Ya está, votación consumada. De nada han servido semanas de protestas de médicos, enfermeras, celadores y pacientes. La Asamblea de Madrid ha aprobado por la mayoría absoluta del partido gobernante un texto legal que posibilita la privatización de la gestión de la sanidad. La enfermedad, por hablar en términos médicos ya que estamos, sigue avanzando.
De hecho está ya tan avanzada que ha nublado nuestro juicio. Pongamos un ejemplo local, de Valencia. Allí donde unos gobernantes iban a poner la ciudad en el mapa a base de grandes infraestructuras y que han acabado por llenar los barrios de persianas metálicas de comercios cerrados. Allí donde los empresarios creían ser más listos que nadie arrasando la huerta para construir y ahora no tienen dinero ni para terminar la obra.
Es el caso del barrio del Cabanyal, en la playa. Antaño eran los Poblados Marítimos, algo separado de la ciudad hasta el punto que sus habitantes aún hoy dicen “ir a Valencia” cuando van al centro. Es un distrito de los antiguos, sin orden en la edificación, de calles angostas y desorganizadas. Está justo al final de Blasco Ibáñez, una enorme avenida perfectamente recta que llegaría hasta el mar de no ser por el lugar en cuestión, que rápidamente se convirtió en objetivo central de la codicia urbanística.
El Cabanyal, plagado de viviendas tradicionales y algunos focos culturales con patrimonio histórico, lleva años abandonado a su suerte. Ni vigilancia policial, ni servicio de limpieza, ni fomento del comercio. Nada. La consecuencia evidente: el barrio empezó a caerse a trozos, a estar sucio, a llenarse de droga y de cosas tan horribles (oh) como los gitanos. Cuando el Ayuntamiento intentó por enésima vez derribar el barrio para prolongar Blasco Ibáñez y culminar la reforma del puerto para la Copa América y la Fórmula 1, muchos vecinos veían con buenos ojos la acción “para limpiar la zona”. La zona que ellos mismos habían echado a perder. Finalmente la Justicia paralizó las excavadoras una vez más.
El ejemplo es uno, pero aplicable a otros mil. Pasó hace más años con el centro histórico de Valencia —por seguir en la misma ciudad—, y pasa en muchos edificios de renta antigua cuyo propietario quiere deshacerse de sus inquilinos, en su mayoría ancianos, y lo hace no reparando las averías y haciéndoles la vida imposible. Que se vayan, vendo el edificio y gano dinero. El vecindario aplaudirá que haya un edificio nuevo y limpio en lugar de las ruinas que yo mismo he provocado. Y eso por no hablar de grandes infraestructuras infrautilizadas, como la Caja Mágica —por irnos de Madrid—, y otras mil más en toda España. Tantos techos sin gente como gente sin techos.
Pasa, claro, con la sanidad o la educación. A base de recortar fondos, de derivar todo a urgencias hospitalarias, de cargar de horas al profesorado, de llenar las clases, de habilitar barracones, de mandar a los ancianos a por recetas a las consultas, todos los servicios públicos que antaño funcionaban modélicamente ahora parecen venirse abajo. Luego uno busca un pediatra en un centro de salud por la tarde y no hay. O va a un centro de salud con una urgencia y tiene que hacer cola con ancianos que van cada día a recoger recetas. O eso o ir a urgencias a un hospital, a saturarlas aún más, y a contribuir que el médico apenas tenga minuto y medio para verte.
La culpa, seguramente (oh) de los inmigrantes, los mismos que desearían cotizar pero a los que tantas veces no se les hace contrato. Y para estar así casi mejor que privaticen.
Eso es España.
Y es que España tiene un cáncer. Uno tan violento que en apenas unos años se ha extendido a muchas partes del cuerpo, una metástasis rápida y letal. Afecta a la política, claro, pero también a los medios, a los ciudadanos y a los principios sobre los que creíamos estar seguros. El enfermo, los enfermos, como en el ejemplo de El Cabanyal: los mismos que provocan la enfermedad.
