Pocas cosas han cambiado tanto en quince años como el ecosistema en el que se mueve el periodismo. Por aquel entonces, que parece tan lejano, la forma de trabajar del sector empezaba a cambiar. Internet se empezaba a hacer un hueco en las redacciones –en muchas, de forma todavía incipiente- y se formaban los primeros equipos humanos que se encargaban de crear contenido específico para lo digital. No contenido volcado tras haber sido hecho para otro formato –televisión, radio o prensa-, sino contenido específico hecho para la tercera pantalla. Luego llegaría la cuarta, pero esa es otra historia.
En aquel momento la industria se movía con más pereza que diligencia hacia un terreno desconocido. Recelaba de un entorno que le era ajeno, por más que aparecieran voces que alertaban de un futuro en el que lo digital sería el estándar. Con todo, y de forma progresiva, inversores y gestores de medios fueron llevado a cabo una costosa adaptación a ese nuevo periodismo digital midiendo las primeras audiencias, todavía escasas como para seducir a los anunciantes.
Más allá de las dificultades técnicas, y de las limitaciones de la creciente penetración de internet en el país, el sector de los medios encontró rápidamente una primera barrera importante: la competencia. Por aquel entonces había dos grandes competidores, uno más importante que el otro. El primero, los demás medios que, por primera vez en la historia, luchaban en un mismo terreno: en internet da igual si eres una televisión o una revista, porque peleas por la misma audiencia y los mismos anunciantes. El segundo, la propia audiencia, que había encontrado en lo digital una forma de alzarse con voz propia y convertirse en emisor, además de receptor.
La segunda competencia acabó siendo más conceptual que realista: muy pocos fueron los bloggers, por ejemplo, que consiguieron arañar rentabilidad económica en detrimento de los grandes medios. Sin embargo, sí sirvió para fijar nuevas dependencias. Gran parte de la audiencia de los medios digitales dependía no sólo de que la gente los leyera, sino también de que la gente los comentara.
Esos comentarios fueron el primer gran terreno de disputa. El éxito de los contenidos se medía por el número de interacciones, que a su vez atraían la participación de nuevos usuarios interesados en responder. Se daban casos en los que el contenido periodístico original pasaba a un segundo plano porque a una parte de la audiencia le interesaba más el debate generado en el área de comentarios que los argumentos esgrimidos en el cuerpo del artículo. Hubo incluso redacciones en las que se destinaron mayores recursos humanos a la moderación –y creación- de comentarios que a la investigación o redacción de artículos.
Todo aquello no siempre sucedía de la misma forma. Hubo medios que supieron lidiar con ese nuevo fenómeno, limitando la participación a usuarios identificados para evitar la impunidad del anonimato, eliminando del debate todo comentario que no sumara, o incluso creando nuevas áreas de relación con la audiencia orientadas a fomentar y mejorar los cauces de participación. Aquellas primeras audiencias masivas encontraron en los medios digitales sus primeras redes sociales.
Las redes como intermediario
Con el paso del tiempo muchas cosas han cambiado. Ni los blogs, ni el periodismo ciudadano son ya tan relevantes en el debate económico de los medios. De hecho, en muchos casos, los medios han absorbido o adquirido aquellas páginas independientes que aportaban contenido interesante a modo de secciones o columnas. Son pocos los que, a título personal, han conseguido erigirse en marcas propias alejados de los medios, y casi todos ellos trabajan a través de plataformas como Instagram o YouTube.
Pero los medios no han ganado esa batalla, ni mucho menos –de hecho, han tenido que adoptar muchas prácticas que les eran ajenas-. Lo que intentaron los blogs lo acabaron consiguiendo las redes sociales: dotar a la audiencia de espacios propios en los que compartir, comentar y contactar. Eso no es ni mucho malo, pero acabó por alterar el ecosistema: las redes sociales externalizaron el debate, llevándose las conversaciones de los medios a otros entornos. Los usuarios dejaron de ir a los medios a leer, escuchar o ver contenido, sino que empezaron a llevarse el contenido a sus propios entornos para verlo, compartirlo y comentarlo.
