El motor de nuestro mundo se mueve por el mercado. Es la economía la que determina los intereses políticos, los conflictos bélicos y hasta los movimientos sociales. La generación de riqueza es un destino en el mapa y el consumo, el combustible que mueve todo el engranaje. Pero resulta que ese motor contamina, y mucho. Y eso tiene efectos devastadores sobre la salud de nuestro entorno y, por extensión, en nuestra propia existencia.
En realidad no es culpa de la economía en sí, sino de cómo la hacemos, de cómo producimos y consumimos. Y de un tiempo a esta parte se ha visibilizado en el debate público un posible cambio estructural: ¿y si la economía del futuro se construye sobre una base sostenible? Es una cuestión de responsabilidad, pero también un argumento de mercado.
«Da igual que hablemos de países ricos o pobres: el cambio climático tiene efectos económicos negativos a largo plazo sobre todas las economías», explica Belén Santa Cruz, economista y asesora en la Secretaría de Estado de Digitalización perteneciente al Ministerio de Asuntos Económicos. En su análisis, lo digital tiene mucho que ver con crear un esquema productivo más sostenible.
«A largo plazo, todos los bolsillos se verán afectados por el cambio climático», escribía a ese respecto en un artículo en Agenda Pública. En realidad, parafraseaba a uno de los pensadores más citados en el mundo económico, John Maynard Keynes, que era mucho más lapidario en su frase original: «A largo plazo, todos muertos».
Quizá no habría hecho falta adaptarla. «La buena noticia es que el tema se ha colocado de lleno no solo en la agenda política, sino también en los propios intereses y propósitos de empresas y ciudadanías. Cuando a largo plazo el cambio comience a tocar el bolsillo de todas las economías, seguramente entrarán las prisas», y advierte que entonces las pérdidas pueden ser irreversibles.
«El sector privado ha ido viviendo una evolución respecto al rol que considera tener en la sociedad», explica Ignacio Uriarte, director de Planificación de la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) y exdiputado del PP, que destaca la importancia de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda 2030 de la ONU en ello. «Vivimos una transición de la clásica responsabilidad social corporativa, vinculada a departamentos estancos dentro de las empresas, hacia la mirada integral de un negocio responsable», sostiene.
«El mercado tiene luces largas suficientes para entender que el camino que debemos recorrer es innegable y que no existen alternativas», añade, aunque sin perder de vista las limitaciones: «Imagino que como todo proceso disruptivo, requiere de tiempo de adaptación y que muchos actores implicados fuerzan periodos de carencia a las nuevas obligaciones medioambientales que llegan». La tendencia, por supuesto, es global.
Coincide en la idea Carles Campuzano, que ejerció de portavoz de Convergència en las comisiones parlamentarias medioambientales de buena parte de las dos décadas en las que fue diputado: «Hace 30 años lo verde era algo fuera del sistema, alternativo y hippy, y ahora es mainstream», lo cual ve como «un éxito rotundo del movimiento ecologista».
Pero como él mismo señala, eso no basta para transformar el modelo de crecimiento: «Es ahí donde las políticas tienen su enorme responsabilidad, entre otras cosas para promover esa visión a largo plazo» que, en su opinión, los mercados por sí mismos no tienen. «Las autoridades públicas deberían ser las responsables de coordinar y equilibrar las distintas estrategias y facilitar la puesta en marcha de medidas que faciliten los cambios en la cadena productiva», confirma Uriarte al respecto.
El mejor incentivo al mercado lo está generando la propia sociedad, que demanda sin dudar este nuevo modelo económico sostenible
Pero para un cambio de este calado hacen falta tres actores: el sector público que facilite, el privado que ejecute y la ciudadanía que lo exija. Siendo así, ¿cómo vender, entonces, lo sostenible como un argumento de mercado? ¿Es posible colar el argumento ambiental en los estímulos de compra del consumidor sin que lo segundo diluya lo primero? Sebastián Puig, analista en Bruselas y parte de El Blog Salmón y Thinknomics, lo ve claro: ambos enfoques «pueden convivir sin contradicciones» porque «precisamente, propiciar esa convivencia es la clave para su despegue».
Una cuestión de incentivos
«El mejor incentivo al mercado lo está generando la propia sociedad, que demanda sin dudar este nuevo modelo económico sostenible», considera Santa Cruz. «Las nuevas generaciones ya nacen en este nuevo modelo y progresivamente van demandando productos o servicios más sostenibles». Como ella, Campuzano, ve una «preocupación real y fuerte» al respecto, pero también advierte de posibles peligros: «Existe el riesgo de que lo verde sea sinónimo de elitista, que los sectores más populares queden excluidos del acceso a los bienes y servicios más verdes por su precio». Porque sea o no un valor de mercado que aporte un plus al precio final, lo ecológico es más caro de producir.