¿Síntomas?
Arraigados en la propia construcción de este país. Porque… ¿tiene sentido el Estado autonómico? Depende. ¿Para qué se creó? Para colmar las aspiraciones de regiones con un fuerte sentimiento nacionalista que el franquismo laminó y corría peligro de emerger y desestabilizar la incipiente democracia. ¿Necesitaban Cataluña o Euskadi un Estatuto, unos órganos propios y una legislación a medida? Sí, porque la demandaban. ¿Lo necesitaban Extremadura, Murcia o La Rioja? Posiblemente no, pero por un extraño sentimiento de compensación se sirvió aquel famoso “café para todos”.
Otro ejemplo que saltó durante la campaña de las última elecciones generales: las diputaciones. ¿Para qué sirven? A grandes rasgos, y simplificando mucho, para hacer las veces de ayuntamiento allí donde no hay ayuntamiento. ¿Por qué Rajoy, ahora presidente del Gobierno, se opuso a la propuesta de Rubalcaba de eliminarlas? Por dos cosas bien sencillas: primera, que uno de sus primeros trabajos a cuenta del erario público fue en la presidencia de una diputación; segunda, porque en lugares como Galicia, de donde él es y donde se concentra un enorme porcentaje de los municipios del país, una diputación sí tiene sentido. Rubalcaba, cántabro como es, autonomía uniprovincial y por tanto sin diputación, tenía otra visión. Que Galicia necesite diputación vale, que la necesiten otras autonomías es cuestionable. Da igual, café para todos. Apúntalo a la cuenta, la pública.
Así se ordenó el país, que se blindó con una serie de cláusulas que en aquel momento tenían todo el sentido. Por ejemplo, que se fijara un porcentaje mínimo para entrar en las Cortes y que una ley electoral evitara que entraran demasiadas fuerzas en las Cámaras e hicieran ingobernable el país. Que todo lo que aprobara el Congreso tuviera que pasar por el Senado. Que el Gobierno tuviera potestad para aprobar textos legales directamente si la urgencia lo exigía. Que el statu quo del país —monarquía, democracia, derechos fundamentales, autonomía, integridad territorial— fuera inamovible. Que se exigieran enormes mayorías para modificar la Constitución.
El resultado de todo esto ya lo conocemos. Duplicidades y triplicidades en lo legislativo. Enorme burocracia innecesaria. Una Cámara inútil e irreformable. Oscuros nombramientos de familiares a dedo. Que los grandes partidos dominen fondos, medios y recursos y los nacionalistas estén sobrerepresentados. Que el Ejecutivo gobierne a base de decretos ley incluso con mayoría absoluta. Que no haya vía factible para plantear cambio alguno —república, independencia, federalismo o incluso ley electoral— porque ninguno de los grandes partidos lo quiere.
El sistema es tan perverso que los políticos de los grandes partidos no tienen conciencia de servir al ciudadano, sino al partido que les coloca en una posición u otra de la lista, lo que les permitirá salir elegidos o no cuando lleguen las elecciones. Por eso algunos van a las Cámaras a jugar con el móvil o el iPad que también les pagan los ciudadanos. Por eso cuando preguntan o responden a sus rivales en el Hemiciclo lo hacen leyendo un papel. Por eso aplauden con histeria cuando su líder dice algo, lo que sea, aunque fuera lo mismo que decía el rival meses atrás. Por eso hay alguien en sus filas que levanta la mano para indicar qué deben votar. Algunos diputados o concejales son números que cobran por votar.
¿Causas?
¿Quien toma las decisiones? Sí, claro.
