Privatizarían escuelas y se las entregarían a los profesores. Culpan de la crisis a los bancos centrales. Critican a las personas enriquecidas gracias al dinero público. Dicen que el Estado debe retirarse para que la sociedad ocupe su lugar. Que las empresas públicas deberían venderse y repartirse sus acciones entre los ciudadanos. Que el Estado no debería intervenir en temas como el aborto, la libertad sexual o el mercado de las drogas. Que dan más miedo a los ricos que el mismísimo Pablo Iglesias. Son antisistema, sí, pero no de los que piensas. Son liberales
Ellos mismos dicen que son pocos, que no tienen influencia política y que proponen ideas que no a todos les gustan y, sin embargo, para el imaginario colectivo son legión y dirigen la economía mundial susurrando al oído de los poderosos. Se les asocian palabras como ‘neocon’, pero las rechazan diciendo que ellos no son conservadores, que pueden tener puntos en común con estos, pero también con los socialdemócratas y hasta con Podemos.
Son liberales, de los de verdad. Dicen que no hay «ningún partido mainstream en España que pueda identificarse como liberal». Si acaso un puñado de políticos que, cuando han podido gobernar, han dejado en un cajón sus propuestas. Citan a Antoni Fernández Teixidó, de Convergència, que fue conseller de Trabajo, Industria, Comercio y Turismo, o a Esperanza Aguirre, de quien opinan que tiene «retórica liberal, pero no ha gobernado como liberal». O a Xavier Sala i Martin, que no ha ejercido de gobernante y a quien señalan en la paradoja de ser soberanista con una propuesta para construir un Estado catalán con un marcado toque intervencionista.
Vamos, que liberales castizos hay más bien pocos.
Al menos están ellos, Juan Ramón Rallo y Carmelo Jordá, y unos cuantos más. El primero dirige el Instituto Juan de Mariana, un think tank liberal que tiene prohibido en sus estatutos recibir subvenciones públicas; y el segundo es redactor jefe en Libertad Digital y, por cierto, familiar de funcionarios. «Es imposible no relacionarse con el Estado», manifiestan. Y según ellos ese es el problema.
En la órbita cercana a ambos, otros nombres como Daniel Lacalle, Gabriel Calzada o María Blanco. Esta última, en una conversación previa, rechazaba hablar «de políticos liberales» porque es más correcto referirse «a políticas económicas y sociales liberales o no». Entre ellos y algunos otros van logrando lavarle la cara poco a poco al liberalismo, ofreciendo un tono amable y dialogante, casi didáctico. No son tan malos como los pintan, sostienen, ni tan raros como aparentan.
‘Libertad’ en cada frase
Por eso tampoco parece importarles que ningún partido sea liberal. La idea de la creación del think tank hace diez años vino precisamente para tener «una voz no partidista, como pueden tener algunas ONG, por ejemplo», apunta Jordá. Su influencia, en cualquier caso, es peculiar. Hace unos años publicaron un informe hablando de «la burbuja de las renovables», como la define Rallo, y aunque en España no sirvió para terminar en ese momento con las subvenciones al sector, en EEUU sí se empezó a percibir de otra forma un entorno productivo que definían como modélico. «No estamos en contra de las renovables, sino de cómo se gestionaban», apunta Rallo.
No hay ningún partido mainstream en España que pueda identificarse como liberal
Cuando les preguntas por sus propuestas, sale a relucir la palabra ‘libertad’. La idea es minimizar la intervención del poder estatal en la vida de las personas, una supervisión que consideran intrusiva e ineficaz y que no solo se restringe a lo económico, «también a cuestiones como la libertad religiosa o de opinión», asegura Rallo. «Solemos decir que dos liberales en una misma mesa nos entenderíamos, pero tres no», asegura Jordá riéndose. Precisamente, las diferentes visiones entre los liberales acerca de si el Estado tiene que regular cuestiones como el derecho al aborto o la libertad sexual son las que más divisiones internas les cuestan tal y como ellos mismos reconocen.
