Que Alfredo Pérez Rubalcaba, Mariano Rajoy, Cayo Lara o Rosa Díez nos perdonen, pero si uno se pone a comparar a la mayoría de grandes candidatos de las ya muy cercanas elecciones generales con los que hubo en las anteriores no hay color. Es cierto que no todos son guapos, pero casi todos los candidatos tienen un «algo» para el público elector, y no necesariamente en términos políticos.
Antes de fruncir el ceño no, este no es otro de esos artículos recopilando las «bellezas de la nueva política», que tanto abundan en los medios en estos últimos tiempos. La cosa no es enumerar la cantidad de guapos o guapas oficiales que hay en casi todas las filas políticas, porque los hay, sino el pensar por qué se produce eso.
Obviamente no hay que pensar que Pedro Sánchez ganó a Eduardo Madina en el PSOE por guapo, o que Herzog ganó a Lozano en UPyD por atractivo. Pero por lo general hay una doble lógica en muchos cambios que difícilmente son fruto de la casualidad. Esta legislatura ha sido un soberano tostón en lo superficial -porque las mayorías absolutas es lo que tienen, que mucha emoción no hay-, pero muy intensa bajo la superficie.
Rejuvenecimiento contra el ‘no nos representan’
En primer lugar, lo que se ha producido en estos años de intensa legislatura ha sido un progresivo rejuvenecimiento de los cuadros de liderazgo en los partidos. Aún se escuchan los ecos del ‘no nos representan’, se miran con miedo las cifras de una participación por debajo de la abstención y se paladean las palabras acerca de la ‘desafección’ política. El 15M fue posiblemente el aldabonazo más serio al que se ha enfrentado la democracia moderna y lo fue, precisamente, porque la democracia ya no era moderna.
Dicho de otra forma: centenares de miles de jóvenes (y no tan jóvenes) se lanzaron a la calle contra una forma de hacer política, pero también contra unas personas que hacían política. Los Rubalcaba, Rajoy, Lara o Díez del momento pertenecían a una generación amortizada en la política, presente desde las primeras legislaturas, blindados a base de hacer trinchera en partidos políticos y totalmente ajenos a lo que se cocía fuera de ellos.
La respuesta fue más o menos progresiva. Los primeros, los grandes derrotados, los socialistas, que montaron unas primarias en las que se abrieron en canal de una forma que sólo ellos saben hacer y que a duras penas se han repuesto. Sólo el brutal desgaste del PP y los tiros en el pie de los emergentes han dado a Pedro Sánchez empaque suficiente como para tener cara de candidato con posibilidades tras haber sobrevivido al abrazo del oso de Susana Díez.
En cualquier caso, tanto él como Madina representaban algo distinto: jóvenes -en sus cuarenta-, más o menos distanciados de lo anterior y más o menos renovadores. Uno era más rompedor que el otro, y quizá por eso ganó el otro. Aunque no es el único motivo.
En IU el relevo vino como se hace en partidos de autoridad fuerte: Cayo Lara resucitó los resultados que hundiera la candidatura de Gaspar Llamazares (pero ni lo primero fue mérito suyo ni lo segundo demérito del otro). El problema era precisamente ese: la formación sólo respiraba cuando el PSOE se hundía, y se hundía cada vez que el PSOE respirara.
Para más inri, Lara fue abucheado en Sol cuando el 15M y no podía ni acercarse a los desahucios: la formación más a la izquierda del primer plano español estaba totalmente desenganchado de su electorado. Sólo hacía falta ver esas ruedas de prensa de Lara y Centella en el Congreso para ver que había más gente que había visto el Berlín comunista en sus órganos internos que entre sus votantes.
La misión de Alberto Garzón
El elegido no tanto como líder sino como responsable de evitar el hundimiento fue Alberto Garzón, joven también, aunque con la experiencia de la legislatura en el Congreso, discurso muy correcto y cercanía a una generación que habían perdido aunque a él le respetaban.
En UPyD sólo se han renovado cuando casi han desaparecido. Como casi siempre, la pelea era entre oficialistas y unos ‘renovadores’ plagados de otrora oficialistas ahora convertidos en críticos. Falta por ver si un partido más hundido que tocado podrá sobrevivir a la operación a corazón abierto de unas primarias tan enquistadas que ni siquiera tras el escrutinio habían podido acallar las descalificaciones internas.
