Ilustración de bebés (CC)
Ilustración de bebés (CC)

El Estado del bienestar necesita que tengas más hijos

Nuestra forma de vida no se mantiene sola. Las pensiones o las prestaciones, así como los servicios públicos, necesitan quien las pague. Y eso depende de forma directa no sólo de los impuestos, sino de cierto equilibrio generacional. Y sin gente joven todo se desequilibra.

 

La década de los ’70 arrancó animada en Occidente. Más allá de tensiones bélicas, movimientos políticos y carreras espaciales, algo había en el ambiente: fue la época del llamado baby boom. Serían las consecuencias del estallido del movimiento hippie y la cultura del amor, o más bien la caída de nuestra dictadura, pero la cuestión es que la gente se puso a tener hijos. Y de qué manera.

Allá por 1971, más o menos un 20% de los españoles era menor de 18 años. Aún vivíamos en las tinieblas, pero se barruntaba algo de luz al final del túnel: la generación que vivió el dolor de la guerra empezaba a cerrar heridas, y aquellos que padecieron en sus carnes la miseria de la posguerra se preparaban para un futuro bien distinto. En pocos años España despertaría de la pesadilla, y una nueva –y nutrida– generación conocería un presente con mucha menos necesidad.

Más allá de lo político, España ha cambiado mucho –y a mejor– en estos cuarenta años. En realidad, no solo nuestro país, sino casi cualquier otro. Ahora se vive en mejores condiciones, hay menos guerras, menos necesidades, más gente que tiene más y menos que tiene menos. Hay enfermedad y muerte y hambre, claro. Pero, por norma general y al menos en esta parte del mundo, vivimos más y mejor. Y eso, en una sociedad como la nuestra, es un problema.

En realidad, es una parte del problema, porque hay otro: cada vez tardamos más en tener hijos, si es que los tenemos. Por una parte, hemos alargado la sensación social de juventud, de forma que hay quien a los 30 años empieza a plantearse que quizá sea momento de tener una familia. Por otra, hay quien, arrastrado por la crisis, no puede permitirse independizarse o crear un hogar hasta pasados muchos años. Ya por último, claro, hay quien no quiere saber nada de una familia propia. La cuestión es que, diga lo que diga la sociedad, a partir de los 30 años empiezas a ser poco joven –por decirlo suave– para empezar a tener hijos, biológicamente hablando.

Total, que entre lo social y lo económico, la gente tiene menos hijos por falta de tiempo, de ganas o de recursos.

Ahora unamos el primer problema con el segundo. Vivimos más años ahora, pero cada vez nace menos gente nueva. Dado que vivimos en una economía proteccionista, donde hay pensiones y coberturas a cuenta del erario público, eso se traduce en que cada vez hay menos gente joven trabajando y generando para pagar las pensiones de cada vez más gente mayor. Y eso sin contar con aquella nutrida generación de baby-boomers nacidos décadas atrás.

Por eso el futuro de las pensiones pinta más bien problemático, al menos si sigue la cosa como hasta ahora.

Lo de la arriba es una estimación del CSIC acerca de cómo será la pirámide poblacional en unos años… y parece casi una pirámide invertida. Lo de abajo, el estado de la pirámide poblacional según los últimos datos del INE –fijados en 2016, porque se toman un lapso de tiempo importante para asentar sus registros–.

El problema pudo ir disimulándose durante algunos años gracias a que la economía iba bien. No se trataba solo de que hubiera dinero para pagar (la gente trabajaba más, ganaba y gastaba más, por lo que se recaudaba más por impuestos), sino también porque atrajimos de pronto a un montón de inmigrantes. España había pasado en poco tiempo de ser un país atrasado y empobrecido del que los trabajadores tenían que emigrar para ganarse el pan, a ser la puerta de una nueva vida para muchos foráneos.

La inmigración supuso, más allá del enriquecimiento cultural, la llegada de muchas familias jóvenes con hijos o que directamente empezaron a tener hijos aquí. Culturalmente, además, su visión de la familia era menos restrictiva que la nuestra. En definitiva, la inmigración contribuyó a enmascarar el envejecimiento del país.

Lo que la crisis nos dejó (también aquí)

Pero todo lo bueno se acaba y llegó la crisis. La gente perdió sus trabajos, vieron su poder adquisitivo mermado y sus planes de futuro truncados. La tasa de natalidad patria cayó (más) y la recaudación de impuestos también.

Muchos inmigrantes dejaron de venir, y otros tantos empezaron a irse, algunos tras haber adquirido nacionalidad española y haber tenido hijos españoles. También se marcharon muchos españoles de nacimiento, hijos de españoles. La población dejó de crecer para estancarse primero y caer después. No solo empezamos a ser más viejos, sino que directamente empezamos a ser menos.

Cuando el estallido de la crisis era apenas una tormenta en el horizonte, el problema ya era real. En 2010 se anunció que la edad de jubilación se retrasaría de los 65 a los 67 años. Eso sí, de forma progresiva. Tanto es así que hasta el año 2027 no será efectiva la norma. Se empezaba a ver que la cosa se derrumbaría, pero tampoco era cuestión de soliviantar a la gente. Sin prisas.

Llovieron las críticas por aquel entonces, pero la decisión tenía sentido: si la gente ahora vive más tiempo, son más años que pasan sin trabajar (es decir, sin pagar al Estado) y cobrando pensión (es decir, cobrando del Estado). Quizá décadas atrás alguien con 65 años ya estaba mayor para trabajar, pero ahora con 65 años la mayoría de la gente está en plenas condiciones -según aseguran los empresarios-.

La cosa, de hecho, no se quedará ahí: en Reino Unido ya la han retrasado a los 68 años, y en España ya se habla de que se podría llegar a los 70 en un par de décadas.

¿Cómo de grave es la cosa? Basta con echar un vistazo a los Presupuestos para verlo: las pensiones -que no sólo son para los mayores, porque los ‘pensionistas’ son un nutrido y variado segmento- se comen gran parte del dinero que tiene el Estado. Si le sumáramos todo lo que se pone para cubrir el desempleo ya hablaríamos de alrededor de un tercio del total.

Las soluciones son, en general, desagradables. Descartando un profundo cambio migratorio o una inesperada mejoría económica, todo pasa por reducir costes o aumentar ingresos. Lo primero quiere decir pagar menos, durante menos tiempo o a menos gente. Lo segundo quiere decir recaudar más. Lo primero es impopular y contrario a un nutrido grupo de electores (muy movilizado, además, por lo visto en estas semanas). Lo segundo es contrario a la doctrina liberal imperante.

La necesidad es acuciante habida cuenta de que el Gobierno ha vaciado la hucha de las pensiones para evitar subir impuestos mientras esperaba el maná de una mejoría económica que disimulara la situación. No ha sucedido. Y ahora no quedan ahorros y la necesidad de dinero cada vez es mayor.

Así las cosas, la supervivencia del sistema depende de apretar las tuercas o de tener más hijos. Trabajadores del mañana que produzcan para que sus mayores puedan cobrar su pensión. Es la perversión del sistema. Al menos, si se quiere seguir viviendo de él.