En su opinión, el interés por lo sostenible debe ser una preocupación real para que sea realmente transformador y no quede en mero ‘greenwashing’ comercial. Para Uriarte, esas prácticas, que utilizan lo medioambiental como un reclamo vacío, «tienen un recorrido muy corto y acabarán siendo penalizadas por el consumidor». Según su perspectiva, «una sociedad informada, unos medios de comunicación responsables y la transparencia de los procesos lograrán que las empresas apuesten definitivamente por el modelo sostenible y no por los atajos del marketing».
Las empresas que no entiendan la urgencia del cambio de mentalidad se quedarán atrás en las cuotas de mercado. Sin el empuje y compromiso de las empresas no hay revolución verde en serio
El interés comercial tiene un enorme poder de transformación, pero se debe ir más allá. «Los cambios deberán estar motivados por incentivos y, por supuesto, por gravar el incumplimiento de los acuerdos, pero el nuevo escenario de trabajo debe invitar a entender que el futuro de los beneficios está en el cambio de modelo ‘per se’ «, continúa. «Estoy convencido de que las empresas que no entiendan la urgencia del cambio de mentalidad se quedarán atrás en las cuotas de mercado». Y eso serían buenas noticias: «Sin el empuje y compromiso de las empresas no hay revolución verde en serio», sentencia Campuzano.
De ahí que considere mejor «trabajar en esa lógica que no demonizarlo si de verdad queremos un modelo de crecimiento sostenible», opina. «No nos engañemos, las empresas necesitan hacer negocio. Puede haber, y de hecho hay, apuestas por lo sostenible desde la convicción, pero es la demanda de los consumidores, la regulación pública y los incentivos a la innovación lo que mueve a las empresas», comenta. «Por la vía de la fiscalidad verde (incentivar lo sostenible y gravar lo contaminante) tenemos mucho recorrido. Ahora hay que afinar bien: recordemos la revuelta francesa de hace unos pocos años contra el incremento de los impuestos al diésel».
Puig ahonda en esa advertencia: «Mejor incentivar que prohibir». Según su visión, «la vía fiscal es limitada» porque hay que hacer más, como «investigar e invertir», y tira también de ejemplo del sector automovilístico, uno de los primeros en enfrentarse a esta batalla: «Para que los coches eléctricos sean de uso generalizado hay que tener infraestructuras adecuadas, construir pensando en ello y diseñar formas alternativas de movilidad que solucionen los problemas de los ciudadanos y nos les imponga trabas físicas o económicas a su movilidad».
En ese sentido «el componente educativo es importante», sostiene, pero no el único. Por eso reclama «análisis serios, rigurosos, pausados, lejos de alarmismos, exageraciones y retorcimiento de datos». Porque, en su opinión, no se trata solo de incentivar la parte del consumo, sino también entender la parte de la producción.
«Desarrollo implica energía. Cientos de millones de personas necesitan energía barata y abundante para prosperar en diversas áreas emergentes del mundo, y ello, siento decirlo, no va a conseguirse solo con paneles fotovoltaicos o aerogeneradores: actualmente, las energías renovables no pueden asegurar todavía ese despegue y no lo harán en el medio plazo», sostiene.
«Sin duda, los avances tecnológicos nos depararán novedosas fuentes de suministro y sustanciales mejoras energéticas en el futuro, liquidando al fin los combustibles fósiles. Pero por el momento, la mayor parte de la energía barata que necesita el planeta para funcionar se quema y contamina», explica. Cuando eso cambie da por hecho el favor privado.
Los gobiernos van a gastar miles de millones en lo verde. Faltaría la labor pedagógica para hacerlo universal. Que al clásico bueno, bonito y barato se le pueda añadir un y sostenible
Precisamente escribía en un artículo que toda actividad que tienda «a mejorar el medio ambiente, la eficiencia energética, la optimización de los recursos, tendrá asegurado el interés de los mercados y del sector público. Los gobiernos van a gastar miles de millones en lo verde. No hay vuelta atrás en esta cuestión, a pesar de críticos y escépticos». Porque los hay, y no solo en gobiernos y empresas, también en la ciudadanía. Faltaría la labor pedagógica para hacerlo universal. Que al clásico ‘bueno, bonito y barato’ se le pueda añadir un ‘y sostenible’. Y que esa sea la nueva normalidad sin que cargue demasiado el bolsillo o los hábitos del consumidor.
