«El sábado que dispararon a Miguel Ángel Blanco estaba con mi madre en el supermercado comprando cosas para venir aquí. Tengo la imagen de escuchar en la radio que estaban preparando las manifestaciones en toda España. Hablaban de Bilbao, y recuerdo que le pregunté: ‘Pero mamá, ¿no es ahí a donde vamos a vivir? ¿Por qué han matado a ese señor?’. Mi madre me miró y me dijo: ‘Unos señores malos han matado a ese chico porque pensaba diferente’. Yo sólo me decía: ‘¿en serio tenemos que ir a vivir ahí?’ Tenía ocho años». Miguel Ángel Blanco murió esa madrugada. Pocos días después Ana abandonaba su Galicia natal para mudarse a Bilbao, donde desde hacía dos meses esperaba su padre. «Soy hija de obrero de la construcción y de modista. Llegó un momento en que había poco trabajo y decidieron que querían una vida mejor para mí y para ellos, así que vinieron aquí porque mi padre tenía un hermano que tenía una empresa y le dio la posibilidad de trabajar. Él vino primero, con veinticinco mil pesetas. Era mayo de 1997. Mi madre y yo esperamos a que acabase el colegio y nos vinimos el 15 de julio». Dos días después de la muerte de Blanco.
Ahora Ana Pampín tiene veintiséis años y trabaja en el departamento de fotografía de una importante superficie comercial. Vive en La Peña, un barrio obrero a las afueras de Bilbao, dividido entre la capital y Arrigorriaga. Su voz aguda se impone al ruidoso ambiente de una conocida cervecería de la capital vizcaína, junto al Teatro Arriaga. No hay mucha gente y el espacio es amplio, pero llega el ruido del fondo, donde dan un partido de fútbol. Fuera llueve mientras va anocheciendo. Ajusta el pañuelo que rodea su cuello, sobre el que le cae el pelo liso y fino, y de vez en cuando se toca el puente de las gafas. Habla de forma expresiva, entornando alguna vez sus ojos azules tras las lentes. Pese al recuerdo de cómo inició su particular éxodo, ahora, pasado el tiempo, se siente totalmente de aquí. «Bilbao es mi lugar y mi centro del mundo. Yo siempre digo que soy de Bilbao, pero nací en Galicia». Por eso combina esa erre tan vizcaína con el hecho de hablar gallego en casa o de sentir ‘morriña’ por su tierra. Habla de Visantoña, «una aldea pequeña que pertenece a la parroquia de Santiso, en el centro de Galicia», y lo hace recitando casi de carrerilla: «Tengo, como todos los gallegos, familia que emigró a Argentina, familia en Venezuela, gente en puntos de España… Los gallegos somos así», dice riéndose. Sonríe durante toda la conversación, pero apenas se ríe dos o tres veces.
Estuvo una semana aquí, bajó al segundo día y el resto de la semana no quiso bajar más. Se asustó tanto porque pensaba que eran etarras
«Venía aquí acojonada perdida, porque me imaginaba, no sé, tanques. Encima, la gente que sabía que nos íbamos a venir me decía: ‘Allí van con pistolas por la calle’. Y yo decía: ‘¿Pero a dónde me llevan mis padres? Vamos a salir de un pueblo, se supone que para tener una vida mejor, y me voy a un sitio donde matan a la gente’ «. Al llegar no encontró tanques, pero le costó olvidar ese miedo. «Cuando mi madre me decía de bajar a la calle yo nunca quería si ya había anochecido. Quería salir sólo de día porque me daba miedo que pasase cualquier cosa. Muchas veces me lo recuerda: “Siempre salíamos a las tres de la tarde, con un sol del carajo. Todo el mundo comiendo en su casa y tú querías salir a esa hora al parque, al resto de horas no», dice mientras sonríe y da golpecitos en el vaso con sus uñas de manicura. «A los dos años de mudarnos vino una de mis abuelas. En una plazoleta grande hay un supermercado, y en una esquina se reunían antes familiares de presos. Se ponían con su pancartita allí quietos y no molestaban a nadie. Recuerdo que bajé con ella a comprar algo y cuando los vio se asustó un montón», dice. «Imagínate, estuvo una semana aquí, bajó al segundo día y el resto de la semana no quiso bajar más. Se asustó tanto porque pensaba que eran etarras», cuenta riendo por segunda vez. Ella ya se había acostumbrado a cosas que alguien de fuera no entendía.
