«Como periodista me interesa la gente que sufre. Me interesa saber cómo ha sido la vida de una viuda, de una víctima, de un secuestrado, de un herido… Es la trastienda del escaparate de un atentado». Javier habla despacio, con voz casi aflautada, con un aire de humildad que le hace parecer tímido. Ante varias preguntas contesta diciendo que no es un experto como para saber la respuesta. Sin embargo, este profesor de Periodismo de la Universidad de Navarra ha sido cocinero antes que fraile y estuvo más de dos décadas cubriendo la información relativa a ETA en el Diario de Navarra. José Javier Uranga, director del medio, fue ametrallado en el aparcamiento de la redacción en agosto de 1980 por la línea editorial del periódico. «Le pegaron veinticinco tiros, y sobrevivió», comenta. «Ya en el año ’80 el Diario se había hecho acreedor de ese atentado por su postura», añade, marcando unas comillas en el aire al decir la palabra «acreedor».
Además de su experiencia a pie de calle se doctoró con una tesis sobre la historia de ETA «con mucho documento interno, declaraciones de detenidos y de toda la gente que había estado en activo en diversos comandos». Entre dato y dato intercala anécdotas para dar contexto. «En ETA -describe-, hay una relación muy estrecha entre la actividad de un comando y el apoyo social que tiene: cuanto más tupida es su red de pisos y de colaboradores, mejor se manejan. En Navarra, allá por el año ’92, hubo situaciones incluso caricaturescas de comandos que tuvieron que andar mendigando pisos, que incluso fueron denunciados por gente a la que acudían en busca de ayuda», dice abriendo los ojos como con sorpresa. «Decía Jesús María Mendinueta, miembro del comando Vizcaya, en un documento que escribió en la cárcel por esas fechas, que en Álava y en Navarra ‘un atentado valía más porque es mucho más difícil para nosotros asentarnos'».
Al profesor Javier Marrodán no le baila ningún nombre, ni ninguna fecha o lugar. A lo largo de la conversación los entrecruza y los relaciona. Recuerda y parafrasea conversaciones, y hasta las escenifica como interpretando los diálogos y hablando en primera persona, ya sea de alguien de ETA, ya sea de una víctima. Escucha las preguntas emitiendo ligeros sonidos, como asintiendo sin asentir, con mirada casi tímida. Este hombre de camisa blanca a rayas que forman cuadros, cuerpo delgado de aficionado a la montaña y con una brillante calva guardada por dos franjas laterales de pelo corto es una especie de memoria viva del dolor, notario de tantos muertos y víctimas. Su último trabajo, de hecho, ha sido justo ese: dirigir, a petición del último Gobierno de UPN en Navarra, el documental ‘Relatos de plomo’ con la intención de levantar acta de toda la violencia de ETA en la Comunidad Foral. «La información inicial es ‘ha pasado esto, ha explotado una bomba, ha habido estos heridos…’, pero luego hay que conocer esas historias de gente que lo ha pasado mal. Yo he sentido cierta responsabilidad periodística para contarlas». Su meta con esa especie de macrorreportaje que le ha llevado tres años de trabajo ha sido la de «levantar acta», pero también la de «poner cara» a la violencia. Y recuerda, cómo no, la primera vez que lo hizo y que marcó el resto de su carrera: fue en enero de 1989.
