Comparecencia de Mariano Rajoy (Fuente: Agencia EFE)
Comparecencia de Mariano Rajoy (Fuente: Agencia EFE)

Tras el 1-O en Cataluña, el referéndum que perdimos todos (aunque unos más que otros)

Durante la campaña electoral que le acabaría dando la victoria al tercer intento, Mariano Rajoy se esforzaba por presentarse como un candidato predecible. Él nunca haría nada descabellado, ni tomaría ninguna decisión inesperada. No habría conejos en la chistera ni ocurrencias. Sería, llegó a decir, aburrido. No es que el argumentario se la hubiera escrito un enemigo: es que intentaba, con éxito, contraponer su imagen de estabilidad a la de un Zapatero superado por los acontecimientos de la crisis que le habían dejado a los mandos de un barco a la deriva. 

El referéndum de independencia de Cataluña, al que cada cual le pondrá los apellidos que considere, es la primera amenaza seria a esa imagen de previsibilidad. Lo que ni la corrupción consiguió -con sus registros, detenciones y declaraciones judiciales- podría lograrlo lo sucedido este fin de semana. El presidente del Gobierno siguió el guión de otras tantas veces -dejar hacer, dejar pasar- y se ha encontrado con una tormenta. No podrá decir que fuera inesperada, sino que más bien parece que midió mal su fuerza. Su único objetivo ha sido preservar la Constitución y la unidad de España y quién sabe si ha empezado a poner en peligro ambas cosas.

Se suele describir a las redes sociales como grandes ‘cámaras de eco’, donde uno tiende a seguir cuentas de gente o instituciones que opinan como nosotros. Pasa lo mismo con los medios de comunicación. Muchos estudios científicos avalan lo que parece una obviedad: nos incomoda exponeros a opiniones distintas, que contradicen aquello en lo que creemos. Así, el efecto es como el del eco, amplificando nuestra propia opinión, que creemos reforzada porque todos alrededor la comparten. La profecía autocumplida, podría resumirse.

Uno de los males que más se achaca a los políticos actuales es el de padecer algo similar: se rodean de gente fiel, que aplaude y jalea sus decisiones. Analistas, consejeros y opinólogos que por miedo a perder su lugar de susurradores privilegiados, regalan el oído a sus líderes. De esta forma, estos acaban convirtiéndose en muchas ocasiones en negadores de una realidad que, terca, acaba buscando la forma de imponerse. Viven ajenos a un mundo real que discurre por derroteros bien distintos a los que les dicen. Los reyes van desnudos, pero a ver quién se atreve a descararse.

La política es una contienda de relatos, y en esa disputa Rajoy ha perdido. La intervención de las fuerzas de seguridad en Cataluña ha provisto al independentismo de un arma mucho más poderosa que los votos, como son las imágenes

Rajoy se salta esa norma. Él no vive en una cámara de eco llena de aduladores, sino que directamente ha edificado una auténtica burbuja de la que no ha tenido necesidad de salir. El esperpento legislativo catalán, aprobando leyes rechazadas en el Constitucional, forzando el reglamento y silenciando a parte del Parlament, debía ser suficiente -pensaría- para que el envite independentista fracasara. Tenía la Ley, a los líderes europeos, a los grandes medios y hasta a la oposición de su lado. Pero se equivocó. El mundo se veía meridianamente claro, como le gusta decir, desde las paredes de su burbuja. Pero le faltaban detalles que al final pueden ser definitivos para componer el retrato.

Y es que la política es una contienda de relatos, y en esa disputa Rajoy ha perdido. La intervención de las fuerzas de seguridad en Cataluña ha provisto al independentismo de un arma mucho más poderosa que los votos, como son las imágenes. España y Europa han asistido en directo a un espectáculo desmedido, con intervenciones mal calculadas y efectos muy limitados -todo el operativo apenas ha logrado cerrar un 14% de los centros de voto preparados por el Govern-. Es difícil sobrevivir como político si, teniendo la Ley de tu lado, eres capaz de perder de una forma tan apabullante la batalla del relato.

El referéndum, desde ese momento, ha dejado de tener importancia. Era difícil cuantificar su éxito o fracaso de forma objetiva, básicamente porque no reunía las mínimas condiciones legales: nunca ha habido garantías ni respecto al resultado, ni respecto a la participación. Más aún desde que las fuerzas de seguridad hicieron que ni siquiera pudiera transcurrir con normalidad, dentro de su anormalidad.

Hasta el sábado, de hecho, se sabía que no importaría cuál fuera el ‘qué’, porque de hecho parecía evidente que ganaría el ‘sí’. Se esperaba que lo importante fuera el ‘cuánto’, la participación: si más de la mitad de la gente acudía a votar, la consulta habría triunfado. Por eso la campaña no se centraba en el sentido del voto, sino en el voto en sí mismo. La pelea no era por la legalidad -el referéndum, con la ley en la mano, no era aceptable-, sino por la legitimidad: que la ley no permitiera votar era justo lo que se tenía que cuestionar porque -ese era el argumento- votar es sinónimo de democracia, y sólo quien teme a las urnas puede querer impedir votar.