Las redes externalizaron el debate: se llevaron las conversaciones de los medios
Las tornas cambiaron, y los medios empezaron a acercarse a las redes sociales, en parte como escaparate, en parte como ‘cazadores de tendencias’: viendo de qué temas hablaba la gente se decidía incluir determinados contenidos en la agenda con la esperanza de traer de vuelta esa audiencia perdida. Así, por criterios exclusivos de audiencia, los llamados ‘virales’, y los contenidos surgidos en esas redes –trending topics, vídeos de YouTube o comentarios en Instagram- empezaron a hacerse un hueco que nunca antes hubieran tenido.
De esta forma, el panorama cambió drásticamente cuando las redes sociales se erigieron en intermediarios entre medios y audiencias. Una vez perdida la presencia de los lectores, muchas cabeceras empezaron a integrarse en esas redes externas: nacieron como marcas, usando la masa crítica de las redes para intentar alcanzar a esa audiencia que habían perdido. Y con ellos, también sus periodistas. Son muchos los estudios al respecto, como este de Bürki y Partzsch (2016), o este de Montse Doval.
No es más subjetivo opinar en Twitter que hacerlo en una columna de opinión
Las consecuencias de lo primero empiezan a ser visibles en la actualidad. Con cada cambio de algoritmo de búsqueda de Google, los medios estudiaban cómo variar su forma de trabajar para seguir siendo visibles. Los titulares se empezaron a construir “para SEO”, los contenidos se plagaban de negritas o enlaces poco útiles, y los temas se giraron hacia la viralidad. En ocasiones se escribía más para algoritmos antes que para lectores.
Después llegó Facebook, que fruto de sus sucesivos cambios de diseño y concepto ha ido forzando a los medios a hacer cambios cada vez mayores. Primero, contenido audiovisual. Después, que ese contenido no estuviera en los medios sino que se subiera directamente a la plataforma de forma nativa. Más tarde, en un giro compartido con Google, que se usaran versiones de carga rápida -en la que se eliminaban cosas como los anuncios- para que el contenido fuera más visible. Los medios habían entregado desde sus procedimientos a su contenido a cambio de alcanzar a la audiencia que habían perdido.
Cuando Google, Facebook, Twitter, Instagram o YouTube llegaron a España poco o nada tenían que ver con el periodismo. Sin embargo todas esas plataformas han sido determinantes en la manera en la que el sector ha tenido que crecer. Y una parte básica de toda la ecuación se resume en una palabra: visibilidad. Hay que ser visible, porque de nada vale hacer el mejor periodismo del mundo si nadie te lee, y ahora mismo eso sólo pasa por pagar para ser visto. Es la paradoja actual: se necesitan visitas para que la publicidad sea rentable, y hay que pagar publicidad para poder ser visto.
Sólo un puñado de medios logran salirse de esa lógica. Son aquellos que son suficientemente notorios, que tienen una marca lo suficientemente potente, como para que la audiencia acuda a ellos directamente saltándose a los intermediarios. Pero la realidad es que la mayoría llega a los medios a través de las redes sociales. Ya son sólo unos pocos los medios llegan a sus destinatarios de forma directa, a la vieja usanza.
El rol del periodista como marca
En el mundo actual resulta anacrónico trabajar en un oficio tan pegado a la realidad y la actualidad como el periodismo y no tener presencia alguna en las redes sociales. Primero, para estar en contacto con esa otra parte de la realidad -minoritaria, sobredimensionada, pero realidad-; segundo, para generar una marca propia, una audiencia que el comunicador arrastra consigo.
Así, esa notoriedad en redes sociales ya no sólo depende de la marca del propio medio, sino también de las marcas de sus componentes. Ahora las redacciones también se construyen atendiendo al número de ‘seguidores’ que tiene su equipo en las redes sociales, convirtiendo en activo profesional el éxito o fama en el mundo digital. No es que se supedite el desempeño periodístico al número de fans, sino que se entiende que hay profesionales con más predicamento que otros, y eso es importante. De igual manera que hay locutores o presentadores que arrastran audiencia, también hay firmas o nombres que lo hacen en el entorno digital.