Hay, incluso, quienes tienen una postura más extrema dentro del liberalismo y se acercan a postulados anarquistas: nada de Estado, nada de regulación. Lo cual deja una idea engañosa para muchos. «Un liberal no persigue la ausencia de leyes, sino la ausencia de leyes intrusivas», dice Rallo, que rechaza también que se suela asociar al liberal con el conservador. «En EEUU, por ejemplo, los liberales apoyan prácticas como la del vientre de alquiler que aquí nos parecen una abominación». Y pone otro ejemplo: la regularización de las drogas, algo en lo que tradicionalmente ha destacado Holanda y en la que últimamente países como EEUU o Uruguay han ido avanzando.
Hay partes del discurso que casi parecen de movimientos alternativos: «El Estado tiene que ir replegándose para que la sociedad vaya ocupando esos espacios». O «¿quién es más poderoso, el CEO de una compañía como Apple o los millones de compradores que deciden su destino?».
La Europa liberal duró tan solo veinte años. Esa idea es que vivimos en una era de capitalismo salvaje y neoliberalismo atroz es falso
«Nosotros no criticamos a los ricos», asevera Rallo. «Criticamos a los ricos que se han hecho ricos con privilegios estatales, pasando a ser unos funcionarios más». Se refiere, por ejemplo, a las empresas concesionarias de servicios e infraestructuras públicas. «Esos ricos deberían temer más a los liberales que a formaciones como Podemos que, a fin de cuentas, quieren más Estado y más gasto público y que, si gobernaran, querrían decir que habría más dinero en ese sector, que será para ellos o para otros, pero algo les tocaría. Y con un planteamiento liberal no habría dinero ahí, ni para ellos ni para otros».
La crisis, cosa de los bancos centrales
Entonces desde esa visión, ¿quién tiene la culpa de la crisis? Los ciudadanos no, sino los bancos… centrales. Aseguran que ellos regalaron crédito a los ciudadanos manteniéndolo a muy bajo interés de forma artificial, lo que hizo que gastáramos por encima de lo que era razonable. El resto, cosa de cada cual: «Tener una hipoteca no es más o menos liberal; un liberal no te va a decir cómo debes llevar tus finanzas», sonríe Rallo.
Y sin embargo, persiste la idea de que la crisis es cosa de las políticas liberales. «La Europa liberal duró tan solo veinte años. Esa idea es que vivimos en una era de capitalismo salvaje y neoliberalismo atroz es falso», apuntaba María Blanco. «Durante mucho tiempo hemos sido atacados, ignorados por las universidades, poco considerados por el mainstream hasta que, de repente, encontraron que la escuela austriaca explica perfectamente por qué ocurren las burbujas financieras», comentaba.
Las ideas del imaginario colectivo son, sin embargo, difíciles de quitar. «Me saca de quicio que siempre nos asocien con el tipo que pega el pelotazo ilícitamente. O que nos comparen con el personaje de ‘El lobo de Wall Street’, un tipo absolutamente despreciable que defrauda, miente y se salta la ley. Eso es un ejemplo de delincuente -sentenciaba Blanco-. Realmente me parece injusto».
Una de las aportaciones más conocidas del pensamiento liberal es su aversión a los impuestos. «La mayor parte de ellos va para pagar servicios para nosotros mismos. No es el rico el que paga al pobre, sino la clase media la que paga a la clase media, y eso es incomprensible», añade Rallo.
El estado de bienestar ha quebrado y lo que nos están vendiendo es más Estado
Entonces, si un liberal no quiere que el Estado tenga tanto peso, ¿cómo se mantienen los servicios prestados a los ciudadanos? Rallo define prestaciones como el paro o las pensiones como «seguros». En un plan de cincuenta años para una economía liberal que expone en su último libro no propone la eliminación inmediata «porque dejarían a muchísima gente sin cobertura», sino la retirada progresiva de la recaudación para que la gente, con ese dinero que destinaba a impuestos, contratara seguros privados para protegerse del desempleo o la jubilación. Al margen del Estado, claro.
Y lo mismo con todo porque, a su juicio, «el sistema actual supone el pago por duplicado de muchísimas cosas». Eliminando la educación pública se suprimiría un gasto económico y la gente podría elegir libremente por qué colegio pagar, ya que, a su juicio, «no tiene sentido abonar dos veces si eliges llevar a tu hijo a un colegio que no sea público, o sufragarla y no poder elegir la educación que prefieres». Por eso defiende no solo que la educación sea privada, sino más diversa, dejando a los padres libertad (ahí la palabra) para elegir no solo qué colegio quieren, sino qué tipo de educación prefieren, ya que entiende que también debería desaparecer la regulación estatal restrictiva sobre modelos educativos.