Políticos que, en el mejor de los casos, son funcionarios, porque en demasiadas ocasiones llevan décadas metidos en política. No saben cómo es una empresa privada, ni cómo funciona, pero ven la privatización como modelo de gestión eficiente. Son en muchos casos personas con pensiones vitalicias unos años en las Cortes, algunos con escoltas, rodeados de asesores que les dicen hasta qué pensar. Desde luego pocos llevan a sus hijos a colegios públicos o hacen cola en el centro de salud porque tienen seguro médico. Pero saben que lo público es inviable.
Han usado las cajas de ahorros como cartera para sufragar su acción de Gobierno (Caja Castilla-La Mancha o Caja Madrid son buenos ejemplos de ello), han llenado sus consejos de administración y ahora las privatizan. Han olvidado que las televisiones y radios autonómicas se crearon para preservar la cultura, lengua y costumbres de cada región y las han utilizado como pequeños No-Do con los que arremeter contra sus rivales políticos o esconder escándalos propios (en Valencia muchos de zonas rurales que solo veían Canal 9 se preguntaban al día siguiente de la dimisión de Camps por qué se había ido)
La culpa es de los políticos. Pero no solo de ellos.
¿Y nosotros, los ciudadanos de este país que nos creemos médicos, entrenadores de fútbol y científicos, todo de una? Nosotros somos los que hacemos una reforma en casa y pactamos con el albañil que no haga factura para no pagar IVA. Él no lo declara, cobra todo en negro y a nosotros nos sale mucho más barato. “Tal y como está la cosa”, hay quien dice. O las trabajadoras domésticas, que hasta ahora hacían un trabajo físico, duro e ingrato a cambio de sueldos en muchas ocasiones superior al de muchos licenciados. Todo en negro, claro. Y ahora protestan —ellas y quienes les pagan— porque hay que darles de alta en la Seguridad Social.
Lo que no nos planteamos es que sin pagar IVA ni Seguridad Social el Estado no recauda. Y si el Estado no recauda no se paga ni la sanidad, ni la educación, ni nada público. Protestamos porque la sanidad está fatal mientras defraudamos. Nos quejamos de que el Estado no hace nada cuando llevamos meses en el paro, pero trabajando y sin declararlo. Como todos trincan, tonto el que no. Ya apagará la luz quien venga detrás.
También se quejan los empresarios, los que crean empleo. Ellos, que despiden con veinte días gracias a la última reforma laboral con solo perder beneficios en las cuentas, los mismos que contratan por obra y servicio para ahorrarse el despido, o que exigen que seas autónomo para darte trabajo —eso sí, obligándote a cumplir un horario y trabajando físicamente en la oficina—. Los mismos que nunca subirán el sueldo si no lo pides —y aun así— pero que con la crisis tuvieron claro que había que bajarlo. Los mismos que fichan ahora en el paro a un precio mucho menor.
¿Diagnóstico?
Volvamos al párrafo del inicio.
Para empezar, lo que significa una protesta en forma de huelga durante semanas. Hablamos de un colectivo de trabajadores públicos a los que se les ha suprimido una paga extra, lo cual no es que se les haya quitado algo extraordinario como una paga de productividad o beneficios que pudieran tener por contrato, sino una catorceava parte de su sueldo. Así, por las buenas. Y encima, tras dos semanas de huelga, habrán perdido el equivalente al sueldo de un mes en algunos casos. Ese es el precio de la inútil protesta ¿El pago? Que el responsable de la privatización contra la que protestaban proponga limitar el derecho a huelga. Para qué solventar el problema que he creado pudiendo evitar que protesten. Ni en el Parlamento ni en la calle.
Para seguir, lo simbólico que es que un partido apruebe algo con el voto en contra de todos los demás. Es el legado de una amplia mayoría absoluta, el reflejo de la voluntad de los que votan (y de los que no votan). Pero, a pesar de esta raíz aparentemente legitimada en lo democrático, se esconde una escena profundamente antidemocrática: unos votan y deciden en contra de la voluntad de todos los demás. En el Parlamento y en la calle.