Las redes cumplen en general tres funciones para medios y periodistas. La primera, la de estar en contacto con lo que sucede; la segunda, la de poder debatir y contactar de forma directa y personal con otros usuarios; la tercera, y quizá más relevante, la de ser un escaparate de contenido. Cada uno de esos roles trae consigo una problemática aparejada en forma de dudas sobre los límites y usos adecuados que deberían ser exigibles. En un artículo reciente en La Nueva España, Juan Carlos Laviana criticaba la falta de regulación del uso de las redes sociales por parte de los periodistas desde una óptica diferente: la falta de lealtad que, según el autor, expresaban a sus propias cabeceras, haciéndoles en ocasiones la competencia por adelantar informaciones y trabajar más para su propia marca personal que para la marca colectiva.
Consideraciones al margen, en el caso de los medios o de sus marcas –secciones, productos o programas- esas funciones señaladas se resuelven sin mayor problema: siguen tendencias y reaccionan a ellas, preguntan y responden a sus seguidores y, de forma masiva, comparten su contenido para que sea visible. El problema puede venir cuando son los periodistas, como individuos, quienes participan de forma personal.
Una visión ortodoxa del periodismo situaría a sus autores en un plano similar al que debería adoptar idealmente un juez, o –por establecer una comparación menos presuntuosa- un árbitro. Cuando un magistrado comparte públicamente su visión o ideología sobre algo, cuando se significa a favor o contra de una actuación concreta, genera cierta distorsión. Igual sucedería si se conocieran las preferencias futbolísticas de un árbitro concreto, y por eso se suele vetar que dirija un encuentro en el que participen equipos de su región de origen.
Es ingenuo pensar que un juez no tiene ideología, o preferencias, del mismo modo que es absurdo pensar que a un colegiado, al que se le presupone que le gusta el fútbol, no prefiera a un equipo o a otro. El debate sobre la imposible neutralidad es tan antiguo como el de la objetividad. El problema aquí no es el suponer que un periodista no tenga opinión, sino que la comparta de forma ostensible y pública, por la distorsión que eso puede generar en su cobertura de los hechos. Bajo ese prisma, ¿cómo leer una crónica de un periodista que ha ironizado contra un partido o contra un político? O, en última instancia, ¿se puede confiar en la honestidad de un profesional que ha mostrado a miles de seguidores su adhesión personal a determinado comunicado, medida o candidatura?
La respuesta, en esta nueva lógica actual, es que sí. O al menos es lo que se hace. El problema inherente a las redes sociales es que no existe disociación posible entre los conceptos de persona –con sus opiniones e ideas- y profesional, o por lo menos no es lo más frecuente. Es verdad que el periodista que expone sus visiones de forma directa o indirecta acarrea cierta imagen de parcialidad. Pero también es verdad que le sucede exactamente lo mismo que a cualquier profesional que firme columnas de opinión o participe en tertulias radiofónicas o televisivas, siempre y cuando no se ciña al mero análisis interpretativo.
En ese sentido algunas cabeceras, especialmente en el mundo sajón, han puesto en marcha estrictas directrices y normativas de obligado cumplimiento para sus empleados. Así, el perfil social de los miembros de un medio de comunicación no pertenecen al profesional, sino al medio. Hay casos en los que el nombre del perfil no es siquiera el del profesional, sino el del profesional con alguna referencia al medio o programa en el que trabaja.
Uno de los ejemplos más recientes es el controvertido código que ha publicado The New York Times, a fecha de 13 de octubre. Las principales afirmaciones van justo en ese sentido, como cuando recogen que si sus periodistas “son percibidos como parciales, o si editorializan en redes sociales, eso puede perjudicar la credibilidad de la redacción entera”. Por eso prohíben expresamente mostrar su apoyo a candidatos o ideologías, así como a mostrar opiniones políticas.
Más allá de las opiniones particulares, eso resulta particularmente llamativo en una cultura periodística en la que es tradición que los propios medios opinen como institución más allá de que la redacción esté o no de acuerdo, fundamentalmente a través de editoriales. Y más aún cuando en la prensa anglosajona y norteamericana es común, y hasta tradicional, que el propio medio pida el voto para un candidato. En el caso de The New York Times, en concreto, con un ratio más bien poco equilibrado: llevan 60 años sin pedir el voto para un candidato republicano, algo que sólo han hecho en 12 ocasiones desde 1860.