Ayudas, sólo circunstanciales
Niegan que la gente sin recursos quedara al margen del sistema. «Entendemos que el hecho de que exista gente sin recursos o sin capacidad de generarlos, por una discapacidad, por ejemplo, son una minoría, así que limitemos esa intervención a la minoría. Y no es solo una cuestión de ahorro, sino de incentivos». Según Jordá, «si hay gente que circunstancialmente necesita ayuda, habría ayuda circunstancial, pero también habría que ver si esa ayuda es adecuada para salir de esa circunstancia… o si lo que hace es perpetuarla. No se trata de quitar ayudas a los pobres, sino de replantear esas ayudas para evitar desincentivar a la gente», apunta Rallo. Dicho de otra forma: vigilar que el pago de una prestación no haga que el ciudadano se conforme con vivir con eso y no busque mejorar su situación.
En ese paso de lo público a lo privado hay una clave: ¿cómo se privatiza bien? Depende del caso, aseguran. «Yo privatizaría las escuelas dándoselas a los funcionarios. Primero, ahorras la crítica interna, y segundo, porque el valor real de un colegio es su capital humano que pasaría a ser el responsable de su gestión». Para otro caso, como el de una empresa pública del estilo de AENA, mira al pasado: «Me gustó el modelo de algunos países de la órbita de la antigua URSS, como Checoslovaquia, que repartieron acciones entre los ciudadanos». Acciones reales, no participaciones nominales, que cotizaran en Bolsa y permitieran la transacción. Reconocen, eso sí, que el cambio de una estructura de propiedad es un proceso complejo «que puede dar lugar a prácticas oligárquicas o corrupción, pero que el proceso pueda tener fallos no quiere decir que no se tenga que hacer y mantener el desastre que tenemos».
Un liberal no persigue la ausencia de leyes, sino la ausencia de leyes intrusivas
Entonces, si el problema es el sistema, ellos son antisistema. «El movimiento antisistema en EEUU es el Tea Party», de corte muy liberal, «que pide menos impuestos e intervención estatal como forma de rechazo a los rescates bancarios. En España el movimiento antisistema de respuesta es Podemos y eso te da una imagen de cómo es el país», dice Rallo. «Ser liberal en España vende mal», comenta, y no solo por nuestras estructuras, sino por nuestra forma de vivir. No ve «más liberal» ser una monarquía o una república. Ven en repúblicas como EEUU políticas liberales en lo económico, «pero luego tienen un régimen presidencialista, aunque con fuertes contrapesos», y a la vez tienen como modélicos países como Liechtenstein, «y eso a pesar de ser una monarquía que casi parece absoluta», o Suiza. Otros, como Singapur, «son liberales en lo económico, pero terribles en lo social». Como pasa con los partidos o los políticos españoles, tampoco hay ningún país puramente liberal desde su punto de vista.
«No me parece que podamos trasladar un modelo de un país a otro», comentaba Blanco. «El objetivo no debe ser cortoplacista: no queremos el poder, pero sí queremos ayudar a cambiar la mentalidad de la gente. Que las personas puedan recuperar las riendas de su vida. Ahí poco a poco hay gente que se está dando cuenta de que el estado de bienestar ha quebrado y de que lo que nos están vendiendo es más Estado».
¿Cuáles serían entonces los referentes? Según Rallo, «las mejores aplicaciones del liberalismo han venido del foralismo, de los cantones, de ciudades-estado… El liberalismo suele tender a movimientos más pequeños». Pero no del estilo del nacionalismo como lo entendemos en España, «que tienen como aspiración un control mayor de un territorio menor», ni tampoco de las estructuras supranacionales. «Lo menos liberal que hay sería un Estado mundial, donde no habría competencia ni posibilidad de escapar, sería como una gran cárcel». Y es que todo esto al final no va solo de dinero, sino de libertad. Esa palabra.
En papel: Yorokobu Nº 57