Bint Jbeil es una pequeña ciudad libanesa con una activa vida comercial y un clima cálido y no muy seco para estar donde está —concretamente, a apenas un kilómetro de la frontera con Israel—. Y en esa zona y sus inmediaciones, a falta de precipitaciones regulares, lo que llueven cada cierto tiempo son cohetes en una y otra dirección. Sucede cuando sube la tensión de la zona, y sucedió especialmente en 2006 cuando el ejército israelí cruzó el borde para adentrarse en territorio libanés en su guerra contra Hezbolá.
Las hostilidades duraron algo más de un mes, y en general fueron un paseo militar —nunca mejor dicho— para uno de los ejércitos más preparados y mejor adiestrados del mundo. Pero Bint Jbeil resistió, a pesar de que se llegó a informar de lo contrario: los combatientes de la guerrilla, considerada un grupo terrorista en el común de los países occidentales, defendieron las ruinas de la ciudad hasta que se apagaron los disparos.
Lo que pasó después es la narración de lo que ha pasado infinidad de veces en la zona, que de paso explica por qué Hezbolá es tan poderosa allí: una vez las tropas israelíes se retiraron, comenzaron a llegar camionetas con hombres armados, pero también cargados de palas, picos, maquinaria y fajos de billetes. Una vez acabados los combates, empezaba la reconstrucción. Y Hezbolá bien podría parecer una empresa especializada en derribos y restauraciones cuando se apagan los fuegos.
Ese fue el caso de Ahmed Jumaa, un comerciante de la ciudad que contaba su experiencia: “Vinieron rápidamente tras la guerra. Vieron mi coche convertido en chatarra, las necesidades de reparación de mi maquinaria y herramientas y las ruinas de mi casa”. Le dieron una ayuda de emergencia, que hizo posible que reabriera su tienda tres días después del inicio de la tregua. La cosa es que Jumaa no era precisamente un chií radical, pero eso no importaba.
Bint Jbeil es un caso, pero hay muchos más. De hecho, casi todos al sur de Líbano, e incluso en la propia capital. Salim Kenaan, cuya casa quedó totalmente destruida tras una explosión, dio su nombre, dirección y teléfono a un oficial de la organización en una suerte de oficina improvisada en un parque de la ciudad. “Te llamaremos pronto”, le prometieron. Las ayudas no eran solamente económicas: los propios militantes y simpatizantes, enfundados en los característicos amarillo y verde de su bandera, iniciaron las labores de desescombro con sus propias manos.
Lo que resulta un poco más peliagudo de esta aparentemente hermosa historia es de dónde viene el dinero: en ocasiones, según las informaciones de la época, los propios fondos oficiales recibidos por los ciudadanos son entregados a Hezbolá y ellos los distribuyen. El origen de ese dinero, de hecho, viene de países contrarios a la causa chií, donde Arabia Saudí comanda desde las sombras. Es, por tanto, la victoria perfecta: ganan adhesiones por sus labores, que son financiadas en parte con dinero de sus enemigos.
El resultado: a muchos de los beneficiarios de las ayudas, que se sienten abandonados por su Gobierno y odian a Israel y Occidente, no les importará empuñar un arma si acaba siendo necesario. Diez años después, Bint Jbeil conmemora la victoria contra el invasor teñida de amarillo y verde. Y así es como el círculo sigue creciendo y la influencia de Hezbolá se asienta en la frontera.
El colonialismo ‘suave’
Las nuevas guerras en muchas ocasiones se libran con influencia. Es lo que en términos políticos se suele llamar poder suave, encarnado por anteponer la diplomacia a la intervención violenta y la influencia y la persuasión a las negociaciones agresivas. Sobre el papel suena fenomenal, pero también tiene lecturas terribles. La injerencia rusa en las elecciones estadounidenses o los ataques y presiones vividos en las francesas son buenos ejemplos de poder suave que pretenden objetivos mucho menos suaves. El uso estratégico de campañas en redes sociales es ya algo común y generalizado.