Para terminar, lo de que se privatiza la gestión de la sanidad. Hay quien dice que Esperanza Aguirre dimitió precisamente porque no quería enfrentarse a lo que supo que se acercaba por el horizonte cuando vio los Presupuestos. Así, con “p” mayúscula. Su obra, su legado, era la construcción de hospitales incluso por encima de sus posibilidades, es decir, lo que ella misma había prometido. Dicen que se fue para no tener que lidiar con el mal trago de deshacer lo hecho, así, con la cabeza alta y el ruido de sables de fondo. Ya apagará la luz el que venga detrás.
Hay quien discute que privatizar la gestión implique privatizar de verdad. Entonces mejor privatizar la gestión del país, a ver si entonces no iban a faltar las ofertas de algunas empresas por controlar los resortes de nuestra economía. Porque eso, lo de que los intereses privados patrocinen a los servidores públicos, ya se hace en otros países.
El asunto da para mucho, el problema es que las cuentas públicas no. Y de esa lógica del barrio problemático viene lo demás, la infección final. La medida de privatizar la gestión de la sanidad —dicen— se toma para ahorrar. Porque la sanidad, como el sistema de pensiones, la educación o los medios públicos, son insostenibles. Ese pensamiento, que ha irrumpido de pronto de la mano de la crisis, tiene unas raíces más hondas: las mismas que cuestionan que el Estado pueda seguir funcionando como hasta ahora “porque lo autonómico es insostenible“, dicen también.
¿Tratamiento?
La crisis es veneno puro que nos hemos inyectado en vena. Una especie de quimioterapia que lamentablemente está sirviendo para poco contra la enfermedad. La quimioterapia es una especie de lejía que, para matar a las células enfermas, mata también a las sanas. Qué peregrina era esa idea de que, además de para generar parados, miseria y desahucios, la crisis serviría para bajar la marea y que la mierda que puebla los rincones de nuestro sistema quedara a la vista para poder limpiarla. Esta especie de genocidio económico que vivimos desde 2007, esa quimioterapia que no hemos chutado en vena, solo mata células sanas.
¿Hemos vivido en una burbuja de tres décadas o es que la crisis sirve de excusa salvaje para hacer y deshacer, para cuestionar todo? Posiblemente, ambas. El cuestionamiento del entorno sociopolítico viene de todos lados: unos cuestionan la democracia como forma de representación, llaman a tomar las calles y las Cámaras, a instaurar las asambleas como forma de —llamémosle— decisión. Otros dicen que el autonomismo no vale, que hay que ir a lo federal. O a lo centralista. O, directamente, a la independencia.
La crisis parece un momento inmejorable para replantear todo. La cuestión es que todo es planteable, pero nada es realizable. Había otro —por seguir con lo de que hay quien dice— que decía aquello de cambiar todo para que nada cambie. La diferencia es que sí cambia. Lo que ha sucedido con la votación de la reforma sanitaria en la Comunidad de Madrid, fotografía de dos diputados autonómicos jugando con sus herramientas de trabajo a Apalabrados incluida, es la radiografía perfecta de la enfermedad que vive España y que, por desgracia, esta quimioterapia que está siendo la crisis no va a curar.
¿Hay vacuna?
La crisis, este cáncer, nos tiene a todos enfermos. Centra todas nuestras conversaciones, aplaca nuestros ánimos, multiplica el número de gente que ha perdido la esperanza, plaga nuestras calles de gente sin recursos, incluso de familias rebuscando en las basuras.
Este cáncer pasará. Y cuando pase, por desgracia, no habremos aprendido la lección, y las células malignas seguirán ahí.
La batalla de estos años no es solo económica, sino ideológica. Y no es una cuestión de derecha e izquierda, ni de liberalismo o intervencionismo. Es una batalla entre modelos de Estado, de convivencia y de sociedad. Y la balanza, de momento, se ha inclinado claramente.