J. es funcionario de prisiones. Lleva más de veinte años trabajando en una de las decenas de cárceles españolas en las que hay presos de ETA. Según el colectivo de presos Etxerat son 58. La suya es una cárcel a medio camino: ni está cerca de Euskadi, donde están los que han renunciado a la violencia, ni está está al sur, donde se concentran los terroristas irredentos.
Ha conocido diferentes épocas de ETA y también diferentes épocas de los etarras. “Antes eran más. Y era gente de los ‘80, más dura, más etarras históricos, con más ideales. Ahora son criajos, que matan igual, pero que no tienen nada que ver con los que había antes”, cuenta. “Los de antes te veían como al represor, pero con los de ahora puedes hablar con normalidad”.
Cuenta como anécdota que hace unas semanas un etarra hizo algo que nunca ninguno había hecho antes: “Les habíamos dado para desayunar unos bizcochos empaquetados y uno de ellos viene y me dice ‘Oiga, a esto se le ha pasado la fecha, están caducados… que no se lo digo por nada, es por que lo sepa, simplemente’. Me quedé impresionado, porque antes te hubieran montado una…’ Que viniera con esa educación me dejó flipado», se ríe.
Relacionarse con los presos de ETA ahora es posible, pero no siempre ha sido así. “Antes eran casi inaccesibles: cada vez que querían decir algo nombraban un portavoz, hasta para las cosas más simples, como recoger el correo, entregar las instancias de todos… Ahora, aunque siguen comiendo juntos y vayan juntos es muy diferente”, relata. “Ahora aún habla alguno en euskera, pero antes casi ninguno. No sabían. A los de ahora les han enseñado en la ikastola, pero normalmente hablan en castellano, hasta cuando hablan con su familia por teléfono lo hacen en castellano”.
Hay algunos que llevan tanto tiempo entre rejas que son “casi de la familia”, bromea. Y a veces necesitan apoyo: “Cuando vienen son jóvenes, tienen su pareja y siempre hay alguno del entorno que les acompaña en los viajes. Pero claro, son muchos años. A veces ocurre que el que hace de acompañante acaba enrollándose con la pareja y al final, al cabo del tiempo, se enteran”. Eso que cuenta le pasó a un etarra implicado en el atentado más sangriento de la historia de la banda. “Veintitantos años preso y se enteró casi al final. Tantos años yendo y viniendo…”
Con él hablaba de cosas íntimas “pero tú nunca dices cosas tuyas personales: ellos sí necesitan a alguien en quien apoyarse”. En el caso concreto de esa infidelidad el preso se hundió en una depresión “y le ayudabas como a cualquiera”, cuenta J. “Tú lo que intentas es blindarte y limitarte al reglamento, si te trajeras los problemas de ellos a casa te volvías loco en cuatro días. Pero claro que hablas, y te cuentan su vida y sus historias, sus mentiras y sus verdades”, asegura.
El trato de los presos con su entorno también ha cambiado: “Algunos sí se relacionan con otros presos, sobre todo los jóvenes, a los que les gustan sus porros, llevan sus trapicheos y demás. Siempre tienen un preso o dos alrededor que les hace de correo”. Y al revés, también: “Los presos les tratan igual que a cualquiera, incluso hay alguno medio chalado que les invita a tabaco o les compra un paquete”.
J. recuerda el estado en el que llegaban muchos presos por el impacto de la droga. “ETA para tener ingresos en los ‘80 introdujo mucha droga en el País Vasco”, comenta. “La heroína hizo muchísimo daño. Hasta los ‘90 venía gente muy enganchada”.
“Siguen a ETA por miedo, pero están quemados”
¿Y qué impresión se saca tras tantos años tratando con ellos, al conocer sus historias? “Acaban en ETA los que tienen poco cerebro y no les gusta trabajar”, dice. “Era una salida, al final se convierte en una forma de vida y de mantenerte, una forma de vivir bien sin hacer nada”. Hasta que llega la realidad de la cárcel.
J. tiene la certeza de que muchos de ellos “siguen las directrices de ETA por miedo, pero están todos quemados”. Esas directrices llegan a través de las familias de los presos, a quienes “ETA les paga estar años y años de viajes”. Unos les mantienen dentro y los otros, los abogados, “son el vehículo que pasa la información y consignas”.
Sus protestas eran más intensas antaño, “se negaban a salir o a entrar en las celdas, hacían plantes coordinados”, cuenta J. “Desde hace unos dos años lo único que hacen, los últimos viernes de cada mes, es no recoger la comida y ya está. No es ni una huelga de hambre”.
Lo de las huelgas de hambre antes era común, pero ha ido decayendo. “Hace cinco o seis años hacían algunas breves, de una semana, periodos cortos”. Muchos años atrás recuerda anécdotas curiosas: “Hicieron una prolongada y a partir del tercer día empezamos a hacerles un seguimiento médico, les pesábamos y controlábamos. A la semana todos habían adelgazado, menos uno que había engordado”, sonríe. “Hubo bastantes problemas entre ellos”.
La historia de ‘Kubati’
Por la prisión en la que trabaja J. han pasado algunos históricos. Desde la familia Troitiño hasta José Antonio López, ‘Kubati’, el asesino de ‘Yoyes’. “Era de los más duros, de los más chungos que hemos tenido”. Con él llegó a tener más trato: “Me llevaba bastante bien, hablaba de todo abiertamente y sin ningún problema. Me contaba historias de cómo funcionaban, de qué hacían, de cómo llegó a ETA…”
Según lo que le contó a J. sus inicios de ETA había que buscarlos en su juventud: “Me contaba que trabajaba en una fábrica siendo muy joven, que veía injusticias, pero protestaba y no le hacían ni caso. Empezó a decir que era de ETA y consiguió todo lo que quería. Al final acabó dentro”. Kubati estuvo dudando durante un tiempo si dar un paso adelante para alejarse de la banda, según J., pero al final no salió adelante: “Publicó un artículo diciendo que le habían engañado, que le habían traicionado los de Madrid o no sé qué”. A día de hoy cumple condena en Algeciras y no saldrá antes de una década.
El colectivo de presos es básico para el mundo etarra, y ellos lo saben: “Ellos se sienten diferentes, pero nosotros les tratamos igual que al resto, más pendientes porque algunos tienen regímenes especiales o intervención de comunicaciones, pero nada que cualquier delincuente no pueda tener”. ¿Y situaciones como la que describe la película ‘Celda 211’ en la que, ante un motín, los funcionarios protegen a los etarras? “No, eso es ficción”, asegura.
Sólo recuerda una situación en la que tuvieran que proteger a los etarras: “Fue cuando pusieron una bomba en una prisión del sur y murieron familiares de internos. Les tuvimos encerrados durante una temporada por su seguridad, por si había represalias, pero es algo que se haría con cualquiera.”, comenta Es como si hay problemas entre dos familias gitanas, actúas igual. Lo único que pasa es que si hay algún problema con un preso de ETA sabes que van a repercutir más en la sociedad”.