El viaje en sí duró una semana, con más de 300 kilómetros cada día y a razón de tres o cuatro entrevistas por etapa. Algunas fueron rápidas y fáciles, otras llegaron a superar las tres horas de duración. Cuesta romper determinados muros para conseguir que se hable con confianza.
La primera conclusión del viaje es que en Euskadi ya se empieza a hablar de política y de ETA con normalidad. Da igual que sea por el casco viejo de San Sebastián o en la herriko taberna de un pueblo. Pero no todo el mundo se atreve todavía a hablar a un periodista. Algunas entrevistas cerradas, y en ocasiones hechas, morirán en la grabadora, en un cajón de los temas que nunca se podrán publicar por expreso deseo de sus protagonistas. Son voces que existen, pero que no serán escuchadas.
En ese cajón está la concejal que canceló una entrevista por no tener escolta y porque no se atrevía a salir de su casa. O las palabras de un independiente de Bildu que aseguraba que a día de hoy “es casi imposible encontrar un ‘unionista’ en Euskal Herria”. O la víctima que decide no publicar su testimonio porque no quiere dar imagen de haber sido derrotada por los violentos. O el familiar de un preso de ETA que rechaza la entrevista porque “no es momento de hablar desde el anonimato, es momento de dar la cara para que se escuchen las voces del otro lado del biombo”, pero que finalmente se niega a hablar. O las personas que dicen que hay víctimas que viven de ser víctimas, otras que no justifican las bombas de ETA “pero”, u otras que condenan las torturas “pero si sirvieron para evitar atentados…”
En el tintero quedan coloquialismos como decir que «ETA te hace una putada como un camión» al matar, o como cuando bromean preguntando si la mochila que llevas a cuestas puede explotar.
En la retina queda la mirada escrutadora desde las ventanas de algunos caseríos en algunos pueblos, de esos en los que el Ayuntamiento no luce una bandera de España, sino murales en apoyo a los presos. Y en el pensamiento queda la certeza de que fuera de Euskadi esas miradas escrutadoras serían iguales y que en un montón de pueblos tampoco cuelga la bandera de España y nadie se fija.
El viaje duró una semana, pero antes fueron varias de preparativos, de casi cuarenta entrevistas pedidas para conseguir una veintena y publicar una quincena. A la vuelta, tres semanas de temas, decenas de comentarios de apoyo y otros tantos de críticas. Unos critican la visión “franquista” ofrecida, y otros que se dé voz a gente “del entorno de ETA”. En silencio, la constancia de que un buen número de vascos han leído y compartido algunos de estos temas que, para qué engañarnos, no suelen ser los más leídos en los medios. Quién sabe si se ha conseguido que se sientan identificados.
Pero sobre todo queda la idea de que la enorme mayoría de las personas con las que se habla tienen un idioma común: no niegan “el sufrimiento del otro”, ni esquivan rechazar a ETA, ni hablar de torturas. La gran mayoría no entiende la Ley de Partidos porque ve a la izquierda abertzale como parte de la sociedad vasca, igual que lamenta que fuera de Euskadi se ve con malos ojos cualquier cosa que venga de allí. “La tesis de que todo es ETA sólo ha servido para arrasar”, decía un entrevistado.
Hay otra parte, sin embargo, que lo ve diferente. Viven con miedo, con escoltas, con trozos de vida arrancados y sin ánimo de conciliar nada que no sea la rendición de ETA y el cumplimiento íntegro de condenas en cárceles lejanas. Es una parte algo menor allí, aunque al estar mucho más dispuesta a hablar ante los medios es la que más proyección tiene.
Fuera de Euskadi y Navarra, por tanto, la apreciación es que esa forma de pensar está mucho más extendida de lo que lo está realmente. Decir esto fuera de Euskadi despierta la crítica inmediata de ser “demasiado comprensivo con gente que no merece comprensión”.
Pero esa realidad no sólo se plasma en las calles y en la opinión pública, sino también en los partidos. PSOE y PP no actúan igual en Euskadi que fuera. Allí son socios, aliados, que firman informes que hablan de “todas las víctimas” y promueven “plataformas de conviviencia” entre víctimas “y victimarios”, la forma políticamente correcta de decir ‘verdugo’.