Conocer estas historias con detalle y de esa manera tan capilar, con nombres y apellidos, ayuda a hacerte cargo de la historia que hemos vivido o padecido
«La explosión fue el 23 de diciembre del ’88 en Alsasua, justo antes de Navidad. Hubo varios guardias civiles heridos, pero sobre todo uno que perdió una pierna. Recuerdo que pensé ‘voy a entrevistarlo’, y fui un mes después del atentado al hospital. Me encontré con un chaval de veintiséis años, poco mayor que yo. Yo estaba en aquel momento en quinto, acabando la carrera. Hasta entonces había vivido en Pamplona algunos atentados y asesinatos, algunos cerca de mi casa, otros en los que había trabajado cubriéndolos como ayudante de algún redactor, pero ahí descubrí algo. Le puse cara a los atentados de ETA. Me impresionó conocerlo. Me cayó muy bien, hubo una gran sintonía. Contó con desinhibición cómo fue y cómo había vivido el atentado: que pisó una bomba trampa, que perdió la pierna allí mismo, que salió arrastrándose, que era de noche…», relata. «El atentado ya estaba contado de antes. La inercia informativa hubiera sido ‘bueno, ya se ha cubierto el atentado, pues ya está: la evolución del herido, le dan el alta y ya nada más, como mucho, si ocurre, que se ha detenido a los autores, que ha habido un juicio…’. Pero ahí puede haber una aportación interesante: saber qué pasó». Lo cuenta como con lógica aplastante, aunque no sea práctica habitual. En ocasiones no sólo rescata los nombres de las víctimas con las que ha hablado, o los de los miembros de ETA sobre los que ha escrito, sino también cita a autores cuyas reflexiones ha añadido a su modo de ver lo sucedido. Cita, por ejemplo, el libro ‘Reencuentro’, de Fred Uhlman, ‘La agonía de ETA’, de Florencio Domínguez, o ‘La carta’, de Raúl Guerra Garrido. Cita también al periodista argentino Tomás Eloy Martínez para atribuirle una cita y seguir con la reflexión: «En determinados momentos esenciales la suerte de un solo hombre es la suerte de toda la humanidad», le parafrasea. «A veces creo que con estas personas hay algo de esto: el conocer estas historias con detalle y de esa manera tan capilar, con nombres y apellidos, ayuda a hacerte cargo de la historia que hemos vivido o padecido».
Y de eso va el proyecto: han reconstruido de manera exhaustiva los cerca de cuatrocientos atentados de ETA en Navarra y han localizado a las víctimas. «Hemos entrevistado a muchas personas, a algunas treinta y pico años después del atentado», comenta, y lo han hecho «con tiempo, de manera detenida, muy documentada, viajando a los sitios, estando con la gente en su casa, con calma…». Como él dice, «un periodismo que ya casi no se hace». El resultado son tres tomos de unos ocho kilos de peso, publicados entre diciembre de 2013 y principios de 2015, recorriendo la violencia de ETA de forma cronológica y dejando para el último libro «cinco capítulos transversales, como cinco macrorreportajes» centrados en la extorsión a empresarios, la ‘kale borroka’, las amenazas, la lucha antiterrorista y la reacción social contra ETA. «El contarlo, el poner negro sobre blanco lo ocurrido, también ayudará a cerrar mejor las heridas. En ese sentido de levantar acta, de transmitir ese valor, esto es lo que ha habido para no caer en los mismos errores». Cuando el que era consejero de Cultura navarro, Juan Luis Sánchez de Muniain, le propuso llevarlo a cabo, le dijo que era un buen momento para hacerlo «ahora que todavía estamos cerca y que están vivos los testigos y podemos acceder a mucha gente», según rememora. «Lo hecho tiene la desventaja, según te diría un historiador, de que todavía estamos muy cerca de los acontecimientos, pero tiene a la vez la ventaja de esa misma cercanía».
Cuando de verdad te haces cargo de qué es el terrorismo y de lo que supone es cuando vas poniendo caras, nombres y apellidos a cada historia
Para el trabajo no formó un equipo de experimentados periodistas, sino que se apoyó en jóvenes universitarios, a los que formó para hacer la tarea. Apenas pasan unos segundos y cita a otro autor, en este caso el historiador Gaizka Fernández, cuya tesis trata sobre ETA político-militar y la formación de Euskadiko Ezkerra, algo que sucedió cuando él era apenas un niño. «Veo interesante esa perspectiva, la de escribir sin ningún componente biográfico», explica. Sin vínculos preconfigurados con la historia, pero intentando romper la distancia emocional con sus protagonistas. Javier casi sonríe cada vez que cuenta una pequeña batallita para ilustrar lo que quiere transmitir, y lo hace, una vez más, citando a un autor: «Hay una obra de teatro de Albert Camus, ‘Los justos’, en la que hay una escena en la que están preparando el atentado contra el archiduque y uno de los terroristas le dice al que va a tirar la bomba: ‘Sobre todo no lo mires, porque como lo mires y él te mire igual descubres que se ha cortado al afeitarse, y miras sus ojos, igual percibes una preocupación…'». La frase, exacta o no, la usa para explicar lo que llama «blindaje emocional», la distancia que supone que ETA guarda con sus víctimas para poder hacer lo que hace, y que es justo lo que él intenta romper. «Lo hemos comentado entre los autores más de una vez, que uno cree que sabe qué es el terrorismo, y en esencia sí podríamos dar una definición válida cualquiera de nosotros… pero cuando de verdad te haces cargo de qué es el terrorismo y de lo que supone es cuando vas poniendo caras, nombres y apellidos a cada historia».