En resumidas cuentas, no es más subjetivo opinar en Twitter que hacerlo en una columna de opinión, ni afecta más a la objetividad del medio tener a sus profesionales mostrando sus ideas en redes que firmar editoriales o pedir el voto para determinadas candidaturas. Lo que es correcto para un colectivo debería serlo para sus individuos, y al revés.
Pero el código compartido por The New York Times para sus reporteros no sólo se queda en la dimensión subjetiva o política, sino que afecta también al plano personal de sus trabajadores. Así, por ejemplo, impiden que nadie pueda elevar quejas contra empresas o servicios. Según recoge su texto, “desaconsejamos rotundamente a nuestros periodistas que publiquen quejas como clientes en las redes sociales. Aunque consideres que es una queja legítima, probablemente recibas una consideración especial por tu estatus como reportero o redactor del Times”, escriben.
Que The New York Times como institución revele sus preferencias políticas pero impida a su personal hacer lo propio puede parecer una paradoja, pero no es ni mucho menos la única. Si se considera también cierto que un criterio de contratación en determinadas redacciones es la relevancia del periodista, ¿es legítimo que el medio limite en adelante la libertad de acción y opinión de su trabajador en redes sociales?
En España no hay todavía casos tan destacados y elocuentes como The New York Times, al menos en lo que a directrices públicas de gestión de perfiles sociales se refiere. Sí se dan opiniones corporativas a favor o en contra de determinadas cuestiones políticas (hablar, por ejemplo, del “desafío” independentista en lugar de hablar de la “crisis” o el “proceso” ya implica editorializar). Incluso hay medios que han optado por pedir el voto para un candidato como forma de mostrar transparencia: lo hizo por ejemplo Pedro J. Ramírez, fundador de El Español, anunciando que votaría a UPyD cuando todavía dirigía El Mundo. La premisa de esa lógica es sencilla: si se asume que los medios y sus miembros tienen ideología, ¿por qué no mostrarla abiertamente?
La participación de los periodistas en las redes sociales no supone únicamente un problema de subjetividad, sino también de expectativas. Años atrás, por ejemplo, algunos seguidores criticaron a un periodista haber compartido una supuesta pista sobre un escabroso caso criminal que acabó por no confirmarse. En los comentarios argumentaban que habían dado credibilidad al comentario porque quien lo había emitido era un periodista y, por tanto, como tal cosa juzgaban lo que decía: como si fuera una noticia ya contrastada.
Así pues, existe cierta responsabilidad periodística en los comentarios que se puedan hacer en las redes sociales, incluso aunque se hagan a título personal. Una opinión desde luego será juzgada, pero también una ironía, un chiste o un respaldo público. Y también todo lo demás que comparta, especialmente si resulta ser falso, engañoso o apresurado. El periodista es periodista aun cuando no está en horas de trabajo.
El sentido común, la intimidad y la velocidad
Normativas y códigos al margen, las redes sociales no dejan de ser un espacio más o menos público con sus características peculiares. En general, bastaría con que imperara el sentido común, aunque en muchas ocasiones sea precisamente lo que más falta.
Así, parece de sentido común no criticar la empresa en la que trabajas más allá de que no compartas ciertas prácticas, o no comulgues con ciertas posturas. De la misma forma, parece sensato considerar que todo aquello que se diga puede acarrear consecuencias, no sólo ya legales, sino también profesionales. Y que las repercusiones no sólo alcanzan a quien lanza el mensaje –el periodista en concreto- sino también para aquellas ‘marcas’ a las que se adscribe su nombre.
En ese sentido, existen ciertos niveles. Hay profesionales más anónimos que otros, igual que hay profesionales que en su descripción biográfica vinculan su nombre al de aquellas cabeceras para las que trabaja. Parece obvio pensar que a mayor relevancia, y a mayor vinculación, mayor es la responsabilidad y, por tanto, mayores debieran ser las limitaciones.
En general los periodistas en España, y en la mayoría de países, acostumbran a crear cuentas medio personales medio profesionales. Ana Pastor, por citar el ejemplo de una profesional conocida, empezó en su día en Twitter con ‘@anapastor_tve’ como usuario, que procedió a cambiar cuando fue despedida de la cadena, pasando a ser ‘_@anapastor_’. Hasta la fecha no ha cambiado su perfil para volver a incluir el nombre del medio en el que trabaja.
