Fuente: Wikimedia Commons
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¿Necesita nuestro sistema un exorcismo institucional?

Las instituciones políticas españolas viven el peor momento de la historia de la democracia. El descontento y el sentimiento de que no representan las necesidades y demandas ciudadanas se han disparado con la crisis. ¿Qué hacemos?

 

El primer paso para afrontar una enfermedad es darse cuenta de que se está enfermo. Las instituciones políticas españolas tienen un serio problema, tan serio que desde el intento de golpe de Estado de 1981 no habían conocido una crisis semejante.

Ahora no son los militares armados los que intentan acabar con el régimen, sino miles de ciudadanos que, elección tras elección, no van a votar y, en los últimos meses, se rebelan contra un sistema que sienten lejano y ajeno. “No nos representan”, el grito de guerra de los ‘indignados’, encierra un demoledor mensaje de fondo.

¿Hemos dejado de creer en el sistema? Hemos dejado de creer en los políticos, incapaces de dar alternativas, de solventar una crisis que en parte -ayudados por la codicia de los bancos y la inconsciencia de los ciudadanos- está terminando con el presente y el futuro de buena parte de los países desarrollados. ¿Cómo se reinsertarán en el sistema los que llevan años sin trabajar si es que alguna vez las cosas vuelven a funcionar? Ningún caso tan terrible como el español si se obvia el griego: los exiliados de la crisis vacían de talento e ilusión nuestras calles.

¿El problema son las instituciones o los políticos? El problema es que los políticos se han adueñado de las instituciones y las han contagiado. El Congreso no es propiedad de un partido porque tres diferentes lo han dominado bajo cinco presidentes. Los que hoy están mañana no estarán, pero unos por otros, inactividad tras inactividad, han dejado a las Cortes sitiadas por la Policía durante meses, encerrando los debates y exiliando a los políticos respecto a los ciudadanos a los que representan.

La desconfianza la han labrado ellos, los políticos, con cada vuelta de tuerca sobre los ciudadanos, con cada comisión de investigación absurda bajo una mayoría absoluta que la inutiliza, cada dimisión que no llega, con cada rueda de prensa sin preguntas, con cada respuesta esquiva, con cada cruce de declaraciones a ver quién da la declaración más llamativa. Y las instituciones deberían estar por encima de ellos.

El siguiente gráfico muestra la evolución de la tasa de confianza en la política, según encuestas que ha hecho regularmente el Centro de Investigaciones Sociológicas en los seis últimos años. Y es demoledor.

Dotar de personalidad a las instituciones

Si el Congreso, como cámara, no tiene voz propia son otros quienes se la adjudican. La comunicación y la participación son como vasos: si no se llenan de agua, se llenan de aire. Si tú no comunicas o pones en marcha iniciativas, otros lo harán por ti. Y ahí radica el problema.

El Congreso no son los políticos electos que (hoy) lo forman, sino el depositario de la soberanía popular durante décadas. Debe tener una voz propia, institucional, más allá de una cuenta de Twitter o un departamento de prensa que se dedique a levantar acta de lo que hacen los grupos políticos (que a su vez tienen sus departamentos de prensa) o a bloquear las solicitudes de acreditación de los medios de comunicación.

El Rey, por ejemplo, habla. Dice, se equivoca, bromea. El Rey tiene voz propia más allá de su rol, y eso quizá haya contribuido a la supervivencia de la monarquía durante estas décadas.

Rendimiento de cuentas y conocimiento de dependencia

Es decir, concienciar a los representantes políticos que no están allí al margen de los ciudadanos, sino representándoles a ellos. Es por eso por lo que deben rendir cuentas, aunque les incomode. Su sueldo lo pagan los ciudadanos, dependen de ellos para vivir.

Por eso, si bien es cierto que precisan herramientas para hacer su trabajo (desde dietas a viajes, pasando por iPads o conexión a internet), es necesario que se sepa qué hacen y por qué. Cuándo está en su despacho, cuándo está reunido, con quién, quiénes han perdido material del Congreso, a dónde viajan y para hacer qué.

Cinco pasos hacia una solución

En base a esos dos pasos previos hay una serie de acciones necesarias que servirían para limpiar la maltrecha imagen de las instituciones, sea el Congreso o sean los Ministerios:

Lo primero sería mejorar la transparencia de lo que ya existe. Hay una enorme cantidad de información que es pública: informes, leyes, comparecencias, perfiles, listados, documentos… pero las páginas web de las instituciones públicas son por lo general tan malas, tan faltas de mantenimiento y actualización a pesar de los enormes presupuestos que manejan, que resulta casi imposible acceder a esa información de forma usable.

Del mismo modo, todo ese enorme archivo de imágenes, vídeos, retransmisiones en directo y demás material audiovisual debería ser de uso libre, embebible y ofrecido en formatos usables ¿De qué sirve revelar el patrimonio de los diputados si se cuelga en un PDF escaneado en vez de en una base de datos?

Lo segundo, mejorar la comunicación de lo que se hace. Se hacen muchas cosas, muchísimas, muy bien, con un esfuerzo encomiable que regularmente cae en saco roto, sin embargo las instituciones adolecen de pedagogía: ofrecen su material pensando en algunos medios de comunicación y obviando al ciudadano medio, que es su elector y del que, además, dependen y representan. De nada sirve hacer cosas si no se sabe explicar para qué se hacen, si no se habla con quienes saben y se siguen sus indicaciones (con la tramitación de la Ley de Transparencia, por ejemplo)

Lo tercero, abrir nuevos datos. Sólo cuando lo que ya es público sea accesible y cuando se comunique y explique bien lo que se hace llegará el momento de iniciar ese ejercicio de transparencia tan necesario

¿Por qué no ofrecer información detallada del sueldo parlamentario de cada diputado en lugar de dejar que sean otros quienes lo calculen, aun cometiendo errores por sumar despieces salariales que son incompatibles? ¿Por qué no informar con un mapa de en qué viaje de representación está cada diputado? ¿Por qué no ofrecer un balance de cuánto se ha gastado?

Lo cuarto, perder el miedo para ganar el respeto. Es difícil de comprender que un grupo de diputados del Bundestag viniera a España a hablar con las plataformas sociales que se manifiestan contra nuestras instituciones. No sólo por la injerencia que eso supone, sino -sobre todo- porque no fueran las instituciones españolas las que lo hicieran.

¿Por qué no bajó el entonces ministro del Interior a Sol a hablar con quienes acampaban? ¿Por qué el presidente del Congreso no se acercó a hablar con los manifestantes que querían rodearlo? Un representante con miedo de aquellos a quienes representa carece de sentido y, lógicamente, carecerá de respeto.

Lo quinto, plantear el sistema. Si los políticos electos están más preocupados de agradar a los partidos que conforman sus listas que a los ciudadanos que les votan existe un problema incuestionable de representatividad. Si el sistema electoral que se pensó para evitar la atomización de las Cortes y garantizar la gobernabilidad no se ha cambiado en 35 años es que existe un auténtico problema de salud democrática.

Si el ciudadano se limita a protestar contra los partidos en lugar de fundar uno propio es que existe una profunda incoherencia, o bien, una absoluta desconfianza en el sistema. Si a los ciudadanos no se les puede tener miedo, tampoco a hablar de la forma en la que uno organiza su propio funcionamiento.