Habla, por ejemplo, de Tomás Caballero, quien fuera alcalde de Pamplona y al que ETA asesinó en 1988. «Era un hombre curtido en mil batallas antifranquistas, que estaba en el consejo social de trabajadores en los años ’60, que fue el primero que sacó la ikurriña al balcón del ayuntamiento de Pamplona, que recibió a Manuel de Irujo cuando volvía del exilio…». «Probablemente lo mató un tío que no tenía ni idea de todo eso», afirma. Muchos años después de eso Joseba Asirón, de EH Bildu, volvía a sacar la bandera vasca al balcón, y no sin polémica. Como polémica fue la emisión de ‘Relatos de plomo’ en la televisión pública española justo la noche antes de la votación de investidura de la primera presidenta abertzale de Navarra. A veces la historia tiene esas dobles paradojas y esas incomprensiones mutuas.
Respecto a la Foz de Lumbier había una versión oficial que yo mismo me cuestionaba porque había precedentes muy complicados y muy capciosos
Él mismo vivió eso en sus primeros años en la redacción. Entonces narra los sucesos de la Foz de Lumbier, cuando una patrulla de la Guardia Civil interceptó a un grupo en la zona, una escarpada garganta por donde discurre el río. Tras un tiroteo, uno de los agentes falleció y dos etarras se suicidaron al verse acorralados, al menos según el informe policial. «Había una versión oficial que yo mismo me cuestionaba porque había precedentes muy complicados y muy capciosos», comenta. La extraoficial habla de torturas, ahogamientos y ejecución de los sospechosos. «Recuerdo que me dijo alguien de la redacción que habían puesto en Lo Viejo unos carteles que nos ponían a caldo, y me fui a verlos en la ‘vespa’ que tenía entonces. Al verlos me quedé un poco sorprendido», comenta, con un «jo» que suena casi inocente, «intenté hacerlo honradamente», respira. «Pero esto es lo que hay, me dije, y luego ya lo asumes».
Años después aquella historia volvería a su vida en forma de entrevista. «Me conmuevo al recordarla», comenta. Para el documental intentaron dar con la familia del agente fallecido, que se llamaba José Luis Hervás y tenía treinta y cuatro años. «Localizamos en Argamasilla de Calatrava, en Ciudad Real, a un compañero suyo que quedó herido aquel día. Nos dio un teléfono móvil de la viuda y nos dijo que agradecía el interés, pero no quiso participar porque había rehecho su vida y no se sentía capaz». Tras eso localizaron en Castellón a su madre, a quien visitaron. «Nos hemos encontrado con gente tan generosa, tan ejemplar, que no juzga a nadie, que perdona…», comenta. La entrevista tuvo lugar justo unos días después de que hubieran excarcelado, tras la derogación de la doctrina Parot, al único miembro de ETA que sobrevivió, Germán Rubenach. Según narra los hechos, pasa páginas en uno de los tomos y busca la página. Rebusca entre los párrafos y empieza a leer: «¿Siente odio o rencor? No sé lo que siento, no sabes si sentir rencor, si olvidar y vivir con recuerdos duros… Y al final dices ‘que se encargue el de allí arriba de vosotros… Yo no soy quién para condenar a nadie aunque hayan matado a mi hijo’ «. Para, sigue narrando la historia, y vuelve a leer: «¿Y si le pidieran perdón a usted? Si me pidieran perdón creo que sería capaz de perdonarlos. A veces cuesta porque son cosas tan duras cuando tú no has hecho mal a nadie, pero al final te das cuenta de que…». Ahí deja de leer y cierra el libro.