El problema es el precio final
En los últimos años han emergido negocios diversos alrededor de la llamada economía circular, orientada a reutilización y reventa, pero que en su traducción a la lógica de mercado se ha simplificado muchas veces en plataformas de uso compartido o compra y venta entre usuarios, ya sea orientada a la segunda mano o a la deslocalización y desintermediación. En ambos extremos, y sostenibilidad aparte, el reclamo es meramente económico. Santa Cruz amplía el foco: «Los recursos son limitados, es una evidencia. Y transitar hacia una economía circular es la única forma de alcanzar esta sostenibilidad: pensando en circularidad en materiales, agua, residuos… o incluso cómo la digitalización y la innovación ayudan en este ámbito».
Eso ofrece ventajas añadidas. Por ejemplo, poder comprar pimientos a un productor local de Murcia desde Madrid articula el territorio, mejora la calidad del producto consumido y mueve riqueza. Pero también una importante huella de carbono asociada al almacenamiento, transporte y reparto.
«Estas nuevas formas de venta, que gracias a lo digital permiten que en cualquier punto de España accedas a productos de proximidad de un territorio alejado, contribuyen al cierre de brechas territoriales», coincide Santa Cruz, «pero debemos asegurarnos de que van acompañadas de otras medidas sostenibles como pueden ser sistemas de almacenamiento reciclados o sistemas de reparto basados en movilidad sostenible y eficientes», advierte.
«Hay que innovar en las cadenas logísticas», coincide Puig, «pero nunca cercenar el libre comercio y la libre circulación de bienes y servicios», sostiene. La visión es distinta para Campuzano: «El comercio es prosperidad y progreso, sin lugar a dudas. Ahora, para mitigar el impacto, de nuevo, regulación y fiscalidad».
El último eslabón de esa cadena se desarrolla en la última milla de cada ciudad, ya sea para repartir a domicilio lo comprado a miles de kilómetros, ya sea para que en lugar de ir a comprar a un comercio sea el comercio el que llegue a tu casa. La digitalización y la hiperconectividad lo han hecho posible, de nuevo generando un profundo impacto ambiental.
Analicemos los impactos, compensemos a los que pierden, gravemos de manera inteligente al que contamina, incentivemos los mejores comportamientos sociales y ambientales…
«Estamos en un ‘boom’ que se ajustará con el tiempo por los propios actores del proceso: productores, comercializadores y consumidores», sostiene Puig, que no lo ve como una amenaza medioambiental del mercado. Tampoco Campuzano: «Es como si alguien afirmase que internet va en contra de la sostenibilidad», ironiza. Y lanza su propuesta al respecto: «Analicemos los impactos, compensemos a los que pierden, gravemos de manera inteligente al que contamina, incentivemos los mejores comportamientos sociales y ambientales…».
Porque construir a una economía sostenible en lo ambiental pasa por muchos ámbitos, desde las grandes plataformas logísticas como Amazon a los gigantes de la tecnologización como Google. De los todopoderosos productores de sectores pujantes como Inditex a las grandes empresas de energía como Iberdrola. Todos ellos, nacionales e internacionales, muchas veces señalados por sus prácticas, pero que también han invertido tiempo y dinero en reducir su huella de carbono, aunque quede mucho más por hacer.
En ese mucho más entra no solo lo grande y lejano, sino lo pequeño y cercano. Pasa por la pizza que pides para cenar en tu casa y también por la compra en el supermercado, aunque vayas en persona a hacerla. «No tiene sentido que en el puesto de productos ecológicos de una gran cadena de alimentación te encuentres todos los productos envasados con plástico», reconoce Uriarte. «El sector agroalimentario y el Ministerio tienen la obligación de diseñar una hoja de ruta para que la producción de alimentos sea rentable con una cadena centrada en la sostenibilidad sin que el consumo sea vea penalizado», y augura movimientos al respecto.
Con sus límites, retos y enfoques diferentes, se confirma el interés de lo público y lo privado en ello. Por responsabilidad y por estrategia: el desafío de hacerlo deseable para la ciudadanía y, a la vez, responder a la demanda que eso genera. Los votos de unos y las ventas tienen un nuevo condicionante en este ámbito. Lo verde vende: ya solo falta que lo compremos en el mercado.
Publicado en Yorokobu: Versión lector – Versión papel | Ilustración de Ignacio Martín