Italia es un país rico y desigual, con un poderoso norte industrial con un importante peso secesionista, y un sur caótico y turbio. El rumbo de la octava economía del mundo lo gestionan nada más y nada menos que mil personas: 617 diputados y 301 senadores, buena muestra de un sistema político hiperatrofiado, exagerado y voluptuoso que rechina de forma significativa en época de crisis.
Que Italia sea ingobernable no es novedad, no necesitaba los resultados electorales que más temía Europa para ello. Su sistema político es una especie de bingo electoral y sus particularidades sociales hacen el resto.
A los diputados del país más complejo de la política europea les votan los mayores de edad y, además de los apoyos obtenidos, el partido ganador obtiene un plus de diputados extra por designio legal. A los senadores que no son vitalicios, que los hay como el propio Mario Monti, les votan los mayores de 25 años bajo un complejo sistema territorial hecho a medida de Silvio Berlusconi. Para que un Ejecutivo sea mínimamente estable necesita tener la mayoría en ambas cámaras: en el Congreso, que legisla, y en el Senado, que tiene capacidad de bloqueo.
Para añadir aún más complicaciones, en Italia la última palabra del Ejecutivo no la tiene el primer ministro que acaba siendo el que mayor número de apoyos tiene, sino el propio presidente de la República, que puede promover la designación de uno u otro candidato. De hecho, fue Giorgio Napolitano, instituciones europeas mediante, quien permitió la dimisión de Berlusconi y el advenimiento de Monti como primer ministro sin que nadie le votara.
Lo que sí es novedad es la situación que la crisis y los recortes europeos han dibujado en el país: el fin de la dicotomía y la definitiva fragmentación política italiana.
La sobredimensión política italiana, la pérdida democrática que supuso la designación de Monti, la crisis, los recortes impuestos por Europa, los desequilibrios internos y el clima convulso de tres mandatos de un Berlusconi azuzado por los escándalos han dado alas a lo que se ha bautizado como “la antipolítica”: un partido con propuestas populistas liderado por un cómico que ha atesorado uno de cada cuatro votos, fundamentalmente de jóvenes desencantados de zonas urbanas.
Pero, ¿cuánto de antipolítica hay en el Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo? En realidadlo que hay es hartazgo y crítica. Italia ha hecho, a su manera, lo que otros países antes: dejar de creer en el bipartidismo, en la dicotomía conservadores-progresistas porque la diferencia entre ambos ha acabado por desdibujarse en el imaginario de la gente. Ambos son corruptos, ambos actúan al dictado de Europa y ambos son incapaces de adoptar las reformas políticas necesarias: bajo esas directrices Grillo ha construido un discurso que ha calado.
Esa misma lógica se ha dibujado en otros países. En Francia el ascenso de los ultraderechista lleva más de una década haciéndose notar. En centroeuropa regionalistas, liberales, ultras y verdes conviven en parlamentos fragmentados. En Reino Unido el desencanto con los laboristas dio alas a los liberal-demócratas y el euroescepticismo puso en el mapa a radicales como UKIP o BNP. En España la caída de PP y PSOE ha impulsado a fuerzas alternativas como UPyD o IU.
Grillo y sus votantes son esa voz contra un sistema político en crisis, son su reflejo. La voz cómica y sarcástica de un país donde las velinas llenan las televisiones y donde el primer ministro tiene affaires con menores. Allí, en el país de los casi mil diputados y senadores, los herederos del fascismo y los secesionistas padanos pueden sentarse al lado del Gobierno mientras postfascistas como Fini pueden pasar de presidir el Congreso a pasarse al centro para apoyar a Monti.
La votación de anoche tiene varias consecuencias prácticas. La primera, responde por las malas a la imposición europea, hundiendo a Monti en las urnas a pesar de lo que se interpretaba como una gestión exitosa. La segunda, que el populismo vende, no por Grillo, sino por las promesas de bajar impuestos y repartir dinero de Berlusconi. La tercera, que Berlusconi no estaba, ni mucho menos, muerto para la política. La cuarta, que se acercan turbulencias en una Europa poco amante de la inestabilidad. La quinta, que sacar conclusiones desde fuera de Italia de lo que sucederá dentro de Italia es un brindis al sol. La sexta, que seguramente se vuelvan a celebrar elecciones antes de final de año.