La herida no se va a cerrar del todo hasta que los que han matado, han chantajeado, han amenazado o han intimidado a tanta gente no admitan que eso está mal
Aquello tuvo lugar en 1990, cuando ETA ponía cada pocos días a un muerto encima de la mesa. Con la actividad violenta fuera de la ecuación es el momento de intentar entender por qué se puso en marcha y por qué acabó deteniéndose. «En el origen de ETA hay también unas circunstancias históricas, no una sola razón», argumenta. Habla de razones políticas o estratégicas, pero hay también, dice, «una decisión libre y voluntaria de una serie de gente de utilizar la violencia para conseguir sus aspiraciones». Eso respecto al origen de ETA. Sobre su final habla de «una suma de razones», entre las que enumera las judiciales, las políticas, las policiales… «No soy experto para determinar o elegir cuál ha tenido más peso -dice-, pero yo echo en falta una razón moral: que quienes han considerado durante tantos años que la violencia estaba justificada ahora dijesen que se equivocaron. No es suficiente. La herida no se va a cerrar del todo hasta que los que han matado, han chantajeado, han amenazado o han intimidado a tanta gente no admitan que eso está mal. En el fondo hay todo un sector de la sociedad muy amplio, muy numeroso, que da por bueno lo que ha ocurrido, al que no le parece que haya estado mal, que dice, bueno, ‘ahora ya quizá no compensa, o no conviene’. Pero el problema es que sí ha estado mal: hemos traspasado una frontera que no se puede cruzar», dice, aunque reconoce que entiende «que es muy difícil cuestionarte tu propia biografía, porque es gente que se ha dejado la vida en esto, algunos literalmente. Entiendo que no ha habido una reflexión moral que les haya hecho apartarse de esas prácticas, sino más bien una cosa estratégica, o al menos eso se deduce de los comunicados: han decidido que ya no van a emplear la violencia, o al menos por ahora», lamenta.
Pese a las dudas y a los miedos, Marrodán se muestra positivo con la situación: «Hemos convivido durante muchos años con gente que ha tenido que llevar escolta, que durante meses y años, todos los días, salía a la calle con la posibilidad real de que lo matasen. Que la sociedad, o una parte de la sociedad, viva sin ese riesgo me parece muy positivo, claro». Tras haber escrito tantas páginas de periódico contando muertes y heridas, lo de ahora parece casi irreal. «Ojalá podamos cerrar las heridas, que yo creo que costará. Esto tiene que ver también con la educación, con la edad, supongo, el tiempo también ayuda, indudablemente. Pero si asumimos que se pueden tener aspiraciones políticas distintas y confrontarlas en un Hemiciclo y votar… es que eso ya parece casi una utopía tal como hemos vivido», dice mientras sonríe. La sonrisa se desdibuja cuando recupera de encima de la mesa los tomos de ‘Relatos de plomo’. Vuelve a la idea de poner cara a todo lo que ha pasado, a las víctimas, al dolor, a las entrevistas. Vuelve también al punto en el que inició el camino que le trae hasta aquí, hasta ese atentado en Alsasua, hasta la entrevista con aquel chico poco mayor que él. «Me he vuelto a sentar con él veinticinco años después para preguntarle cómo ha sido su vida con una pierna ortopédica y qué ha hecho desde aquel día». Señala otro caso, aún anterior. «Este es el primer atentado mortal en Navarra, año ’77. Matan a este señor, que tiene una hija de siete años. La localizamos porque participó en 2002 en un homenaje que le hizo la Policía a su padre», comenta.