La pelea no era por la legalidad -el referéndum, con la ley en la mano, no era aceptable-, sino por la legitimidad

Lo sucedido este domingo, sin embargo, ha cambiado de forma inesperada las reglas del juego. El presidente Rajoy se había caracterizado por ser esquivo al conflicto, mucho más tendente a evitar pronunciarse ante nada que a afrontar sus consecuencias. La eterna creencia de que, con no mirar hacia un problema éste acabaría desapareciendo como hilillos de plastilina en medio del océano. Y hasta la fecha siempre le había funcionado: el presidente es el superviviente político de más talento que jamás se ha visto en la primera línea de nuestra política.

Pero la actuación de las fuerzas de seguridad del Estado ha cambiado todo. No han hecho otra cosa que cumplir órdenes -las de la Justicia, no las del Gobierno, se esmeraba en matizar la vicepresidenta en su comparecencia matutina-, pero han decantado el relato. Las imágenes de cargas policiales, de patadas, pisotones y violencia sin respuesta por parte de manifestantes pacíficos, han recorrido Europa. Las fuerzas de seguridad no entienden de relatos, sólo de órdenes. Pero la política no entiende de órdenes: aquí el relato -y la proporcionalidad- lo son todo. Desde el vodevil del ‘Piolín’ en el que pernoctaban los agentes, hasta los cantos del ‘A por ellos’ para despedir a la Guardia Civil. En medio, héroes para unos y villanos para otros: desde Piqué hasta Serrat, desde Trapero hasta Coscubiela.

El resultado final es demoledor: casi un millar de heridos, miles de fotografías violentas, un presidente desconectado de la realidad y otro amenazando con una declaración unilateral sin garantías ni números para hacerlo. La cuenta puede seguir: unos ultras cantando el ‘Cara al Sol’ en Madrid y otros acudiendo con niños a hacer un cordón ante equipos antidisturbios en Cataluña; un líder de la oposición desaparecido y sin discurso, y miles de personas en las calles.

Cataluña quizá no ha ganado su independencia, pero sí está más lejos de España de lo que nunca ha estado. Las manifestaciones por el ‘derecho a decidir’ de Cataluña han recorrido lugares tan sorprendentes como Madrid, Sevilla o Ciudad Real, abren una ventana inédita que evidencia que el problema no es sólo catalán. Se avecina un otoño caliente y de consecuencias inesperadas. Ni estamos en lo peor del franquismo, ni es un desafío peor que el 23F: los extremos y su dialéctica emborronan una realidad que, tozuda, sigue asomando. Es un debate pendiente, y habrá que debatir.

Cataluña quizá no ha ganado su independencia, pero sí está más lejos de España de lo que nunca ha estado

Porque, previsiblemente, esto no se quede aquí. A falta de lo que el Parlament decida hacer, la primera consecuencia política será el salto del problema a Euskadi por el más que dudoso apoyo del PNV a los Presupuestos -debe elegir entre pactar con el PP y quizá perder la lehendakaritza o no pactar y dar argumentos a sus enemigos políticos, mucho más cerca del procés catalán que ellos-. La segunda, quizá, que la izquierda y los nacionalismos acaben por pactar un inestable polo común que eventualmente conforme una mayoría, ya sea para gobernar, ya sea para poner en marcha algunos cambios de calado.

Tras lo sucedido este fin de semana, no parece una locura pensar en que se haya asistido a un punto de inflexión para el Ejecutivo de Rajoy. O que estemos en la antesala de una reforma constitucional. O, quien sabe, ante el fin del Estado tal y como lo conocemos hasta ahora en términos de organización territorial.

Con todo, el mayor peligro de la situación actual es la división generada con un problema que antes no existía, y que una parte de la ciudadanía percibe ya a sus dirigentes como la causa -y no la solución- de sus problemas.

Por poder, hasta puede que no pase nada: que Rajoy siga en su burbuja y las aguas vuelvan a su cauce una vez más. Si los Mossos, que hace unos años eran las fuerzas de seguridad más criticadas por su controvertido uso de la fuerza, han podido emerger como héroes para unos y otros, todo es posible. Ellos, que vivieron casos de palizas en comisarías y denuncias por el uso de pelotas de goma, que acabaron aclamados por su actuación tras los atentados de Barcelona y por haber mediado este fin de semana ante la Guardia Civil.

A fin de cuentas, en política lo que cuenta es el relato, no los motivos. Y como evidencia el caso de los Mossos, el relato es algo muy voluble.