«Al llegar me metieron en un colegio católico en medio del monte, en Derio, era un sitio de gente más de derechas que otra cosa, gente de pasta», comenta. Y allí de ETA no se hablaba. La primera vez fue cuando el 11M: «Tenía quince años, y ahí sí que se empezó a hablar más de esas cosas. Total, ¿con diez años qué vas a hablar de política? Me acuerdo de que estaba en matemáticas y la profesora nos dijo que había habido un atentado y que había muerto gente. Los de clase empezaron a decir “ha sido ETA, seguro”, pero recuerdo que había una chica nueva, de tendencia abertzale, que dijo: “ETA no mata civiles, no puede ser ETA, es imposible que haya atentado en varios trenes matando a civiles y no a gente específica de política, policía y tal”. Yo la oía tan segura que me decía ‘¿cómo lo sabe ella?’ «. Entre lo de Blanco y lo del 11M Ana empezó a hacerse preguntas. Quería entender por qué pasaban esas cosas. Empezó a pensar en estudiar Periodismo, luego en Historia y, finalmente, se decidió por Política. «Me cuestionaba muchas cosas. El hecho de vivir aquí también me ha influido mucho a la hora de decidir lo que quería estudiar. No podía entender que alguien muriese porque pensase de manera diferente a otras personas», comenta. Sus estudios, dice, le ayudaron «a comprender, a no ser subjetiva, a saber que no sólo hay que tener tu punto de vista, sino que hay que comprender por qué pasan las cosas y qué motivos hay».
En 2006 cambió el colegio católico por la universidad pública, el monte de Derio por la facultad de Leioa. «En mi clase había gente de todo tipo, desde el más abertzale hasta uno que estuvo en listas del PP, y he tenido profesores abertzales, del PSOE, de todo… Al final, el compartir tantas ideas te ayuda a formarte a ti misma y aprendes a conocer diferentes puntos de vista. Había unos debates increíbles», recuerda. «Montamos un sindicato estudiantil porque estábamos un poco cansados de que los abertzales ganasen siempre y sólo se dedicasen a su entorno, sin preocuparse realmente por la facultad. Allí el tema abertzale era bastante activo, hacían sus manifestaciones y demás. Mi madre me decía: ‘No te metas en líos…’ «, comenta mientras mueve la palma de la mano y pone cara grave. «Intentamos hacer algo neutro, sin mucha ideología, más que nada preocupados por los alumnos y no tanto por la política. Mucha gente que nunca había votado en estas cosas se animó a hacerlo, y tuvimos la suerte de que al final les sacamos bastantes votos». Sonríe y rememora que luego los abertzales se aliaron con otro sindicato, Ikasle Ekintza, «los de IU», y les quitaron algunos puestos. «Pero bueno, conseguimos un poco de cambio en la universidad y estuvo interesante. Nos acusaban de cosas, al principio de ser del PP, luego del PSOE, lo de siempre. Llegar al tema de agresiones y eso no, más que nada eso de que te digan ‘tú eres un fascista’ y ya está. Nuestro discurso, ahora que lo pienso, era un poco Podemos», dice abriendo mucho los ojos, «por lo de que no éramos ni de un bando ni de otro».