‘Si los que pusieron la bomba lo hubieran conocido no la hubieran puesto’
Pasa algunas hojas y llega a un caso que cuenta desbrozado a lo largo de la conversación: la historia de Francisco Berlanga. «En el año ’79 pusieron una bomba en Pamplona, en una pequeña oficina inmobiliaria de la plaza del Castillo, que era propiedad de un señor al que habían intentado secuestrar y matar, aunque no lo consiguieron. Él se había ido a Madrid con su familia, pero ETA le puso la bomba. Llegó un empleado, vio el paquete, avisó a la Policía y cuando se acercaron dos artificieros a examinarlo, explotó, muriendo uno de ellos», cuenta de memoria. Él y su mujer tenían veinticinco años y tres niños muy pequeños, de cinco y tres años, además de un bebé de meses. «La mujer estaba en Málaga. Él había venido para unos meses y se volvía, ni siquiera se había trasladado a Pamplona. Ella vino, recogió el cadáver de su marido y se lo llevó en un ataúd en un avión militar», comenta. Javier cuenta su entrevista en Málaga con la viuda como una experiencia dura. «Sentarte y que te cuente cómo ha sido su vida desde el año ’79 hasta ahora, cómo sacó adelante a sus hijos, cómo ha vivido, qué ha hecho, si se sigue acordando de su marido…», enumera con un lápiz en la mano. «Ella nos decía ‘éramos unos críos, nuestro sueño era comprarnos un 600, nos bebíamos la vida. Es que además Paco era un buen padre, un buen marido, un buen amigo… Lo tenía todo. Si los que pusieron la bomba lo hubieran conocido no la hubieran puesto’ «, dice enfatizando las últimas palabras. «Pensé ‘qué va a decir’, me parecía un planteamiento casi ingenuo. Pero luego recuerdo que estaba aquí sentado transcribiéndolo, lo volví a escuchar y pensé que igual algo de razón tenía», dice Marrodán. «Si se hubieran hecho esa concesión, igual…», y cita de nuevo a Camus.
Cuando Txomin Iturbe se sentó con Rafael Vera le dijo ‘mira, no me hubiera importado dar la orden de que te mataran, pero ahora que te he conocido tendría mis dudas’
Se acuerda entonces de un episodio bien distinto, cuando el Gobierno socialista de Felipe González puso en marcha las conversaciones de Argel. «Cuando Txomin Iturbe se sentó con Rafael Vera le dijo ‘mira, no me hubiera importado dar la orden de que te mataran, pero ahora que te he conocido tendría mis dudas'». De nuevo el blindaje emocional. Cita entonces a otro exetarra, Ibon Etxezarreta, que participó en el asesinato de Juan María Jáuregui y, tras pasar por la vía Nanclares, acudió al homenaje de su víctima con el permiso de su familia: «En una entrevista posterior decía algo así como ‘he leído relatos de las víctimas, y para mí no es lo mismo conocer lo que han sido las vidas de esas personas’ «, dice parafraseando. En aquel mismo acto dijo literalmente: «Escuchar sus testimonios me ha afectado y dolido». «Etxezarreta lo reconoce a posteriori -dice Marrodán-, cuando ya no hay vuelta atrás para lo que hizo. Pero yo creo que sí que es posible una vuelta atrás para esas personas, los que lo mataron. Igual ahora podrían leer la historia de la viuda, no sé. Si eso les moviese a reflexión, quizá sí podría inducir a una cierta autocrítica», expresa con dudas.
Marrodán recuerda a la viuda de Berlanga como «una señora seria, que lo lleva con mucha pena». Distinto fue otro caso que encontró, también en Málaga, y también en una viuda a la que le mataron al marido en los años ’80 con un hijo de dos años. A pesar de la pérdida, retrata su encuentro con sorpresa: «Me lo pasé genial con ella, la típica malagueña graciosa, divertida… Una señora súper sencilla de un pueblo. Estuvimos muy a gusto hablando», rememora. «Con las víctimas más recientes y más conocidas no ha habido problema para contactar, pero a veces ha sido detectivesco», asegura. «Esta señora», dice mientras señala una foto a unas páginas de distancia, «a su marido le pegaron varios tiros, pero sobrevivió. Pensábamos que no debía ser grave, porque fue en la pierna, pero cuando les localizamos en la costa valenciana, donde viven parte del año, vimos que no era así. Le preguntamos si su marido vivía y nos dijo que sí, que como todos los días desde el año ’82 le seguía curando la herida. Le amputaron el pie quince días después del atentado, y eso ni se publicó, y ni lo sabíamos».