El PP no sabe de primarias, ni ganas que tiene. De hecho, ni cambian al candidato, que para algo es el presidente del Gobierno, aunque con el riesgo de convertirle en el único presidente de nuestra democracia que no ha conseguido la reelección. Rajoy confía en sus posibilidades. Mejor dicho, Rajoy confía en que los demás contrincantes le den posibilidades, porque hasta ahora esa fórmula ‘arroliana’ de la vida le ha llevado a donde está. Él, que perdió dos veces antes de ganar, que sobrevivió a Aznar y a Aguirre (y al helicóptero, y a un accidente en la juventud, y a mil vicisitudes más) sabe sufrir.
Lo que sí ha hecho el PP es cambiar cromos: Pablo Casado o Andrea Levy vienen a hacer que el partido parezca un poco menos de señores y señoras mayores. No mandan, pero rebajan la media de edad, y ya es algo, aunque sea poco. A fin de cuentas, sus votantes de base hace años eran mayores que esos ‘viejóvenes’ que ahora beben gintónics en el barrio bien de la ciudad tras salir del trabajo y que les sostuvieron en los años duros del zapaterismo.
Los demás son historia: los Iglesias, Errejón, Monedero, Colau o Maestre son jóvenes, tanto como para conseguir que hasta Carmena o Villarejo sean personajes a contracorriente de la edad. También los Rivera o Arrimadas ‘tapan’ a los Nart -que hay muchos-.
Dar bien en cámara, el nuevo carisma
Si la primera clave de la renovación es la juventud, la segunda es la telegenia. Hace algunas décadas, antes de la cicatriz en la historia de España que fue el golpe y la dictadura, los debates parlamentarios eran otra cosa. Los oradores eran cultos, rápidos y ágiles de verbo. Había poco ‘y tú más’, y mucho argumento.
Se convencía para luego vencer, no se vencía y luego se olvidaba lo prometido. Antes al votante no es que se le conquistara en el Parlamento, porque aquella España no estaba tan cerca de él en atención como ahora, pero había más nivel político que ahora.
Tras la hibernación social y evolutiva que supuso el franquismo se recuperó la pasión del discurso, con cierto aire de épica. Palabras como ‘libertad’, con notas de cantautores de fondo, introducían una lógica discursiva que aún hoy se utiliza: la fuerza de expresiones como ‘cambio’, o la esperanza depositada en algunos líderes carismáticos que venían a terminar con lo que había antes.
Esta legislatura, además de la de la cristalización del ‘no nos representan’ en fenómeno político, ha sido la de la espectacularización de la política. De no interesarnos dio el salto al late night de fin de semana: tertulias políticas, algunas de cierto nivel, han logrado considerables audiencias. Hasta las cadenas privadas se contraprogramaron y enzarzaron en espacios políticos, cada una a su manera más o menos reality, compitiendo por una audiencia que de pronto estaba interesada en la política.
Así que si los nuevos candidatos tenían que ser jóvenes para reconectar con los votos perdidos, también tenían que ser telegénicos para poder ocupar con garantías ese púlpito catódico que ahora podía encumbrar a partidos en apenas unos meses.
Y sí, los candidatos, mayoritariamente, cumplen. Pedro Sánchez es sobre todo continente ?habrá que ver si también contenido-. Pablo Iglesias domina el formato como si hubiera nacido en él. Albert Rivera o Alberto Garzón han pasado tantas horas delante de los focos que a duras penas habrán podido pasar muchas dentro de sus partidos. También Pablo Casado, aunque no sea el candidato y sí la ‘cara’ de su partido. Y, bueno, Irene Lozano, que era la cuarta en discordia, aunque al final no ganara: lo hizo un Herzog que ha hecho mucho a la sombra y se ha prodigado menos en los platós, pero también es verdad que al final su peso en la pelea se augura casi insignificante.
Así que sí, abundan los políticos jóvenes y, si no guapos, al menos atractivos. Telegénicos, vaya. La nueva política no es sólo qué se dice o cómo se dice, sino quién lo dice. Luego ya veremos si se hace o no se hace.