Al segundo año, entre los compañeros que se fueron de Erasmus y los nuevos que se incorporaron, el proyecto cambió de sentido y ella decidió abandonarlo. «Me sirvió para poner en práctica lo que aprendíamos, y también para conocer el funcionamiento interno de la universidad». Ahí las tensiones eran mayores. En ese mismo campus, cinco años antes, dos profesores habían llevado hasta los tribunales la adjudicación de una cátedra. Uno era Francisco Letamendia, de tendencia abertzale, y la otra Edurne Uriarte, amenazada por ETA. «Estaban divididos hasta por despachos, la tensión ahí sí que se notaba bastante. Había profesores que a veces echaban mierda sobre otros en sus clases», comenta. Recuerda una vez que estuvieron casi un mes sin profesor en una asignatura y que un día llegó uno de la línea de euskera. «No paró de decirnos ‘es que no tenéis ni puta idea, porque el año pasado no os explicaron nada’. Ahí es cuando ves que realmente hay roces entre los bandos».
Piensas ‘yo soy una civil normal, no soy nadie, no tengo un padre que sea guardia civil, no tengo nada’, y de repente un atentado al lado de tu casa…
Ana habla con naturalidad, sin dar importancia a las acusaciones o a los enfrentamientos, pero a partir de aquí la conversación cambia. «Hasta que no te toca de cerca no lo piensas». Esa frase, que aparece de pronto, se acaba convirtiendo en la más repetida, y encierra una idea que muchos comparten pero pocos expresan: la de esa gran parte de la sociedad que estuvo en medio de todo lo que pasó y que veía lo que sucedía sencillamente como eso, como algo que sucedía. Muchos sólo reaccionaron cuando la tragedia les dio de lleno o, al menos, les pasó cerca. «Siempre he considerado que mi barrio es de gente normal, pero mi madre siempre decía que había gente con cargos importantes, mucho ertzaina, mucha gente que iba de obrera y no lo era», dice. Estaba segura de que a su alrededor no había gente que pudiera ser un objetivo de ETA, pero esa idea estalló en 2007, justo cuando ella se enrolaba en el sindicato estudiantil frente a los abertzales. En octubre de ese año, ETA puso un coche bomba en su barrio e hirió de gravedad a Gabriel Ginés, escolta del entonces concejal socialista de Galdakao Juan Carlos Domingo. Los medios le dieron por muerto por error, porque en realidad sobrevivió. Ese día Ana perdió su autobús y cogió el siguiente, que fue el primero que desviaron. «El que yo debía haber cogido estaba antes del coche del escolta. Justo ahí al lado hay un instituto. Te empiezas a cuestionar y ves qué frágil puede ser la vida. Imagínate que pilla también al autobús y se va todo al garete. Ese atentado me chocó bastante, porque pensé ‘¿cómo aquí?’. No sé, lo veo tan tranquilo, tan normal…, nunca piensas que va a haber un atentado al lado de tu casa. Ahí me dije ‘¿hay escoltas en mi barrio? A ver, si yo creo que conozco a toda la gente, si es un barrio pequeñito…’. Empecé a cambiar el chip. Ya pensé ‘joder, si lo tengo aquí al lado’. A veces lo ves en la tele y parece, no sé, que nunca te va a tocar a ti. Piensas ‘yo soy una civil normal, no soy nadie, no tengo un padre que sea guardia civil, no tengo nada’, y de repente un atentado al lado de tu casa…». Ana fija sus ojos azules en la mesa mientras juega con uno de los posavasos. «Cuando te toca reaccionas, cuando no, se ha tenido como algo que pasaba y te tenías que acostumbrar. Es así de egoísta», comenta.