Hay víctimas con una doble herida, la de la pérdida y la del silencio. Es el caso de lo que les sucedió al buscar a la familia de un fallecido en un atentado del año ’78. Marrodán rebusca entre las páginas mientras va contando. «Fue una bomba subiendo de la estación de Pamplona, por donde pasaba casi todos los días un Jeep que recogía a cuatro o cinco guardias civiles. Murió uno y los otros tres quedaron heridos. El muerto se llamaba Manuel López González, de veintitrés años, soltero», dice de memoria. Encuentra la página, presidida por una gran foto en blanco y negro con chatarra carbonizada en el centro de la imagen. «Llegamos aquí, lo reconstruimos con el periódico del día, la información del juicio…», dice levantando la mirada. Encontrar a un familiar parecía imposible: ni la Guardia Civil sabía nada más que los apellidos de la víctima, López González, y que era de Extremadura. Pero resulta que uno de los heridos era su hermano. «Una de las coautoras del documental localizó a diez López González en Cáceres y fue llamando, preguntando si quien descolgaba el teléfono era hermano de un guardia civil muerto en Pamplona». Al tercero hubo suerte. Ella le explicó quién era y qué estaban haciendo con ‘Relatos de plomo’ y se prestó a recibirlos para una entrevista. El hombre, sorprendido, le dijo: ‘En treinta y cuatro años nunca me había llamado nadie por esto’.
El olvido, el silencio o la soledad son expresiones de un mismo drama para las víctimas. Incluso las más conocidas, como la familia de Jesús Ulayar, alcalde de la pequeña población de Echarri. Cuando en el año 2000 el Diario de Navarra quiso hacer un reportaje dominical sobre el asesinato, la familia, que nunca había querido contar la historia, accedió. «Yo siempre había dicho que esa historia tiene todos los peores ingredientes: el crimen, la soledad de la familia en el pueblo, los autores del asesinato que son hijos predilectos del Ayuntamiento, el homenaje a su regreso, su encuentro con los hijos de su víctima…», comenta Javier. «Fue una entrevista larguísima, que duró una semana: todos los días quedábamos un rato. El mismo día en que se publicó, en Echarri tiraron octavillas contra el Diario, les rompieron los cristales de la funeraria… Me asusté cuando me enteré y llamé a uno de los hermanos, y me dijo, ‘pero bueno, esto es lo mínimo, ¿tú qué te pensabas?, ¿que nos iba a salir gratis publicar ese reportaje?’ «.
La dureza de algunos relatos, especialmente en los pueblos pequeños, sobrecoge el discurso. «Escuchas a alguien como Reyes Zubeldia, la viuda de José Javier Múgica… Salimos, los tres que fuimos, traspuestos. Yo pensaba para mis adentros ‘yo no soy como esa mujer’. Tan buena, de una altura moral, de una generosidad…». El asesinato de Múgica en Leiza es uno de los que más impacto causó en Navarra. «Su historia está muy documentada», comenta mientras la empieza a recitar de memoria. «Su hermano enfermo de cáncer le dijo que había una agrupación en el pueblo con ganas de presentarse, y que él ya no daba más de sí. Le sugirió que les echara una mano y él, obligado por la situación de su hermano, se presentó. Su viuda recordaba que el día que llegó a casa y se lo dijo le respondió algo así como ‘bueno, pues, ya sabes lo que hay’. Dos años después lo habían matado». Todo lo que quería, según comenta, «era mejorar Leiza: que no hubiese pintadas, que hubiese un sitio para que los jóvenes se reunieran tranquilamente, bajar la crispación del pueblo…».
Hay otros casos crudos, como el de uno de los últimos asesinados en España en 2009, una pareja de guardias civiles en Mallorca. Uno de ellos tenía una hermana adolescente que acabó estudiando en la Universidad de Navarra, así que le propusieron una entrevista. «Fue una entrevista buenísima en la que se ve a una chavala de veinticuatro años, que habla con toda la desinhibición propia de la edad, de la vida con su hermano». U otras de unas víctimas muchas veces olvidadas, como son los empresarios extorsionados. «Hay varias entrevistas pequeñas y dos o tres más amplias a los responsables de la patronal navarra a lo largo de los años, además de entrevistas a empresarios, alguno que pagó y otros que no pagaron. La peculiaridad es que todos pidieron salir sin su nombre», comenta. Según datos policiales que menciona, hubo «como dos mil y pico personas» que recibieron una carta en Navarra, aunque «probablemente sean más». «Ha habido dos mil y pico personas que han estado viviendo con esa sombra».
