda vuelta de las elecciones francesas hace años. O la de los liberales, coaligándose con los conservadores en el Gobierno británico. O los separatistas conservadores aupando a Berlusconi. O los ultras ganando plazas como Hungría o Polonia. O los verdes copando asientos en los parlamentos centroeuropeos. O los regionalistas, partiendo Bélgica en dos.
Pese a todo esto la lógica política mundial —allí donde hay una democracia establecida— ha sido bipartidista. Demócratas y republicanos en EE. UU. Peronistas y radicales. Populares y socialistas. Progresistas y conservadores. Y así siempre. Salirse del esquema solo conduce, nos han dicho siempre, a la inestabilidad. Algo nada recomendable, dicen, en un contexto de crisis. El problema es que la crisis ha acelerado el proceso de desgaste de las alternativas tradicionales de Gobierno.
Y en estas que surgen otras alternativas. Otras visiones, otras formas de hacer política, algunas más acertadas que otras, todas con sus luces y sombras. Salirse de la línea se castiga, y si no que se lo pregunten al exprimer ministro portugués, que dimitió por no poder aplicar los recortes impuestos por Europa a causa del rescate porque el opositor Passos Coelho lo impidió… y acabó aplicándolos al hacerse con el poder.
Syriza en Grecia es peligrosa porque se niega a aplicar lo que impone Bruselas. Posiblemente es tan falso como que Islandia sea un modelo a seguir por haber conseguido, dicen, salir de la crisis sin plegarse a los deseos de los poderes fácticos que nos gobiernan. Ambas cosas son perversamente falsas.
Pero los dictadores son malos, en eso posiblemente todos coincidamos. Ahora bien, ¿qué es un dictador? Por definición, quien encabeza una dictadura, es decir, un régimen que impide a la gente elegir a sus representantes y les impone sus leyes y medidas. Hay quien se desgañita defendiendo que Cuba no es una dictadura y hay quien dice que Chávez era un caudillo de trazas dictatoriales. Sin embargo las elecciones en Cuba sirven solo para confirmar los cargos ya elegidos por el Partido Comunista, mientras en Venezuela hasta la propia oposición reconoció en su mejor momento que no había detectado rastro alguno de manipulación electoral.
Chávez era histriónico, excesivo, pero no un dictador. Era un populista, un demagogo, pero no un caudillo. Atacó la libertad de prensa, reprimió a quienes opinaban diferente, pero también contribuyó a combatir la pobreza y el analfabetismo en el país. Aumentó la inseguridad ciudadana y crecieron los problemas de suministro energético, pero también hizo de Venezuela un país influyente y respetado en Latinoamérica.
¿Es populista quien, por ejemplo, aprovecha el debate sobre el estado de la nación para sacarse de la chistera medidas de apoyo económico a diestro y siniestro disparando el déficit público?
Ahora es el momento de comparar. ¿Es populista quien, por ejemplo, aprovecha el debate sobre el estado de la nación para sacarse de la chistera medidas de apoyo económico a diestro y siniestro disparando el déficit público? Porque el “cheque-bebé” o el Plan E de Zapatero lo fueron tanto como el pago que prometió Berlusconi si era elegido para contrarrestar las subidas de impuestos promovidas por el Gobierno de Monti.
¿Es una dictadura el país que prohíbe a partidos políticos que sustentan modelos de Estado diferentes al mío? Porque el Partido Comunista será el partido único en China y Cuba, pero España ilegalizó a la izquierda abertzale durante una década diciendo que era el brazo político de ETA.
¿Es una dictadura China por censurar contenidos en los medios de comunicación? Porque en la Comunidad Valenciana de Camps poco se supo por la televisión pública del accidente de metro en el que murieron 43 personas, o del caso Gürtel que acabó con su dimisión.
¿Es perseguir la democracia promover el cierre de la opositora venezolana Globovisión? Porque en España la lógica de “todo es ETA” que bendijeron los dos grandes partidos provocó el cierre del diario Egunkaria y el encarcelamiento de sus gestores por el único crimen de escribir en euskera, tal como se ha reconocido años después. Efectivamente, en la España democrática se ha encarcelado a periodistas por su ideología.
¿Es ser populista querer intervenir el Grupo Clarín en Argentina? Porque en España Aznar promovió la creación de un gran grupo conservador de medios con la privatización de Telefónica y el acercamiento a Planeta y Zapatero favoreció la creación de Mediapro a la izquierda de El País, que acabó quemando su último cartucho apoyando a Carme Chacón en lugar de a Rubalcaba. Y eso por no hablar de la concesión de licencias de medios que se ha hecho en según qué regiones.
¿Es demagogo alguien que llega a ser la tercera fuerza de Italia con mítines exaltados, sin programa electoral y sin más empuje que su crítica a todo como Beppe Grillo en Italia? Porque en España ahora mismo gobierna un presidente que ha reconocido abiertamente haber incumplido todas sus promesas electorales y estar a la vez satisfecho porque su deber era hacerlo.
¿Es un caudillo alguien que nacionaliza recursos y los expropia a empresas extranjeras? Porque en España hubo una intensísima guerra política para evitar que algunas empresas extranjeras (y otras de comunidades como Cataluña) tomaran el control de un sector tan sensible como el energético.
Porque en España los jueces se agrupan en signos ideológicos y se cesa a fiscales que se salen de lo ordenado
¿Es antidemocrático imponer puntos de vista y cargos? Porque en España las listas son cerradas, los partidos premian a los fieles acríticos y castigan a los disidentes ¿Es propio de gente poco amiga de la democracia violar la división de poderes? Porque en España los jueces se agrupan en signos ideológicos y se cesa a fiscales que se salen de lo ordenado.
¿Es populista Cristina Fernández de Kirchner por remover la guerra de las Malvinas para distraer la atención de los problemas de Argentina? Porque aquí mandamos a las fuerzas de seguridad a desalojar a siete personas que llegaron en lancha a un islote deshabitado. ¿Y el postureo de ir siempre de luto recordando a su difunto marido? Como los diputados que llevan al Congreso pegatinas, camisetas, insignias u objetos diversos para enseñar.
¿Son antisistema los que quieren manifestarse dentro del Congreso? ¿Es antipolítica lo que hace Beppe Grillo? ¿Era Chávez un demonio socialista? Las formas, en los tres casos, pueden no ser las mejores, y las formas en política son casi tan importantes como los contenidos. Por eso molestan las imágenes del hemiciclo vacío, aunque los diputados estén trabajando en sus despachos.
Posiblemente el principal problema de la democracia es que se ha convertido en un sistema que, por quererblindarlo de reforma alguna, se ha convertido en poco democrático. Lo diferente y ajeno es criticado y a lo reformista se le da la etiqueta de anticonstitucional o antidemocrático. La realidad, no obstante, está llena de matices cuando se sale de la trinchera. El problema es que los matices se interpretan como críticas, las alternativas como demagogia y las propuestas como populismo.
Los otros, los caudillos, dictadores, terroristas y antisistema, son los malos.