«En los años 2000 ya te has mentalizado de que nunca te va a tocar a ti: sé que vivo en un sitio en el que puede haber un atentado, pero nunca piensas que te va a tocar cerca o que pueden matar a un vecino. No te lo esperas. Sabes que tienes que vivir con ello, pero nunca que te va a tocar de tan cerca», dice mientras apura un trago de su refresco. «Al año siguiente, en mi calle, pusieron un coche bomba en el bar del PSOE, y en esa ya se me hincharon las pelotas, hablando mal. Ya dije ‘¿qué cojones pasa aquí?, ¿por qué está pasando esto tanto en mi barrio? No quiero que pase en ningún sitio, pero…’ «. En aquella ocasión fueron siete ertzainas los heridos. Detectaron el paquete antes de que ETA avisara de su colocación, y estalló. Era 17 de abril de 2008. «Me acuerdo de ese día. Eran las seis de la mañana y estaba dormida, me despertó el bombazo. Yo lloraba de la impotencia», rememora. Hubo más. «No contentos con eso, al año siguiente mataron a Eduardo Puelles». Su asesinato, aquel 19 de junio de 2009 con una bomba lapa, fue el primer atentado tras la investidura de Patxi López como lehendakari. Puelles era inspector de la Policía Nacional y vivía cerca de la primera vivienda que tuvo la familia de Ana cuando llegó de Galicia. La explosión tuvo lugar cuando llegó a su domicilio, y provocó el incendio del vehículo con él dentro. La primera persona en llegar fue su mujer. «Fue a las nueve de la mañana. Yo tenía un examen, me estaba preparando y escuché el ‘pelotazo’. Al principio me pareció el típico butanero que echa la bombona al suelo, un golpe de esos, pero levanté la persiana y empecé a ver humo y a escuchar sirenas. Luego ya me enteré de que lo habían matado. Y dije “a ver, tres seguidos, ¿qué pasa aquí?”. No sé, imagínate que estás tú al lado y te pilla. ¿Realmente hay que matar por unas ideas? Al final te empieza el coco a dar vueltas y te cabreas», dice.
Hubo un cuarto caso que recuerda, aunque fue muy anterior, en agosto del año 2000, cuando explotó un coche con cuatro etarras dentro que estaban manipulando una bomba. «Me tocó bastante la fibra», dice, pero no por ellos. «Fue en el barrio de Bolueta, y mi mejor amiga vive ahí. Ella bajaba al perro justo sobre esa hora y no le pilló por dos minutos, porque se entretuvo a hablar con un amigo que también tenía perro». Es uno de los pocos momentos en los que se queda seria. «Realmente reaccionas cuando te toca al lado, es egoísmo. Como cuando ves en la tele que Israel y Palestina se están lanzando cohetes, coges y cambias de canal porque te importa una mierda, y es que es así. Somos hipócritas, yo lo reconozco, y todo el mundo lo tendría que reconocer. Sabes lo que pasa pero dices ‘por qué me voy a preocupar: cojo, cambio de canal, miro hacia otro lado y, si han matado a uno, pues lo han matado’. Eso es así, por mucho que la gente diga que le preocupa no sé qué. Realmente todos somos unos hipócritas en ese sentido: cuando te toca de cerca te das realmente cuenta de que tienes ese problema y de que está al lado de tu casa». Habla con una franqueza inusual, casi incómoda, y siempre repitiendo la misma idea.
No decías por la calle ‘ETA, deja de matar’, porque tenías miedo de que estuvieses fichado y te metieran un tiro a ti
«A mí no me ha afectado, pero te mete en el cuerpo el cabreo. Aunque lleves años sabiendo que ETA está matando porque sí, por sus ideas, lo tenías ahí como ‘bueno, pues estos hacen eso’, como algo que estaba ahí, que pasaba, con lo que había que vivir. Es la mentalidad que ha habido aquí. Realmente quien luchaba por terminar con todo siempre era la gente que lo tenía más cerca. La gente ‘normal’, de a pie, siempre ha pasado un poco de todo. Ha habido un inmovilismo en la sociedad de decir ‘está ahí, y qué voy a hacer yo para que termine esto, no puedo hacer nada’. Era un poco tabú, como lo de mi barrio, que se concentraban ahí, los mirabas y no decías nada. Cuando lo tienes en la esquina de al lado es cuando