Es significativo que las víctimas tengan, sobre todo las de los años ’70 y ’80, la percepción de soledad que tuvieron
Con todo ese bagaje en las alforjas, esas decenas de testimonios y esas horas de conversación, Marrodán llega a una conclusión: no se ha sido justo con las víctimas, «y yo me incluyo, yo no soy una excepción», dice. «Es significativo que tengan, sobre todo las de los años ’70 y ’80, la percepción de soledad que tuvieron», comenta. Se habla de la sociedad, de los políticos o de los medios, pero no quiere generalizar. «Decía Arcadi Espada que en los ’80 había atentados que se escurrían por el sumidero de un breve. También es verdad que había tantísimos atentados…». No lo dice como excusa, sino por intensidad. «En el Diario de Navarra, que es el periódico que hemos manejado por cercanía, cuando había un atentado salía cubierto extensamente, pero a veces ojeas El País o ABC de la época y había tantas cosas que era bestial. En los años ’80 tenías cinco informaciones sobre terrorismo en una portada: un tipo secuestrado, dos muertos en no sé dónde, un atraco a un banco en tal sitio…». Termina la enumeración, insiste en no querer generalizar, pero repite: «Yo creo que no, no estuvimos a la altura».
Cuando habla de víctimas no habla de colectivos o grupos establecidos, sino de condición. «Es verdad que es un grupo que está muy fragmentado, con casos que están contaminados políticamente», comenta. «Pero mi impresión es que hay muchísima gente que vive al margen del sistema, que no forma parte de esto», señala, en referencia a ese conjunto de víctimas que no han tenido presencia en organizaciones o medios. «Este es el señor», dice señalando su foto en el libro y refiriéndose al herido cuyo hermano murió en el Jeep, el que decía que nunca nadie le había llamado. «De esos ha habido un montón, gente a la que nunca nadie había llamado. Muchos. De estos primeros años yo te diría que prácticamente todos». Entre eso, el recelo y el dolor cabía esperar que hubiera sido difícil no ya contactar con las víctimas, sino que aceptaran hablar. «No ha habido casi ningún problema», comenta, más allá de alguno que te decía que sí y que luego cuando llegaba el momento te decía que no podía, que pensaba que lo tenía superado y que, tras su llamada, había empezado a recordar. ‘Llevo dos noches sin dormir, estoy venga a llorar, y no me siento capaz’ «, recuerda que le dijo alguien. «Nos ha ocurrido en dos o tres casos y la explicación era idéntica».
Alguien que se arrepiente de lo que ha hecho para mí es un valiente, alguien que siempre va a tener mi admiración
La fragmentación no es sólo que haya víctimas dentro y fuera del «sistema», víctimas politizadas y víctimas que no lo están, o víctimas muy recordadas y víctimas muy olvidadas. La fragmentación es también que mientras algunos no han podido superar el dolor, otros consigan dejarlo atrás. En los tomos del libro, por ejemplo, sorprende ver a muchos de los entrevistados sonriendo. «Sí, es algo que nos fuimos encontrando. Se dio cuenta el fotógrafo, que quiso que quedara reflejado». La sonrisa es una forma de curar, como también lo son el arrepentimiento o el perdón. «Alguien que se arrepiente de lo que ha hecho para mí es un valiente, alguien que siempre va a tener mi admiración», comenta Marrodán. Y el arrepentimiento tiene también su correspondiente al otro lado. «El perdón también tiene mucho de disposición interior, de decidir que uno está dispuesto a deshacer los nudos que tenga por dentro», comenta con admiración. Cierra el tomo que tenía abierto sobre la mesa y lo señala apoyando la punta del dedo. «A mí el perdón me parece heroico, y aquí hay casos heroicos».