¿Se interpretaba lo que podía tuitear Pastor como parte de lo que decía TVE? No, pero sí es cierto que muchos usuarios la tomaban como parte de algo mayor, y podrían haber criticado determinados mensajes agarrándose a esa idea. Es una especie de sinécdoque colectiva: el profesional puede ser, a la vez, profesional individual e individuo colectivo.
No es, en cualquier caso, una cuestión de autocensura, sino de mesura. Saber qué se puede o debe decir, y de qué forma hacerlo. De igual manera que en un acto público –una charla, una mesa redonda- uno no diría determinadas cosas por más que las pensara, cabe esperar que uno muestre el mismo nivel de reflexión a la hora de compartir ideas a través de las redes sociales.
El periodista es periodista aun cuando no está en horas de trabajo
Parte del problema viene de la falta de percepción de las redes como un espacio público. Uno accede a ellas en cualquier momento y lugar, desde una plaza concurrida a una manifestación, pasando por la intimidad del hogar o una sobremesa con amigos. Esa disociación de espacios, esa falta de conciencia sobre el impacto que puede tener un mensaje, es una de las causas de conflicto. Una ocurrencia repentina queda expuesta inmediatamente ante miles de ojos escrutadores que, tratándose el emisor de un periodista, perciben el mensaje de una forma muy determinada.
Twitter, la plataforma periodística por excelencia
Si hay una red social donde todo esto acontece de forma constante y directa, esa es Twitter. Es un entorno particular, que no genera tanta audiencia a los medios como Facebook (al menos hasta ahora, habrá que ver qué sucede cuando se implanten los cambios en los muros que están probando los de Zuckerberg). Sin embargo, es el hábitat predilecto de los profesionales de la comunicación: hay algo más de 300 millones de usuarios en el mundo –poca cosa comparada con Facebook-, pero prácticamente todo periodista que se precie está ahí.
El valor de Twitter es complicado de medir. Es una red social en constante amenaza por la falta de modelo de negocio tangible, pero a la vez se le estima un valor incalculable porque es la plataforma que mejor recoge y canaliza las opiniones sobre cualquier cosa, y en tiempo real. Da igual que se trate de un programa musical nocturno a una decisión política: Twitter es capaz de sacar datos concluyentes sobre qué se dice y qué se expresa, y todo según se desarrollan los acontecimientos.
Tiene sus propios problemas, claro está, como la creación de perfiles falsos, los ‘bots’ tan usados por políticos para repetir consignas, y el tan cacareado anonimato contra el que Facebook sí ha sido capaz de luchar. Pero, por su inmediatez y su capacidad de brindar acceso directo entre usuarios, se ha convertido en un referente en el sector mediático. La red social de Zuckerberg tiene una masa crítica mucho mayor, y genera más audiencia y rentabilidad, pero Twitter es única a la hora de conseguir marca, notoriedad y coberturas de última hora.
Y eso, sobre ser un valor añadido, también conlleva riesgos. La velocidad en la cobertura de eventos en tiempo real –atentados, reacciones, convocatorias- hace que muchas afirmaciones sin contrastar alcancen una enorme relevancia. Sin embargo, la propia comunidad es la que en muchas ocasiones suele poner en marcha sus propios mecanismos de depuración de responsabilidades. Cabeceras y profesionales conocidos por difamar, mentir o difundir bulos suelen ser señalados y en ocasiones bloqueados y expulsados.
La importancia de Twitter en el entorno periodístico es tal que ha facilitado la generación de prácticas periodísticas difíciles de entender en un ecosistema diferente. Es el caso de ‘@malditobulo’, una cuenta surgida a partir de una sección del programa ‘El Objetivo’ de La Sexta, que hace ‘fact-checking’ de noticias, afirmaciones o tuits vinculados a la actualidad.
Por haber, hay hasta un lenguaje propio, construido con gifs, memes y reacciones (citar, responder, enlazar) que ha ido moldeando la forma de contar las cosas. Otro caso de ‘formato nativo’ en Twitter es el de los hilos, relatos amplios construidos con fragmentos -dada la limitación de espacio de los mensajes-. Dori Toribio, la corresponsal de Cuatro y Telecinco en EEUU, ha hecho ya célebres sus hilos resumiendo de forma estructurada la actualidad política alrededor de la gestión de Donald Trump.