realmente te lo cuestionas todo», comenta. A ella misma le pasó: nada de esto fue un tema de conversación en su entorno, salvo de forma puntual. Se define como «la bicho raro», casi la única de su familia o amigos a la que le ha dado por la política. Sólo en una ocasión, cuando le pilló en la calle una manifestación, habló de algo así con su grupo. «Estaba lleno todo de ‘beltzas’ y tuve que correr porque casi me dan las pelotas», dice refiriéndose a los antidisturbios de la Ertzaintza, llamados así por el color negro (‘beltza’ es negro en euskera) de su uniforme. Ese silencio ha tenido que ver con el devenir de las cosas. «No nos ha ayudado, está claro que no, porque si toda la sociedad claramente hubiese levantado la voz… Eso en algunas manifestaciones se vio, pero realmente no salió todo el mundo. La gente, por miedo, se callaba; no decías por la calle ‘ETA, deja de matar’, porque tenías miedo de que estuvieses fichado y te metieran un tiro a ti». La responsabilidad de ese tabú, en su opinión, «ha sido de un cúmulo de culpables, todos, unos por permitirlo, otros por callarse, otros… Yo tengo la sensación de que siempre ha estado ahí, y poca gente ha hecho por terminar con ello. Convivías con ello», insiste. Ese mismo silencio también funcionó en sentido inverso, y se llevó, por ejemplo, a hogares como el suyo. «En mi familia he tenido a una persona que estaba más vinculada con la izquierda abertzale y a quien se tuvo cruzada durante mucho tiempo. Se le rechazó dentro de la familia porque creían que estaba en ETA, y no era así. Era como ‘ese es abertzale, es de ETA’. Ahora lo piensas y ves que se ha tenido a esa persona marginada porque tenía unas determinadas ideas, pero tú indirectamente lo estabas rechazando», reflexiona. «En la sociedad vasca, y sobre todo en el Estado español, se creía que por simpatizar, por tener una idea independentista, ya tenías que ser de ETA. No es lo mismo llevar un arma y querer matar a alguien que tener una idea sobre si Euskal Herria debe ser independiente y demás. Se ha metido a mucha gente en el mismo hoyo, y no era así. Yo hablo con él y sí, tiene sus ideas, las tiene. ‘Es que va a manifestaciones de los presos’, ¿y qué, no puede ir? Si él cree que hay personas injustamente en la cárcel, ¿por qué no va a poder ir? Cada uno tiene sus ideas, mientras vaya a una manifestación y no se ponga a matar gente… Lo mismo pasaba en el barrio: ‘Ese es de los de Batasuna’, y tú eres del otro, ¿y qué pasa? En mi barrio sí he visto mucho juzgar a gente y decir ‘ese es de no sé qué’; no se habla directamente, pero se les rechaza. O se les rechazaba, vamos». La cosa, con el tiempo y la situación, ha cambiado. «Ahora yo creo que hay un poco más de entendimiento. Se ha visto que no todos los abertzales son etarras, no son gente que ha matado. Puedes tener una idea y no decir ‘hay que matar a gente’ ”, comenta. «Hay de todo».
En mi familia he tenido a una persona que estaba más vinculada con la izquierda abertzale y a quien se tuvo cruzada durante mucho tiempo. Se le rechazó dentro de la familia porque creían que estaba en ETA
Esa misma idea de la variedad de responsabilidades por la creación de esa cortina de silencio en la sociedad vasca es la que usa para explicar el final de ETA. «Es todo un cúmulo de cosas. De quién es la victoria o la derrota, eso no lo sé. Tenía que pasar, no iban a estar toda la vida matando. Tenía que acabar de alguna manera, dialogando, entregando las armas… La propia gente ha derrotado a ETA y ETA misma se ha ido destruyendo ella sola», dice. Ana se da por satisfecha con el comunicado. «Llegué a tal punto que escuchaba cualquier ‘pum’ y ya estaba con la mosca detrás de la oreja. Al final te condiciona hasta el punto de que te asustas con cualquier cosa, porque piensas ‘ya han vuelto otra vez’. Cuando vi el comunicado de ETA pensé que por fin, que ya iba siendo hora. Yo me he olvidado ya de todo y duermo tranquila. Si escucho un golpe no pienso