El poder suave tiene muchas caras, pero detrás siempre asoma una inversión económica multimillonaria. Así, la influencia de China en África se ha disparado durante la última década gracias a la inversión realizada en el continente a cambio de la explotación de sus recursos minerales y materias primas. Algo similar sucede con las inversiones mineras en puntos de Sudamérica, con países como EEUU o Australia invirtiendo en la extracción de las canteras del norte de Chile y Perú.
Otra gran guerra es la de la influencia a través de la información: la presencia de grandes cadenas internacionales de medios y su crecimiento estratégico durante los últimos años así lo prueba. Es el caso de cadenas como la china CCTV, la rusa RT o la catarí Al Jazeera, igual que la europea BBC o la estadounidense CNN. Y no solo información: durante décadas se ha desarrollado la propagación de la cultura y los valores occidentales a través de la producción de ficción estadounidense. Lo que antes era -y sigue siendo- Hollywood ahora lo son Netflix o HBO.
Uno de los mayores —y primeros— ejemplos del mundo fue el plan Marshall, que entre 1948 y 1951 supuso el flujo de hasta 13.000 millones de dólares estadounidenses para la reconstrucción de una Europa devastada por la guerra. La cara oculta del plan era frenar la expansión del comunismo, que ya se percibía como rival que batir y trajo consigo otras consecuencias: se regó con dinero la creación de determinadas líneas de pensamiento —la democracia cristiana fue beneficiaria directa en algunos países— y se fomentó la cohesión del proyecto europeo, que acabó adquiriendo su forma actual.
La guerra fría árabe
Las guerras de chequeras actuales tienen, a veces, consecuencias imprevisibles. Si ya podía llamar la atención que el bloqueo de un minúsculo —pero riquísimo— territorio árabe como Catar pudiera tener importancia, más llamará la atención pensar que una de sus consecuencias pueda ser el fichaje de Neymar por parte del PSG en la que es ya la mayor compra de la Historia del fútbol.
La cuestión es que el inicio de la explotación del mayor yacimiento de gas natural del mundo por parte de Catar enfadó a Arabia Saudí, uno de los protagonistas de lo que se podría llamar guerra fría árabe. El motivo: la explotación sería conjunta con Irán, el gran enemigo de Arabia Saudí —y de Occidente— en la contienda. Eso provocó el bloqueo masivo de la zona por parte de los Estados satélites de un bando contra los del otro, especialmente Catar. Pero sucede que todos esos Estados, algunos de los más ricos del planeta gracias a sus recursos naturales, tienen enormes inversiones en Occidente. Y una de ellas, meramente propagandística, es el fútbol.
Así, el hecho de que algunos jeques hayan ido tomando el control de diversos clubes —de forma directa o a través de patrocinios— ha acabado por traer una expresión más de esa guerra al fútbol. La necesidad de reivindicar la solvencia económica catarí ante el bloqueo es un buen motivo para hacer del PSG el segundo club más caro del mundo a golpe de talonario. Ahora sumen a la ecuación el hecho de que el Barcelona decidiera retirar el incómodo patrocinio de Qatar Foundation de su equipación. ¿Qué mejor equipo al que levantarle la que seguramente sea la mayor estrella del mañana?
Pero si el PSG es el segundo equipo más caro del mundo es porque hay otro que aún lo es más, y se trata del Manchester City. Si el catarí Nasser al Khelaifi es quien controla al PSG, el emiratí Mansour bin Zayed al Nahyan es el que comanda al Manchester. Por detrás, los de la vieja guerra fría: la empresa del estadounidense Malcolm Glazer dirige el Manchester United tras su reciente fallecimiento, y el ruso Román Abramóvich, el Chelsea.
¿De dónde viene el dinero? En tres de los casos citados, del gas o el petróleo. Y en los cuatro casos se gasta con una misma intención: influencia. El dinero mejor invertido para ganar una guerra ya no se gasta solo en las balas: también sirve para reconstruir casas, montar medios de comunicación o hacer fichajes astronómicos de futbolistas. Cosas del capitalismo.
Originalmente publicado en: El Orden Mundial