Allí todos se conocen, todos tienen cerca a una víctima, a un amenazado, a un escoltado, a un miembro de ETA y, en muchos casos, a alguien que haya sido maltratado en una comisaría. Y todos hablan en los bares y cafeterías. “Son los partidos los que no hablan, pero sus votantes lo hacen sin problema”, decía otro entrevistado. Y en la mayoría de casos parece ser así.
Luego hay otros simbolismos que no se ven. Como la herriko taberna que pliega sus banderas al cerrar. Como el cuartel de la Guardia Civil que hace lo mismo al caer la noche. Como la enorme bandera española en la fachada del Ayuntamiento de San Sebastián y el cartel de “ETA no” que sigue en su fachada, bajo gobierno de Bildu, pero que ningún medio ha sacado. Como el más genérico cartel de “Necesitamos la paz” que hay en algunas instituciones gobernadas por el PNV y que se hicieron al tiempo que los carteles contra ETA.
Esos eufemismos y dobles lenguajes dejan la puerta abierta a que la realidad se pierda en debates retóricos. Sirva como ejemplo el ‘tuit’ en el que un usuario le hablaba al otro de estos reportajes en euskera y usaba la palabra ‘morroi’. Un académico de la lengua vasca explicó que significa “vasallo, sometido, algo muy despectivo en cualquier caso”. Al responder, varios euskaldunes insistieron en que en un uso coloquial la palabra no es peyorativa, sino que se entiende como “tipo”. La segunda opinión la dio un concejal de Bildu que, en una primera lectura, confirmó el sentido despectivo. Al contarle la secuencia de los hechos lo volvió a leer y corrigió: “Sí, es cierto, en ese contexto puede entenderse así, no es despectivo”.
Las palabras encierran simplificaciones perversas y puertas cerradas a la comunicación en muchas ocasiones más allá de esta anécdota. Si un inofensivo ‘tuit’ puede traer cola, ¿cómo no se puede bloquear una postura al hablar de ‘condena’, ‘terrorismo’, ‘actividad armada’, ‘víctimas’, ‘todas las víctimas’, ‘rendición’, ‘negociación’, ‘alto el fuego’, ‘fuerzas represivas’ o tantos otros giros eufemísticos para manejar la realidad?
Allí muchos ven a ETA como algo más que una banda de criminales porque de otra manera no consiguen explicar que haya sobrevivido durante más de medio siglo. Es un ‘agente social’, un ‘agente político’ o un ‘grupo armado’. Eufemismos para definir una misma realidad. Igual que al otro lado del río se habla de “asesinatos de ETA”, pero de “conductas reprobables” para hablar de malos tratos recibidos en comisarías y reconocidos por sentencias judiciales.
Y eso por no hablar de políticas y críticas cruzadas: la izquierda abertzale defiende el estatuto de Lizarra y da por enterrado el Estatuto, Aralar defiende el estatuto de Gernika y critica Lizarra y Loyola, PSE y PP critican Lizarra y defienten el Estatuto y el PNV se limita a criticar el pacto de Gobierno entre PSE y PP.
Euskadi, en definitiva, es más complejo que una visión dual. Cuando te acercas a mirar no es un cuadro gris, “tiene muchos más blancos y negros de los que se ven desde ambos extremos”, decía un entrevistado. La mayoría, sin embargo, no ve dos partes, ve muchas con muchos matices. Matices capaces de hacer que en Navarra haya más señaléctica en euskera de la que hay en valenciano en Valencia. Y no hay matiz más grande que el hecho de que la pasividad de la sociedad esté haciendo tanto por el final de ETA.
Casi todos, en mayor o menor medida, se confiesan optimistas y ven inminente el final de la violencia. Sin embargo en la misma proporción se muestran cansados por tanta expectativa frustrada. Parece posible que si se fuera capaz de no hacer política desde las atalayas todo llegara a un final de ETA esperado por todos. Lo que no es tan seguro es que esto último, lo de no hacer política desde las entrañas, sea posible.