que es ETA. Para mí ya se ha acabado todo. Lo doy por derrotado, las cuestiones legales ya no me conciernen. He llegado a tal punto que ya no me preocupo», asegura. Y vuelve a la idea de la visión personal de la realidad. «Si yo fuese hija de alguien que han matado lógicamente seguiría luchando, pero como no me ha tocado en primera persona para mí se ha terminado. Al final nunca es suficiente para todos. Yo entiendo que a lo mejor hay muchos asesinatos sin resolver, muchos etarras que todavía no han sido juzgados, entiendo que a los familiares de las víctimas no les parezca suficiente… Depende de la perspectiva desde donde lo veas. Para mí ETA ya está muerta. Hay algunos resquicios por ahí que hay que pulir, pero para mí no es una preocupación», comenta. Ante esa situación, Ana dice entender las diferentes visiones de cada parte implicada. «ETA todavía está por ahí, sí, y entiendo que a la gente que no comprende el nacionalismo le siga molestando y que sigan metiéndolos a todos en el mismo bote; eso de que los de Bilbao son etarras, van con pistolas y ya está. Entiendo la posición que pueden tener los políticos de que no les parezca suficiente, entiendo que a los gobiernos no les parezca suficiente. Entiendo la posición que tiene, por ejemplo, el Gobierno del PP con su política de no ceder: con sus ideas es normal que estén en esa posición», considera. Pero, a la vez, comprende también lo que pasa en el lado contrario. «Entiendo que ETA no quiera dar sus armas así, de repente. Hay que pensar en cuándo surgió, con qué motivos… No es una cosa de hace dos días, luego todo tiene un proceso, pero entiendo que a los dos días no van a entregar las armas. Al final esto es un ‘cede-gana-pierde’. Es un ‘yo doy, tú me entregas’, y se debe ceder por ambas partes». Vuelve a sonreír, mientras gesticula con la mano. «Entiendo las posiciones. Al final hay que pensar un poco, ponerse en la piel de cada uno. A mí, como persona y ciudadana de aquí, me parece suficiente que hayan decidido no continuar la lucha armada».
Si yo fuese hija de alguien que han matado lógicamente seguiría luchando, pero como no me ha tocado en primera persona para mí se ha terminado. Al final nunca es suficiente para todos
Lo que Ana vivió fue el final de un proceso, llegando al País Vasco justo en un punto de inflexión. Desde aquel recuerdo en un supermercado de Galicia hasta el sentirse bilbaína y entender las posturas contrarias al final del camino. Entonces su madre se lo explicó de la forma sencilla en que se puede contar esto a alguien de ocho años: que unos señores malos mataban a otros por pensar distinto. Y detrás de Ana, aunque a ellos les haya tocado vivir una realidad distinta, vienen otras generaciones con preguntas. Ella, por ejemplo, tiene una hermana de trece años, nacida ya en el País Vasco. «A ella no sé cómo le contaría todo esto. Supongo que de forma sencilla: hubo una época en la que había gente con unas ideas que creía que se iban a conseguir matando a otra gente, y al final se han dado cuenta de que no era el camino y han decidido acabar con ello», resume. Pero, aunque por la edad apenas le vaya a quedar el recuerdo, su hermana algo sí ha vivido de todo esto. «Cuando fue el atentado en mi calle, el del coche bomba en la sede del PSOE, se despertó en la cama», recuerda. Entonces ella tendría apenas siete años, casi los que Ana tenía cuando preguntaba a su madre por qué habían matado a Miguel Ángel Blanco. «Mis padres y yo estábamos en la terraza para ver qué pasaba. Recuerdo que la Ertzaina estaba avisando para que nadie levantara las persianas. Entonces ella vino y empezó a preguntar ‘¿qué ha pasado?, ¿por qué han hecho esto?’. Yo le dije que volviera a la cama, y le expliqué que unos señores habían puesto una bomba. Cuando me preguntó por qué, le dije ‘porque son malos’. ¿Qué le vas a decir a una niña?». Lo mismo que su madre le dijo a ella en un supermercado gallego antes de partir hacia el País Vasco.