Palomitas activistas para indignados mainstream

Los cuentos de buenos libertadores contra malos opresores son un hit desde la antigüedad. Su paso al lenguaje audiovisual encumbró el concepto y, de paso, le dio unos códigos particulares asociados a la eterna pelea de buenos contra malos. Sucede que en los últimos tiempos el activismo, la reflexión sobre la sociedad y el cuestionamiento de las normas han dejado de ser un producto de libros perseguidos para ser carne de cine comercial. Ver a Batman combatiendo a indignados o a Keanu Reeves hackeando el sistema ya no es peligrosa doctrina marxista, sino un producto de ficción que se consume con palomitas.

 

El cine es un entorno peculiar. Como casi todos los medios de comunicación (entendiendo medios como formatos), ha tenido su época de herramienta adoctrinadora. De hecho lo sigue siendo, aunque de forma bien diferente. Si viviera Marx posiblemente no sabría por dónde empezar, pero una de las cosas con las que podría asentir mientras se mesa la barba es eso de que el cine se ha convertido en un tipo de opio para el pueblo.

Pero el adoctrinamiento va más allá de la mera evasión, del alejamiento de la conciencia ciudadana respecto a los problemas que deberían ocuparles. El cine ha sido durante décadas una forma de adoctrinar a la gente. Había formas más y menos burdas, como los pinitos de nuestro más reciente dictador hablando de la raza, hasta ese cine buenista de trasfondo moral y religioso con el que el régimen vivió sus estertores. Otra cosa fueron, por no salir de nuestro país en esta aproximación cinematográfica, esos productos de la época de despertar con Ozores, las suecas y la paleta liberación sexual de un país que no veía una teta sin pensar que era pecado. Las carencias, ya saben, producen obsesiones.

Y como España es un país tan obsesivo a veces cuesta salir de los géneros que mejor nos conocemos. Se suele decir que siempre tiene que haber películas de la Guerra Civil en el horizonte, una forma -quién sabe- de hurgar en esas heridas a medio abrir o a medio cerrar, según a quién se pregunte. Pero la cuestión es que si se mira a las industrias vecinas el panorama no cambia: Kusturica se centra el los Balcanes, Wolfgang Becker fue a triunfar ironizando sobre el final del comunismo alemán y EE UU ha hecho casi más producciones bélicas que películas en total, ya sea contra enemigos humanos o extraterrestres.

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De hecho es EEUU el mejor ejemplo de adoctrinamiento mediante la cámara: tanto su potente industria cinematográfica como todas sus marcas punteras han sido una estrategia de colonización cultural que ha operado de forma evidente desde la ocupación de Berlín. Quizá sea una exageración pero, a su manera, el Plan Marshall -aquel gigantesco fondo de recuperación con el que ayudó a reconstruir una Europa en ruinas a cambio de comprar trincheras geográficas contra la expansión comunista -fue el primer ladrillo de los McDonald’s actuales. Porque allí donde hay un McDonald’s, alguien conduce un Ford, bebe Coca-Cola o calza unas Nike es que el modelo de vida americano ha llegado para mostrar su superioridad.

El cine ha sido el mejor caballo de Troya para esa aculturación global: el ejército americano conquistaba bastiones a los enemigos, rescataba al mundo de ataques terroristas, comandaba la lucha contra Hitler o, indistintamente, hacía frente a una invasión zombi o alienígena que, casualmente, solo tenía lugar en suelo de EE UU. El resto del mundo no importaba, hasta que llegó ‘Independence Day’ que, en cualquier caso, calendarizaba la salvación de la Tierra en un 4 de julio y gracias al ingenio y el sacrificio de un puñado de norteamericanos. Cabe pensar en cualquier caso que lo que pasa en el este de EE UU en ‘Walking Dead’ o ‘Falling Skies’ también pasará en Camerún o Alemania. O quizá no, quién sabe.

La cuestión es que ese discurso previsible cansaba y se introdujo ese cuestionamiento del protagonista: los buenos no son tan buenos, los malos son comprensibles y magnéticos, las circunstancias condicionan todo y, en fin, las dudas. Arien Brody es un malo-bueno, Dexter es un justiciero torturado y Olivia Pope y su equipo trabajan así por un fin último bueno. Spiderman, otro superhéroe, combatía en una de sus cintas clónicas contra un villano de arena que llora por no volver a ver a su hijo por los errores cometidos. Vale, pero hacía falta más trasfondo social.

Ese cine -y su emergente mercado de las series- palomitero, comercial, mainstream y regularmente vacío de complicaciones y lleno de moralina acaba por intentar ser lo contrario. En la última de sus películas, Batman -otro de tantos héroes torturados-  lucha contra un expresidiario al que encierran injustamente y que no quiere invadir el mundo, sino que gobierne el caos. Para eso encierra bajo tierra a la policía de toda la ciudad y deja a los ciudadanos sumidos en la anarquía.

Anarquía, oh cielos, ha dicho anarquía. Alguien tiene que hacer algo.

El cómic, claro, siempre es fuente de inspiración para esos justicieros torturados contra malos no siempre tan malos. Quizá el ejemplo menos ambivalente es el de ‘V de Vendetta’ y su invitación a la indignación contra un gobierno autoritario y mentiroso que ha sometido a la sociedad: aquí el terrorista es el bueno y los que mandan son los malos.

Los más rupturistas, en forma y contenido, fueron quizá los hermanos Wachowski. Lo fueron en su día con ‘Matrix’, que bajo explorar una fórmula más antigua que el sol sobre un mundo irreal -Platón ya vivía en una caverna con sombras, y nuestro patriótico Calderón de la Barca convertía la fórmula en versos- planteaba abiertamente un cuestionamiento del sistema: toda la estructura era falsa, llevada por una clase dirigente dictatorial y opresora que había colonizado el mundo entero y usaba a la ciudadanía como mano de obra.

Recientemente lo han vuelto a hacer con otro formato: ‘El atlas de las nubes’, basada en una novela, cuenta una historia interrelacionada en seis fragmentos independientes con varias constantes. La primera, una historia de esclavitud del siglo XIX. La segunda, una historia con la homosexualidad y la explotación laboral de fondo. La tercera, una trama de intereses económicos con una conspiración nuclear de fondo. La cuarta, la caída en desgracia de un hombre perseguido por acreedores y recluido por su hermano en un sanatorio de donde intenta escapar. La quinta, una distopía en forma de rebelión contra un sistema opresor basado en clases sociales fijadas en función del rol que desempeña cada cual en la producción económica. La sexta, una huída postapocalíptica con luchas internas, contra la esquizofrenia, y externas, contra una tribu rival como símbolo de la naturaleza destructiva de la humanidad.

Seis historias, seis épocas y un hilo conductor común. La idea central es que cada historia determina o se mezcla con la posterior. Casualidad artificiosa o causalidad narrativa, tanto monta.

En cualquiera de todos los casos anteriores el espectador puede descubrirse a sí mismo en ‘Matrix’: comiendo palomitas y bebiendo Coca-Cola mientras ha gastado casi diez euros en una entrada para una industria cinematográfica con gigantismo, y todo ello para ver una película con un supuesto fondo de reflexión sobre el sistema, la opresión, la libertad y el cuestionamiento justificado del entorno. Todo ello aderezado con efectos especiales, música ad hoc y actores multimillonarios y guapos. El packaging perfecto para un mainstream sociológicamente digerible.