El caso de Toribio es otro caso de éxito alrededor de una información de nicho: supera los 35.000 usuarios en noviembre de 2017, un 40% más de los que tenía hace apenas ocho meses. No es que no fuera conocida antes –la televisión es el formato de mayor exposición y el que más ‘fama’ conlleva-, pero sí es cierto que su manejo de Twitter ha hecho que su cuota de seguidores en la red social –y por tanto su visibilidad- se dispare.
Hay otros casos claros de periodistas que ya eran conocidos fuera de Twitter que ‘arrastran’ su fama una vez dentro. Los ejemplos de los ya citados Ana Pastor –casi dos millones de usuarios-, o de Pedro J. Ramírez –más de medio millón de seguidores- son evidentes. En el caso de éste último, la creación de su perfil supuso uno de los ejemplos de crecimiento más explosivos jamás vistos: en una semana lograba sumar ya miles de seguidores, a pesar de haberse iniciado en la plataforma de forma muy tardía –en 2011-, aunque definitivamente entusiasta.
Usos: de lo institucional al activismo
Otro de los ejemplos de perfil exitoso que ya era conocido antes de Twitter es el de Jordi Évole (@jordievole), que suma 3,2 millones de seguidores. Como todos los anteriores, el uso que hace de las redes sociales se centra en compartir el contenido que hace –en su caso, el programa de televisión y sus columnas-, pero también hace comentarios acerca de la actualidad –sobre todo política- y, de forma muy puntual, cuestiones ajenas a esos temas.
En realidad, la gran mayoría de los perfiles de periodistas ‘con cargo’ es similar. La mayoría actúan como altavoces de su contenido o de sus medios. Es el caso, por ejemplo, de los directores de El País (@antonio_cano_), El Periódico (@enric_hernandez), ABC (@bieitorubido) o La Razón (@pacomarhuenda). Lo mismo sucede entre perfiles de medios nativos digitales, como ElDiario.es (@iescolar) o El Confidencial (@nachocardero).
El caso de Escolar en concreto es llamativo porque su relevancia ha tenido un origen distinto a la del resto: él creó su audiencia a partir de su bitácora, que le sirvió para ganar una notoriedad que le permitió saltar a la dirección de medios (La Voz de Almería, Público y finalmente ElDiario.es). Es, por tanto, un perfil único en primera línea editorial en lo que a construcción de audiencia previa al cargo que ocupa.
Para encontrar un uso diferente, y más personal, hay que buscar en roles menos institucionales. Así, cargos intermedios, redactores y otros protagonistas del sector sí tienden a actuar de una forma más privada y menos representativa: comparten su propio contenido, pero también contenido de otros compañeros, otros medios –competidores incluidos- y otros ámbitos.
Hay que diferenciar, en cualquier caso, número de seguidores de relevancia real. Hay usuarios –periodistas o no- que acumulan seguidores a base de seguir a otros, generando conversaciones sordas que en realidad no llegan a nada. Medir esa relevancia es, sin embargo, complicado. Alianzo, una empresa de origen vasco que lleva más de una década en internet, intenta cuantificarla sumando el impacto de los usuarios en sus distintos perfiles sociales, e incluso blogs. Según sus estimaciones, los periodistas más relevantes no corresponderían en cualquier caso a perfiles activos en lo político, donde la subjetividad es más acusada y comprometedora, al menos no en sus dos primeros ejemplos -Iker Jiménez y Sara Carbonero-. La cosa cambia al descender en el ranking, donde asoman Escolar, Arturo Pérez-Reverte o Évole.
También hay casos de perfiles de periodistas quizá menos conocidos a nivel nacional pero que, pese a ello, suman un gran número de seguidores en las redes sociales. Hay casos como el de Vicent Partal (@vpartal), que suma casi cien mil seguidores, en gran medida por ser uno de los precursores de la blogosfera y los medios alternativos en catalán. O, por seguir en el mismo ámbito regional, Antoni Bassas (@antonibassas), periodista de Ara y excorresponsal de TV3, que suma casi 320.000 seguidores. Otros, como Antón Losada, han dado un salto de relevancia nacional gracias a su participación televisiva, sus columnas escritas y su activo perfil (@antonlosada), donde le siguen 190.000 personas.
