Fuente: CienciaXplora
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Ciclotrón: los alquimistas de la radiactividad

La palabra ‘ciclotrón’ suena para los profanos como muy a película de ciencia ficción de los ochenta. Pero en realidad es un pequeño acelerador de partículas usado para fabricar contrastes de uso sanitario, y se ubican en instalaciones en zonas industriales convencionales.

 

En este lugar todo tiene que estar controlado, desde el aire hasta el suelo. Grandes máquinas en el techo vigilan la calidad del oxígeno , partícula a partícula, en cuatro tipos diferentes de espacios, desde el común al totalmente aséptico. El control no sólo es hacia dentro, sino también hacia fuera: ningún gas puede filtrarse sin ser medido y depurado, porque la materia prima con la que trabajan es demasiado sensible y el control de las autoridades es férreo.

Aquí se juega a ser alquimista. No convierten el plomo en oro, sino el oxígeno en flúor. Lo consiguen durante unas horas, ya que el compuesto alterado tiende a volver a su estado original rápidamente, perdiendo las propiedades que tanto cuesta darle. En este lugar se crean contrastes radiactivos para salvar vidas, y la ‘receta’ que se aplica conlleva miles de rutinas, cálculos y controles que tienen lugar en una nave adosada a otras en un polígono industrial a las afueras de Madrid, la de Siemens-Petnet en Arganda del Rey. Nada particular en la fachada, que comparten con otra fábrica, en este caso de moquetas. Pero en el interior dos potentes ciclotrones son los que hacen posible una alteración química que hace siglos se persiguió con ahínco. A un lado del muro felpudos y derivados, al otro, material radiactivo.

La fórmula que siguen estos alquimistas de bata blanca consiste en aplicar calor, presión y electromagnetismo a partículas en un acelerador. Lo que tienen entre manos son dos aceleradores de partículas, como los del CERN, pero a ‘pequeña’ escala: sólo se comen corrientes de 40.000 voltios para funcionar. Las máquinas están recubiertas de plomo, paredes correderas de hormigón y material borado para evitar que el impacto de los neutrones destroce la instalación. Su expulsión es una más de las tropelías a las que se somete a las partículas con las que se trabaja.

Con grandes imanes curvan su trayectoria, luego con alto voltaje la aceleran, la vuelven a curvar, la aceleran… así hasta que ínfimas partículas, vaciadas de electrones, salen de la máquina convertidas en energía a una velocidad comparable a la de la luz. Por el camino se bombardea Oxígeno 18, un isótopo del gas que mayoritariamente, junto con el nitrógeno, forma lo que respiramos, hasta convertirlo en flúor.

Lo que se consigue con eso es sintetizar un isótopo radiactivo que posteriormente, en el laboratorio, se emplea para hacer glucosa radiactiva y, tras numerosos controles de calidad, enviarlo al paciente. Esta, más tarde, será inyectada a pacientes para comprobar si tienen o no tumores, dónde los tienen y cómo de agresivos son. También se emplean para otras cosas, como el tratamiento contra el Alzheimer, y aún para más, en un puñado de plantas similares salpicadas por nuestra geografía.

Pero en todo este proceso de conversión de la materia se genera radiactividad, lo que obliga a extremar las precauciones.

Hay vigilancia en todo lo que rodea al proceso: alfombras antidesechos en el suelo, agua depurada hasta el extremo como materia prima, oxígeno con una presión, humedad, temperatura y limpieza controladas hasta el extremo, medidores de radiactividad en cada persona y cada esquina… En la sala limpia, donde se elabora el producto final a través de pantallas de seguridad y con pinzas en vez de manos, cada herramienta o útil se limpia hasta la extenuación y los materiales vienen envueltos en tres bolsas para asegurar su esterilidad. Nada puede romper el control.

Cada trabajador de este lugar, como sucede en las demás instalaciones radiactivas del país, tiene una ficha secreta donde se registra la cantidad de radiactividad a la que se ha expuesto durante toda su etapa laboral. Crear medicinas para salvar vidas conlleva a veces riesgos.

El resultado final de tanto trabajo es un vial de 10 mililitros que nunca se llena hasta arriba. El peso de la botella llena no pasa de los 18 gramos. Una vez lista, se mete en un recipiente de plomo de diez kilos, y éste a su vez en una caja metálica de unos 6 kilos. De una botella de unos seis centímetros y un peso de 18 gramos a una caja de 30 centímetros de lado y 16 kilos totales. Por si todo esto fuera poco, en el transporte que las llevará hasta los hospitales donde se usarán los maleteros también van cubiertos de plomo. Y todo por esos gotas y mililitros de sustancia.

Hasta este punto el proceso es meticuloso, controlado hasta el extremo. Y de pronto se vuelve frenético: cada dos horas se pierde aproximadamente la mitad de las propiedades radiactivas del compuesto, hasta que en apenas un día vuelve a ser lo que era en origen, sin apenas radiactividad, e inservible para le medicina. En esta carrera contra el crono hay que llegar lo antes posible al destino para evitar que todo el esfuerzo anterior quede en nada, y con la dificultad de que el desplazamiento aéreo plantea unas dificultades que lo vuelven inasumible.

Por eso, y para llegar las entregas a primera hora de la mañana a distintos puntos de la península y por carretera, los alquimistas trabajan de noche. Después, durante horas, nadie podrá entrar a la sala de los ciclotrones sin exponerse a una alta radiación. Y así, día tras día, jugando con los elementos, vigilando al cáncer, del ser meticuloso en la elaboración del producto a la desaforada carrera por entregarlo con vida útil.

La fábrica de compuestos sanitarios radiactivos, esa que está al lado del almacén de felpudos, sigue con su alquimia mientras los demás duermen.