Además del nicho político, también hay otras áreas en las que periodistas logran atesorar una enorme relevancia en redes sociales. Es el caso del deporte, con nombres como @quimdomenech (con 295.000 seguidores), @NachoPuerta55 (270.000) o @ fredhermel (230.000). El denominador común de ambas áreas –política y deportiva- es que, por norma general, la generación de opinión es constante y relevante: en este último caso no se habla de ideología, pero sí de equipos… y la subjetividad suele ser incluso mayor.
Ser parte del problema no implica crear el problema
Esas son quizá las áreas más llamativas, pero no son las únicas. De hecho, la mayoría de profesionales, además de compartir contenido, también muestra su visión al respecto. Hay opiniones moderadas, comentarios irónicos u observaciones mordaces. Pero también hay quienes trascienden ese rol de observador y opinador para actuar como activistas, no sólo políticos –algo que a fin de cuentas también hacen directores de medios con líneas editoriales muy definidas- sino también sociales.
Los periodistas en redes sociales actúan por tanto como ‘importadores’ de contenido, pero también como comentaristas de la actualidad, contribuyendo de forma activa en la formación de opinión pública. Esa participación también puede ser pasiva, siendo los propios sujetos los que interpelan a los comunicadores. Ha sucedido con líderes políticos como Pablo Iglesias o Gabriel Rufián, o con protagonistas deportivos como Gerard Piqué, por citar tres ejemplos de las áreas comentadas.
Ser parte del problema no implica crear el problema
Los investigadores Hallin y Mancini firmaron en 2004 una investigación que se ha convertido en un punto de partida estándar en la investigación de la relación entre medios de comunicación y política. En ella fijaban tres modelos en función de cómo eran los medios y cómo actuaban con el sistema de partidos –quién dominaba a quién, y qué grado de independencia existía en cada caso-. A España la encuadran en un modelo que denominan ‘pluralista polarizado’, en el que una de las características más acusadas es la creciente polarización política de la sociedad y la falta de independencia de los medios respecto a los actores políticos.
Con la participación de los periodistas como creadores activos de opinión, siguiendo la lógica de la investigación, contribuyen también a ese esquema: son transmisores no sólo de información o análisis, sino también de ideas y posicionamientos. Según Hallin y Mancini, los medios tienen una ideología clara, y muchos de sus lectores encuentran acomodo en sus páginas no sólo por la información que encuentran, sino por su particular visión de la realidad. Y las redes son, a través de marcas o periodistas, una extensión de esa vinculación.
Eso genera la creación de burbujas de opinión, donde el ciudadano se expone preferentemente a visiones similares a las suyas. Su ideología, por tanto, queda reforzada constantemente, pero no afronta discusiones críticas ni matices que le ayuden a cuestionar o enriquecer sus posiciones. El peculiar clima de las redes sociales, donde los argumentos se exacerban y las discusiones se llevan a cabo delante de un público numeroso, genera que se creen potentes cámaras de resonancia, donde las mismas visiones se repiten una y otra vez a no ser que un usuario sea capaz de romper con eso siguiendo a perfiles con visiones plurales.
Extrapolando todo eso a la participación de los periodistas en redes sociales y la exposición de sus ideas, resulta sencillo entender que los comunicadores también participan de ese proceso de resonancia. Los lectores quizá no sigan a las cabeceras como marcas –de hecho, suele ser tedioso seguir perfiles que comparten decenas de contenidos en pocas horas-, pero si siguen a periodistas particulares estarán expuestos igualmente a una argumentación ideológica concreta.
Los periodistas son, pese a esa búsqueda de singularidad al mostrarse como personas, una pieza más de ese engranaje que vincula la generación de opinión con el tratamiento de la actualidad. La presencia y participación subjetiva de periodistas en redes, por tanto, amplifica esa lógica, pero no la crea. Quizá por eso, antes de culpar a los individuos por mostrar sus ideas, habría que pensar en cómo contribuyen los colectivos –las empresas de medios- a la construcción de esa subjetividad. Si se aceptan y defienden los editoriales, las columnas y las tertulias, ¿por qué no las opiniones personales de un periodista particular?
Originalmente publicado en: Cuadernos de Periodistas (versión en PDF)